martes, 21 de mayo de 2019

«EL VAGABUNDO DE LAS ESTRELLAS» (1915) de Jack London: PRISIONERO DE LA IMAGINACIÓN


La proverbial capacidad de los hermanos Joel y Ethan Coen por dar acomodo a un número ciertamente considerable de historias para el medio cinematográfico tiene entre sus fundamentos la habilidad de procesar textos de autores preferentemente estadounidenses y hacerlos pasar por el sedal de sus propias aspiraciones autorales. Situados en la divisoria entre el espacio cinematográfico y el televisivo verbigracia de su condición de producto made in Netfilix, el estreno en las plataformas digitales —y de manera puntual su comparecencia en salas comerciales— de La balada de Buster Scruggs (2018) ha servido, entre otras cuestiones, para fijar la atención en Jack London (1876-1916), el novelista, cuentista, aventurero y ensayista que creó la serie de historias que concurren en la producción dirigida y guionizada por los hermanos Coen. Sin duda, cumplido con creces el centenario de su nacimiento, John Griffith Chaney operando bajo el álias de Jack London en virtud de sus atribuciones de escritor salvada una etapa prosaica y una vida sojuzgada por un sentido itinerante— sigue siendo un pozo sin fondo a la hora de amueblar relatos fílmicos que, por lo general, incursionan en el género de aventuras. No en vano, algunas de sus más célebres narraciones —La llamada de lo salvaje (1903), El lobo de mar (1904), Colmillo blanco (1906), etc— han cobrado relevancia en la historia de un género literario con una amplia tradición entre sus compatriotas estadounidenses, pero asimismo en países del viejo continente y de Asia. Empero, El vagabundo de las estrellas (1915) al que Fernando Savater se refiere en su prólogo para Nørdica Editorial con el título El peregrino de la estrella, el empleado por una añeja edición de un sello valenciano, a día de hoy, sigue quedando al margen de cualquier tentativa de ser trasladada a la gran pantalla dada la extrema dificultad a la hora de acomodar al terreno de los imágenes una novela de carácter eminentemente introspectivo, narrado (en primera persona) por un convicto llamado Darrell Standing. De manera puntual, Standing interpela al lector en la necesidad de establecer un cordón umbilical desde el plano emocional con aquellos prestos a dejarse seducir por la fragancia de la obra de un escritor que por aquel entonces acumulaba infinitas horas de vuelo. Pero sin este ardid la novela hubiese podido funcionar de igual modo; se trata de un relato en blanco y negro (el color que mejor le sentaría para una eventual traslación al cinematógrafo) que nos sumerge en una realidad que coloca de manera perenne a nuestro héroe en el frontispicio de la muerte. Lejos de claudicar frente a las acciones de sus torturadores los guardias y el alcaide de la prisión de San Quintín, Standing extrae de sus pensamientos la materia prima para crear una realidad paralela, aquella capaz de explorar en mundos que pertenecen a periodos de la Historia muy diversos (incluido el de la crucifixión de Jesucristo) donde solo se ha podido viajar a través de la lectura de libros en que computa en primera instancia el género de aventuras. En este sentido, El vagabundo de las estrellas —en una proverbial traducción al castellano de Héctor Arnau— puede entenderse conforme a una carta abierta de amor a la literatura, en forma de corolario, cuya publicación se sitúa en los estertores de una vida que se apagó a las puertas de cumplir su cuarenta y un aniversario. La mitad de su corta existencia la dedicó en cuerpo y alma a la escritura de decenas de miles de páginas, un porcentaje residual de las cuales quedó al arbitrio de quienes lo juzgaban —entre ellos colegas de profesión— con el calificativo de «plagiador». No fueron pocas las evidencias de semejante práctica por parte de London, quien además del dolor moral que le comportó sentirse atacado con vileza por periodistas, editores y escritores a los que en verdad apreciaba, sufrió el físico a propósito de sus problemas hepáticos, agudizados por sus tendencias dipsómanas. En buena lid, el padecimiento físico de Darrell Standing doblemente prisionero, el de una celda espartana y de reducido tamaño, y el que le procura quedar atrapado en una camisa de fuerza (de ahí el título original de la novela de marras: The Jacket) durante varios días— va de la mano del propio Jack London en la recta final de una existencia en la que logró, eso sí, rubricar una auténtica obra maestra. En no pocos pasajes de El vagabundo de las estrellas, anexionados con la desbordante imaginación de Standing los lectores que hayan podido disfrutar de sus relatos de aventuras reconocerán su huella indeleble. Pero en esta ocasión la fórmula utilizada por London trasciende el marco propio del género, elevándolo a los altares de una obra que, como pocas, deviene una oda al poder de ensoñación que procura la literatura, a modo de punto de fuga de cada una de nuestras realidades cotidianas. A modo de botón de muestra de las enseñanzas que deja una lectura calibrada desde lo emocional sobre la capacidad de resistencia del ser humano, subrayo en rojo (virtualmente) una párrafo que define al personaje creado por el autor californiano: «Como digno heredero de las leyes de Mendel, debo reconocer que no soy otra cosa que mi pasado. Todos mis seres anteriores, con sus voces, sus ecos y sus impulsos residen dentro de mí. En mi modo de actuar, en el fuego de mis pasiones, en las intermitencias de cada uno de mis pensamientos intervienen todas y cada una de mis existencias anteriores: todos los seres que me precedieron y que formaron parte en el proceso de mi creación». Amén.

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