viernes, 27 de julio de 2012

MENTIRAS ARRIESGADAS DEL «CABALLERO OSCURO»: MARIANO RAJOY

En tiempos de crisis para hacer llegar el mensaje de la forma más diáfana posible a la ciudadanía, políticos, economistas, periodistas y contertulios en general echan mano de un símil recurrente, el que compete al funcionamiento del organismo humano. En ese cuerpo desmembrado que representa en la actualidad nuestro país, esos facultativos que ofician de gobernantes no parecen reconocerse cuando estaban en la oposición. A propósito de la nefasta política llevada a cabo por la Administración comandada por José Luis Rodríguez Zapatero, escribí un post en este mismo blog tildando al máximo dirigente socialista de mentiroso (Ver enlace), el sobrenombre que mejor le sienta a alguien empecinado en negar sistemáticamente una evidencia en forma de crisis galopante. Por aquel entonces, Mariano Rajoy, ducho en la oratoria, se gustaba en el parlamento con frases elocuentes que parecían surgir al dictado del sentido común. Ese mismo sentido común que en menos de siete meses ha dilapidado durante su estancia en el gobierno, convirtiéndose en una marioneta en manos de una jerarquía que cabalga sobre los intereses de Alemania. Recluido en sus cuarteles de invierno, al abrigo de su cohorte de subordinados —con Javier Moragas ejerciendo de pelotari mayor del reino—, Mariano Rajoy me recuerda a esos dirigentes de países del Oriente Medio o del sudeste asiático que prácticamente no se dejan ver en público, eluden cualquier tipo de pregunta comprometedora y pierden definitivamente contacto con la realidad a pie de calle. Defensor de lo uno y su contrario, su descrédito ha sido tal que ya ni siquiera hace un acto de constricción, entona un mea culpa frente a los que depositaron su voto creyendo que su entrada en Moncloa liberaría a España de todos sus males “zapateriles”. Echar la mirada y el oído hacia atrás sobre esos mítines de “real abolengo” (en plazas concurridas como las de Valencia o Madrid) presididos por Rajoy con el ánimo de desplazar del gobierno al PSOE hoy en día deberían producir arcadas de vergüenza para los que, como él, suscribían frases administradas con un tono de mezquina soberbia. Pero políticos del jaez de Rajoy viven instalados en un principio de incertidumbre que les impide salir a la palestra y, en un acto de dignidad, decencia democrática y coraje, saber que el incumplimiento sistemático de un programa electoral que él había rubricado lleva aparejado un flagrante cese de sus responsabilidades y, acto seguido, la convocatoria de elecciones generales. Todo es pura apariencia en esta carpa política en la que vive parapetado un PP que gobierna de espaldas a la ciudadanía, dejando que Rodrigo Rato ejerza de trilero en sede parlamentaria —en un formato que tira de espaldas; baterías de treinta preguntas seguidas (por varios portavoces de los partidos representados en esta cámara) a contestar a gusto del consumidor— yéndose de rositas después de su gestión al frente de Bankia, provocando (por acumulación: su antecesor, Miguel Blesa, otro que tal baila) un socavón financiero descomunal que ha contribuido a enterrar algunas expectativas de recuperación al medio plazo para este bendito país. Las razones de determinadas medidas adoptadas en las últimas semanas solo se explican porque su afán recaudatorio les nubla la mente. Gobernar con una calculadora es lo más fácil del mundo; saber utilizar la mollera y pensar que con el incremento del IVA cortas de raíz cualquier repunte del consumo, es el ejercicio de la lógica al que se hubiera agarrado Rajoy cuando operaba en la tribuna de la sensatez, la de la Oposición. Hoy en día este Rajoy representa un muñeco de trapo que mueve la boca mecánicamente. Más que un coche oficial modelo Volkswagen (cortesía de Frau Angela Merkel, of course), lo que ansía Don Mariano es que, al pie de la Moncloa se aparque el Delorean para hacerse con su volante y regresar al futuro. De esta forma podrá emular al héroe de una de sus cintas favoritas y perder de vista ese presente que le lleva a fustigarse interiormente. O quizás no: sabe que la mentira, más que el Euro, es la moneda de cambio común entre estos políticos que pasan parte de la jornada volando a nueve mil metros de altura. Desde allí, esas vidas humanas que permanecen en tierra quedan desdibujadas; una masa informe que lanza un SOS sin que a esa distancia Rajoy y sus acólitos puedan escuchar sus lamentaciones.

sábado, 14 de julio de 2012

BALADA TRISTE DE PIA DEGERMARK AKA ELVIRA MADIGAN


«Unhappy things still happen.

Even in our time,

Saddest of all is this

What happened to Elvira Madigan» (1).


