lunes, 22 de abril de 2019

«CARNIVÀLE»(2003-2005): EL MILAGRO DE BEN HAWKINS Y LAS MÁSCARAS DEL DEMONIO


Para una eventual antología que haga un recorrido por la historia de lo que podríamos colegir la «Segunda Edad de Oro de la televisión», presumiblemente Carnivàle (2003-2005) podría figurar conforme a una nota de pie de página o, en el mejor de los casos, glosando su argumento en unos pocos párrafos en alguno de los apartados en que se agrupen series que hayan abordado la temática de los fenómenos sobrenaturales. Sin embargo, para un servidor su importancia en el contexto del florecimiento de las series de televisión de ámbito anglosajón en el arranque del siglo XXI es bastante mayor del que se podrá adjudicar a Carnivàle. Se podrá esgrimir en su contra que la serie de marras, en virtud de su alto coste de producción por episodio y su paulatino descenso de audiencia llevó a la HBO a cancelar una tercera temporada que había quedado sobre la mesa. Con ello, cabía otorgar de facto el calificativo de serie inacabada y relegada al olvido al poco de haber sido emitida su segunda temporada.
    Debo confesar que sentí curiosidad cuando leí el plot de Carnivàle recién concluida la lectura del ensayo de Juan Andrés Pedrero Santos Filmando la crisis: una mirada desde el Séptimo Arte (2019, Calamar Ediciones), en que dedica un notable espacio a analizar la incidencia que tuvo el crack bursátil del 29 en el seno de la sociedad estadounidense y que se vio reflejado en el celuloide con un abanico de propuestas formuladas en distintos géneros prestas a mostrar, quizás como ninguna otra cinematografía, una realidad en que cursaba billete la noción de supervivencia en un amplio sector de la población. Lo paradójico del caso es que los feriantes que recorrían distintos puntos del país, en cierta medida, se beneficiaron de aquella quiebra económica que estaba sufriendo el gruso de la población de los Estados Unidos. En cada una de estos espectáculos ambulantes no faltaba la figura del vidente que se valía de la desesperación de sus clientes para engrosar sus arcas y con ello la de la empresa que sostenía su, por regla general, fraudulento negocio. Asimismo, proliferaron los «mensajeros de Dios» que trataban de recabar la atención de sus feligreses con espectáculos presentados en centros de culto donde se obraban «milagros». Semejantes componentes no faltan en el relato creado por el showrunner de Carnivàle Daniel Knauf, quien presentó a los directivos de la HBO un proyecto que cubría un total de seis temporadas. Bien es cierto que el nivel de desarrollo de los episodios resultaba muy desigual a medida que nos alejamos de la primera y segunda temporada, estas sí, bien delimitadas sobre el papel por Knauf y el pool de guionistas —incluido el mismo— que participaron en su arquitectura narrativa. Sin duda, para reforzar las expectativas de éxito de la serie en ciernes HBO contrató al colombiano –nacionalizado estadounidense— Rodrigo García, quien había merecido la atención de la crítica cinematográfica con la cinta coral Cosas que diría con solo mirarla (2001). Él se responsabilizó de un primer episodio —"Milfay"— (de los cinco que llegó a filmar) en que se da cita entre su nutrido reparto un actor de lá órbita lynchiana, Michael J. Anderson, de apenas un metro de estatura y, a la sazón, experto en computadoras a sueldo de la NASA y cantante itinerante con una banda llamada, no sin cierta sorna, Wayward Gene and the Natural Selection (sic). En un caso ciertamente singular, el de otorgar a un actor enano el rango de protagonista en una serie, Michael J. Anderson representa uno de los grandes aciertos de Carnivàle en el papel de Samson, el patrón del circo ambulante. A pesar de su corta estatura, Samson se gana el respeto de una troupe que hubiese podido dar juego en forma de versión actualizada al siglo XXI de La parada de los monstruos / Freaks (1932), de Tod Browning, precisamente rodada en los estudios de la Metro en el epicentro de la Gran Depresión. No obstante, Knauf optó por favorecer la explotación de lo sobrenatural, en una apuesta por una visión maniqueísta que requiere de una amplia paleta de matices. Una visión que se acentúa en el devenir de una segunda temporada en que, de una forma sistemática, en el montaje se entrelazan secuencias en que por regla general toma el mando de la acción el personaje del miracle man Ben Hawkins (Nick Stahl) con aquellas donde entramos en los dominios del reverendo Justin Crowe (Clancy Brown). A propósito de la historia procura la convergencia de sendas líneas argumentales, el director Todd Field vuelve a demostrar la importancia que adquiere una trama con un fundamento dramático/trágico a través del uso de los escenas nocturnos véase sus largometrajes En la habitación (2001) y Juegos secretos (2006)— en el antepenúltimo episodio —"Cheyenne, WY"— de una antología que da la impresión cierra el círculo. Eso sí, deja alguna ventana abierta para una tercera temporada, que pese a la presión ejercida por los incondicionales de Carnivàle, no logró que HBO diera su brazo a torcer en una decisión que parecía haber adoptada en el inicio de la second season. Curiosamente, se trata a mi juicio de la mejor de las dos temporadas en virtud, entre otras cuestiones, de la portentosa encarnación del Mal de la que hace acopio un imperial Clancy Brown, encarnando al amo y señor de una comunidad religiosa (de la que forma parte su hermana Iris/Amy Madigan y la sirvienta Sofie/Clea DuVall, dos de las actrices especialmente entonadas) que pretende difundir su evangelio del Mal desde un enclave rural  de California con voluntad de propagarse por el resto del país.    



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