martes, 3 de enero de 2017

LA HISTORIA MUSICAL DE «EL EXORCISTA»: HERRMANN, SCHIFRIN, LA MÚSICA VANGUARDISTA CENTROEUROPEA Y LAS «CAMPANAS TUBULARES»

No cabe duda que William Friedkin deviene uno de esos cineastas que han contribuido sobremanera a forjar su propia leyenda ya desde la verificación de su fecha de nacimiento. Él mismo parecía llamado a la sorpresa cuando descubrió que su partida de nacimiento era la del 29 de agosto de 1935, en lugar de la fecha del mismo día y mes pero de distinto año, 1939, como recogían los datos biográficos sobre su persona hasta no hace demasiado tiempo. En la convicción que su madre (asistenta de enfermería) le trajo al mundo un par de días antes de oficializarse el arranque de la Segunda Guerra Mundial pareció moverse William Friedkin durante gran parte de su vida, entre otros periodos los que cubren su eclosión, a efectos mediáticos, con los estrenos de French Connection / Contra el imperio del crimen (1971) y sobre todo El exorcista (1973). Salvando las distancias, ciertos paralelismos caben entre William Friedkin y Orson Welles en sus respectivas condiciones de enfants terribles, realizando un pulso con los estudios con el fin de hacer valer sus respectivos criterios artísticos. En ambos casos, la curva descendente empezó a evidenciarse en etapas demasiado tempranas de sus singladuras profesionales, sin llegar nunca a moverse en los niveles creativos que dieron carta de naturaleza a sus respectivos logros profesionales en el campo audiovisual. Esas analogías existentes entre Welles y Friedkin se hubieran incrementado si éste último hubiera aceptado las condiciones impuestas por Bernard Herrmann (1911-1975) a la hora de elaborar el score de The Exorcist. Al igual que muchos otros cineastas, William Friedkin debía al visionado de Ciudadano Kane (1941), a modo de “revelación”, el hecho de convertirse en director de cine. Al cabo, al presentarse la opción por parte de Friedkin de colaborar con Herrmann, el autor de las bandas sonoras de Citizen Kane y El cuarto mandamiento (1942) los primeros largometrajes oficiales dirigidos por Welles, hubo un handicap que sería insalvable. Después de ver un copión de The Exorcist, Herrmann parecía satisfecho con la idea de colaborar con William Friedkin, pero la negativa del primero a desplazarse hasta Los Ángeles para grabar la partitura con músicos de la zona frustró el acuerdo. Incluso si hubiera aceptado la propuesta de Herrmann de grabar la música en el St. Giles Cripplegate de Londres como había sido el deseo del compositor neoyorquino afincado en Gran Bretaña desde los años sesenta, quedaba un escollo aún más insalvable si cabe: el uso de un órgano. Friedkin no transigió a este deseo atendiendo a que no quería música “católica”. Sus intenciones se corregían en un sentido bastante distinto y, por consiguiente, la opción Herrmann quedó del todo descartada. En esa baraja “diabólica” que resultaba la elección de un compositor para The Exorcist, Friedkin buscó en Lalo Schifrin (n. 1932) una alternativa solvente. Durante el laborioso proceso de montaje de El exorcista, el músico argentino le entregó un comentario musical que, según el criterio de Friedkin, era demasiado estridente para un film que las impactantes escenas rodadas hablaban por sí solas. No parece demasiado claro que Schifrin completara la música para la película, si no que cubrió la confección de algunos bloques, entre los cuales figura el correspondiente a los títulos de crédito finales con arreglos propios del rock. No tardaría en circular el bulo así me lo expresó en persona Lalo Schfrin en la edición de 1993 del Congreso de Música de Cine celebrado en Valencia— que el autor de origen sudamericano ser sirvió de su trabajo previo en El exorcista para adecuar la partitura de Terror en Amityville (1979), dirigida por su buen amigo Stuart Rosenberg, y que, a la postre, le valió una nominación al Oscar.
     En algún momento de ese febril periodo de trabajo consagrado a un film que le reportaría un nombre para la Historia, William Friedkin capituló y entendió que debía prevalecer una noción de underscore, esto es, una banda sonora que trabajara por debajo sin menoscabo a erosionar la potencia de unas imágenes hasta entonces ni por asomo vistas en la gran pantalla relativas a un exorcismo cuyas raíces se remontan a una historia verídica registrada en Maryland, en 1949, base de la “tesis doctoral” de la célebre novela de William Peter Blatty. En su afan perfeccionista, Friedkin convino con el triunvirato de montadores ligados al proyecto en emplear para los temp tracks temas de compositores de la vanguardia musical centroeuropea del siglo XX como Anton Webern (1883-1945), Hans Werner Henze (1926-2012) y Krzystof Penderecki (n. 1933). Una práctica habitual en directores que conceden una gran importancia a la música, haciendo gala de un componente melómano que en el caso de William Friedkin tiene en el pop-rock uno de sus principales áreas de interés. No en vano, el realizador de Chicago reparó en el contenido del disco Tubular Bells (1973), alumbrado en marzo de 1973, registrándose su estallido a nivel de ventas en Gran Bretaña. En un golpe del destino, Friedkin tuvo la habilidad de incluir un fragmento de este disco multiinstrumental en una banda sonora que de manera harto incomprensible aparecía encabezando los créditos el nombre de Jack Nitschze (1937-2000)(el autor del score de Alguien voló sobre el nido del cuco y vinculado en sus inicios profesionales con Neil Young en calidad de arreglista) cuando apenas su contribución supera el minuto en una cinta de unas dos horas de duración. Por lo que concierne a Tubular Bells, desde el primer instante se adhirió a la piel de El exorcista, y hoy en día no podemos contemplar la posibilidad de un film de terror que marcó una época sin esos acordes operados por un multiinstrumentista como Mike Oldfield, quien a sus veinte años hizo posible que el productor musical Richard Branson empezara a forjar un imperio. Su particular Rosebud atendió al nombre de Virgin. En una astuta jugada, Branson se benefició del éxito de la cinta dirigida por Friedkin para relanzar en formato single un fragmento de Tubular Bells con el añadido «un tema de El exorcista». En casa de los Oldfield, resonaban las campanas de un éxito inusitado que sentó, en cierta medida, los fundamentos de la new wave, la corriente musical por la que transitaría parcialmente la siguiente banda sonora articulada (por Tangerine Dream) para un film que llevara el sello de distinción de William Friedkin, Carga maldita (1977). 

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