1ª estrofa de The Ballad of Elvira Madigan, de John Lindström Saxon (1859-1935)

 
Muchos de los asiduos a las salas de «arte y ensayo» se debieron sentir atraídos por la belleza de la actriz que encarna a Elvira Madigan en el film epónimo rodado por Bo Widerberg en 1967. Por aquel entonces, un servidor acababa de nacer y tan solo hace unos días tuve la ocasión de ver por primera vez Elvira Madigan, una obra a todas luces acorde con las premisas de una programación alternativa allá por los años sesenta y setenta que congregaría a una cinefilia “militante”. Al buscar algunos trazos biográficos sobre Pia Degermark, (1949, Bromma, Estocolmo), la rubia protagonista, pronto me topé con una historia propia del concepto rise and fall («auge y caída»), en que una vez más atribuimos una presunta felicidad a personas que, en realidad esconden en un “doble fondo” de sus existencias un desequilibrio emocional producto, por lo general, de la combinación de diversos factores. En ese ejercicio de funambulismo que a menudo resulta la vida, Pie Degermark estuvo a punto de perder el equilibrio y precipitarse al vacío. La felicidad por la celebración de su boda con el productor cinematográfico Pier Caminneci en 1971 y el posterior nacimiento de su hijo Cesar quedaría diluida en la memoria de una actriz de corta trayectoria, envuelta en un sinfín de problemas desde entonces que irían laminando su capacidad de superación. La hiperactividad la hizo dependiente de las anfetaminas y de ahí pasaría a serla diagnosticada anorexia. Degermark, aquella rubia de aspecto lozano que lucía en la gran pantalla en un espacio bucólico, iba conformando un curriculum en paralelo salpicado de desgracias varias, enfermedades que quedaban impresas para siempre. En su afán por combatir la enfermedad que lograría vencer, a su regreso a Suecia —tras una estancia en los Estados Unidos muy discreta en lo profesional y muy movida en lo personal— crearía a tal efecto una fundación, pero esa no sería su salvavidas definitivo. Degermark se dejaría arrastrar por el oleaje de esa delincuencia a pequeña escala que lleva aparejado asuntos de drogas y robos. Su paso por prisión se haría inevitable cuando la trincaron en compañía de su nueva pareja. La enfermedad y las malas compañías se confabularon una vez más, convirtiendo a Pia Degermark en un despojo de esa misma sociedad danesa que décadas atrás había sido objetivo de envidias cuando el príncipe heredero sueco Carl Gustav la sacó a bailar. En esa instantánea que reprodujeron los semanarios y los periódicos escandinavos repararía Bo Widerberg, adjudicándola de facto el papel femenino principal para una producción que se debía estrenar justo el año que se cumplía el centenario del nacimiento de la auténtica Elvira Madigan (1867-1899), la trapecista danesa. Ésta fallecería a los veintidós años en compañía de su amado, el lugarteniente sueco Sixten Sparre. Pie Degermark, por su parte, cumplirá el próximo 24 de agosto su sesenta y tres aniversario. Ella ha visto dibujada la muerte sobre ese asfalto que conforma la carretera de cada una de nuestras vidas. Una carretera por la que Pia Degermark ha transitado en ocasiones observando a su alrededor un paisaje sin colores. Ahora mira hacia atrás y reflexiona que éste ha sido su pasaporte para la supervivencia. Otro “juguete roto” que anotar al cargo de las celebrities contemporáneas, pero que al menos en esta ocasión, como ella misma dice «estoy viva y puedo sonreír». Y que sea por mucho tiempo más.


(1) Las cosas infelices siguen ocurriendo / Incluso en nuestra época / Lo más triste de todo ello es lo que ocurrió a Elvira Madigan.

jueves, 5 de julio de 2012

UN «PEZ» LLAMADO CHRIS SQUIRE: LEYENDAS DEL ROCK SINFÓNICO (I)


En el extraordinario documental dedicado a repasar la historia de Yes editado en 2007, en zona 2, de tapadillo por el sello Llamentol— por parte de sus componentes que formaron en el siglo pasado con la salvedad de Tony Kaye, el periodista y escritor Chris Welch la "enciclopedia viviente" de la banda británica; suyo es el libro The Story of the Yes: Close to the Edge (2003)—, productores y algún que otro músico invitado Keith Emerson, cronómetro en mano Chris Squire es quien goza de mayor “cuota de pantalla”, seguido de cerca por Jon Anderson. No en vano, ellos fueron los fundadores del grupo de rock sinfónico más longevo de la historia tras poner en concordancia sus gustos musicales (preferentemente Simon & Garfunkel en su definición melódico-vocal). Pero lejos de crear un frente común en la toma de decisiones, Squire y Anderson tuvieron y siguen teniendo desencuentros que acabaron o han acabado en separaciones temporales con visos, eso sí, de volver a coincidir en los estudios de grabación y en las salas de concierto. Una historia, la de Yes, que se escribe con renglones torcidos, con constantes entradas y salidas de miembros que, al cabo, han provocado la impresión, cuando no certeza, de que se trata de un plantel de excelentes músicos instalados en una suerte de "potro mecánico". En gran medida, Chris Squire ha sido el miembro de Yes de los que gozan del estatus de "históricos"— que ha contribuido más a ese desbarajuste que los caracteriza, dando el beneplácito a la entrada de sabia nueva acogiéndose a la coletilla del «¿por qué no?, probemos», convertida en “aforismo” al cabo de los años. Solo de esta forma se entiende que, una vez Jon Anderson y Rick Wakeman abandonaran la banda tras el álbum Tormato (1978) con un severo problema en el andamiaje de su sonido, Squire apadrinara a dos recién llegados, Trevor Horn y Geoff Downes (de The Buggles) que navegaban por mares diríase que diametralmente opuestos a los de Yes. Cualquier parecido con la realidad de los autores de Close to the Edge (1972) o Tales from the Topographic Oceans (1973) era pura coincidencia. Paradójicamente, todo aquel giro de 180º desembocaría en la confección de “Owner of a Lonely Heart”, el buque insignia del álbum 90125 (1983), que según confesión del propio Wakeman (ajeno a sus dinámicas poperas) permitió la supervivencia de la banda merced a su descomunal éxito. Una supervivencia que se cobraría un peaje demasiado caro, provocando la confección de dos “identidades” que discurrían a cada lado del Atlántico, la del Oeste pilotada por Squire. Allí, en la soleada california, Squire ha vivido su “exilio fiscal”, proyectándose la imagen de bon vivant, “tuneado” para saltar al ruedo de los escenarios con un look que trata de contrarrestar la realidad de su fecha de nacimiento: la del 4 de marzo de 1948. Si bien alejado durante largas temporadas de su Inglaterra natal, Squire sigue conservando esa flema británica perfectamente “ensamblada” para encajar la salida o la entrada de un miembro al cuerpo de Yes. A fuerza de acostumbrarse a tanto cambio, Squire ha sido quién más ha fomentado ese carácter heterogéneo de la banda, integrando infinidad de estilos al calor de una nueva incorporación. Con todo ello, lo que en otra banda hubiera repercutido en una definitiva pérdida de identidad respecto a sus correspondientes orígenes, para Yes el contar con Squire conforme a su elemento más constante ha salvaguardado en dura “competencia” con Jon Anderson la esencia del grupo. Mientras el ex bajista de Syn y Mabel Greer's Toyshop siga aferrándose a su Rickenbacker, por suerte o por desgracia según el prisma con que se mire— no se vislumbra, al corto o medio plazo, el final de Yes.  
   Consecuencia directa de su férrea voluntad por seguir perseverando en la supervivencia de Yes tras cuarenta y cinco años, Chris Squire no se ha prodigado –como otros de sus colegas y (sin embargo) amigos, Steve Howe, Jon Anderson o Rick Wakeman— demasiado fuera del grupo. Su único álbum en solitario, editado a mediados los años setenta, razona desde la alegoría que no era su espacio natural: ese pez fuera del agua apela a su propia persona, la de un músico educado en los coros de su "patria chica" —Kingsbury que hacía saltar el contador del agua fruto de su pasión por las duchas. De ahí que fuera bautizado Fish por parte del bateria Bill Brudford antes de la aparición en la escena musical de otro espigado si cabe aún más— británico de idéntico apodo que formaría en Marillion. Pero mientras Derek William Dick admitía a “trámite” que fuera conocido por su apelativo entre los aficionados, Chris Squire prefirió que Fish se quedara exclusivamente en el ámbito familiar. En buena lid, su apellido hace honor a varios de sus significados –echando mano de la British Enciclopedia—, la de «propietario» –se mantuvo en sus trece que él y sus “compinches” debían seguir explotando el nombre de Yes durante la tormenta acaecida a finales de los ochenta, «escudero» –de Jon Anderson cuando éste ejercía de prima donna— y «juez de paz» cuando se encendía el enésimo fuego en una formación cuya genialidad va pareja a una irrenunciable voluntad por reiventarse, aún a riesgo de regresar a la casilla de partida over and over.         

domingo, 1 de julio de 2012

«EL FIN DE SEMANA» de Bernhard Schlink: EL EXILIO INTERIOR

De un tiempo a esta parte vamos conociendo historias que nos hablan de la necesidad de buscar respuestas de las víctimas del terrorismo de ETA por parte de sus verdugos. Ese goteo de encuentros cara a cara llena de valor a todos aquellos necesitados para saber de motu proprio la sinrazón que llevaría a unos indepedendistas fanáticos a empuñar un arma o detonar una bomba, fijando sus objetivos en personas que querían eliminar simplemente porque no pensaban como ellos. Desde este blog he mantenido que los últimos capítulos de ETA guardan un notable paralelismo con lo acontecido en relación a la banda terrorista germana Baader-Meinhof. Asistimos estos meses a esa muerte por “inanición” de ETA, cayendo en las redes policiales los estertores de una banda que aún persiste en mantener, en forma de marquesina, el rótulo con el anagrama de la serpiente enroscada en un palo pero la “empresa del terror” tiene las “persianas” bajadas sin posibilidad de volver a abrir.
Especialmente pertinente y revelador para entender las analogías existentes entre ETA y la Baader-Meinhof —desde el prisma de esos mundos cerrados operados por un radicalismo ideológico que justifica la lucha armada, con grupos de apoyo que les daban una dimensión mucho mayor de la que, en realidad, tenían en cuanto a los “pistoleros” contabilizados en sus filas— fue para un servidor la visión de RAF: Fracción del ejército Rojo (2008), dirigida por Uli Edel, una de las mejores películas europeas en lo que llevamos de siglo. Dentro de otro ámbito cultural, ese mismo año se publicaría en Alemania “Das Wochenende” (2008), de Bernhard Schlink, (1944, Bielefield, Alemania) traducida al castellano con el título Fin de semana y publicada en abril de 2011 dentro de la suprema colección «Panorama de Narrativas» del sello Anagrama. Pendiente su lectura desde entonces, Fin de semana me ha vuelto a situar en el camino del conocimiento de la realidad de la Baader-Meinhof a través del personaje de Jörg, un ex miembro de la Fracción del Ejército Rojo que, tras cumplir veintitrés años en prisión, obtiene la libertad y se reencuentra con sus viejos amigos de “militancia” ideológica, que no terrorista. Éste deviene un personaje inventado si bien funciona a modo de arquetipo del joven idealista de izquierdas atrapado en una espiral radical que le llevaría a someterse a una disciplina paramilitar en forma de “ejército rojo” con el enemigo “estado” situado en el punto de mira. Sobre Jörg pivota la historia que nos cuenta Bernhard Schlink cautivo de ese estilo libre de arabescos narrativos, de exposición sencilla y franca, acotando a la mínima expresión referencias a otros textos literarios (se ciñe únicamente a Lolita de Vladimir Nabokov y Las esposas de Stepford de Ira Levin) y dotada, eso sí, de una primorosa sensibilidad cuando afloran cuestiones íntimas encofradas en el ánimo y en el espíritu de sus “criaturas” literarias. En virtud de ir acumulando lecturas de sus novelas —El lector (2009), Mentiras de verano (2012) y Fin de semana (2011), por este orden—, esa percepción de escritor que se aplica a la esencia del relato y desgrana el mapa de las emociones de los personajes en liza de una forma encomiable va convirtiéndose en “marca de fábrica”. Asimismo lo es alguna que otra pincelada referida al mundo de la judicadura —“remanente” de su condición de juez en distintas plazas con cargo de alta responsabilidad— que para el caso que nos ocupa se corresponde con la presencia de Andreas, el abogado de Jörg, en una casa de campo solariega durante un largo fin de semana.
Habilitada para leerse en ese espacio temporal al que alude su título, la novena novela de Bernhard Schlink nos sumerge en esa dialéctica sobre el fracaso de la lucha armada asumido por esos miembros que purgaron sus pecados en las cárceles. Entre los observadores de la constatación de tamaña realidad encontramos familiares —la hermana mayor del protagonista, Christiane—, amigos de juventud —Ulrich, quien le ofrece trabajo en su empresa dedicada a la odontología, Karin y Henner, entre otros—, un hijo (Ferdinand Bartholomäus, alusión velada a Sacco y Vanzetti) al que pasa cuentas a su progenitor, y Marko, ese joven imbuido de la “mítica” de la Baader-Meinhof y que flirtea con recuperar ese espíritu “combativo” de antaño. Marko pertenece a esa escuela de angry young men que podemos encontrar representados en la gran pantalla en un film como Los edukadores (2004), en la que empezaría a despuntar Daniel Brühl. El actor ideal, sin duda, para encarnar a Marko en una hipotétitca adaptación cinematográfica evaluada al corto o medio plazo de un texto que se presta igualmente a su representación teatral. Cualquiera de estos medios serviría a la “causa” literaria de Fin de semana, una obra que quizás haya quedado eclipsada por el longseller El lector pero que merece ser descubierta para todos aquellos persuadidos con la idea de que el placer puede ir de la mano de la reflexión.

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