domingo, 8 de noviembre de 2020

«LOS VIEJOS CREYENTES. Perdidos en la taiga» (1994) de Vasili Peskov: LA VÍA SIN RETORNO

 

A propósito del estreno de Las alas de coraje (1995) —el primer film de ficción rodado en el sistema IMAX— en el verano de 1995 tuve ocasión de entrevistar a su director Jean-Jacques Annaud. Después de transcurrido un cuarto de siglo conservo un muy grato recuerdo de aquella entrevista. Al poco de concluir la misma le formulé una pregunta relacionada con Antoine de Saint-Exupéry, el autor que dio pie al relato corto de Wings of Courage. Bajo el prisma de un servidor, él era uno de los cineastas más indicados para abordar una versión cinética de El principito. Al referirme a este hipotético proyecto, Annaud me confesó que no había logrado la forma de adaptarlo pese a diversas tentativas. Por aquel entonces, desconocía que el director francés había adquirido un año antes los derechos de explotación de Los viejos creyentes. Peridos en la taiga (1994) de Vasili Peskov. Al igual que Las alas de coraje, el libro del periodista ruso Peskov plantea un tema de supervivencia extrema, la que incrimina a la familia Lykovy. Al correr de las páginas de esta obra publicada tardíamente en lengua castellana por el sello Impedimenta –al rescate, una vez más de gemas de la literatura diseminadas por todo el planeta tierra— con traducción directa del ruso a cargo de Marta Sánchez-Nieves, difícilmente pueda imaginar otro cineasta más adecuado que Annaud para llevar a cabo la puesta en imágenes de la singular historia de los Lykovy. De algún modo, el eremitismo de los Lykovy no dista en demasía de la forma de vida de aquellos Neanderthales que comparecieron en la gran pantalla en el amanecer de la década de los años ochenta con el ilustrativo título En busca del fuego (1981). Mientras se celebraba la puesta de largo de este estudio antropológico «ficcionado», tres de los miembros del clan Lykovy —los hermanos Savin, Natalia y Dimitri— fallecían por causas distintas, pero todas ellas relacionadas con las condiciones extremas a las que habían sometido sus organismos. Hasta el año 1978 Peskov no llegó a contactar con la familia de eremitas tras haber sido descubiertos por el piloto de una avioneta que sobrevolaba la cordillera del Abakán, una de las zonas geográficas más inaccesibles y remotas de la taiga siberiana. De las peculiaridades de cada uno de los hermanos fallecidos el laureado periodista —además de ensayista, ecologista, presentador de televisión y divulgador científico— trata de «recomponer» un perfil más a través del testimonio de la hermana superviviente Agafia y del patriarca Karp Ósipovitch, en uno de los capítulos intermedios —titulado «Los Lykovy»— de una obra con aroma de longseller, traducido a varios idiomas.

   Después de una primera etapa conviviendo con otras familias de practicantes religiosos ultraortodoxos refractarios a cualquier noción de progreso en una suerte de aldea, los cinco miembros de los Lykovy construyeron una isba siguiendo el curso del nacimiento del río Abakán. Las severas condiciones climatológicas y la falta de recursos alimenticios causaron estragos de manera singular en Akulina Kárpovna, falleciendo a temprana edad en 1961 y con ello dejando viudo a Karp, quien juega un papel protagonista a lo largo de buena parte del relato antes que ceda el testigo a su hija menor Agafia. Lo hace a partir de su fallecimiento —cerca de cumplir su noventa aniversario— en 1988, en que Agafia se erige en la última representante de una estirpe familiar cuya historia cobró repercusión internacional merced sobre todo al libro escrito por Peskov. En cierto sentido, la pereistroika llegó a los dominios de los Lykovy cuando Agafia aceptó integrar a su cotidianeidad ciertos artilugios y alimentos a los que habían sido refractarios acompañados de una frase que se convirtió en una especie de coletilla: «no nos está permitido». Sin duda, esta deviene una de las expresiones que más se repite en una obra que se erige en un canto a la naturaleza, capaz de abrigar de esperanza a aquellos que habían renunciado a casi todo –televisión, radio, electricidad, alimentos procesados, etc.— aunque asome en ocasiones el peligro entre sus moradores –en especial, los osos--. A su vez, para la parte final Peskov traza una historia de soledad, la propia de una mujer que no renunciaría a los consejos de su figura paterna –la de renunciar «al mundo» en favor de su patria en la taiga--, sin por ello mostrarse con afecto y amabilidad ante todos aquellos que la visitaron –con un reconocimiento a sus amigos geólogos que auxiliaron a su familia en no pocas ocasiones— en el curso de varias décadas. Los viejos creyentes se cierra en falso atendiendo al hecho que Agafia siguió viviendo hasta 2016, pereciendo a los setenta y dos años. Salvo una breve estancia en casa de unos familiares, Agafia nunca abandonó ese territorio agreste de la taiga, preservando la antorcha de un modo de vida que entra en perenne colisión con la realidad del siglo XX y más aún si cabe la del siglo XXI.      

 


martes, 20 de octubre de 2020

«LA TORRE VIGÍA» (1966) de Elizabeth Harrower: LA VIDA VALE MÁS


«Clare miraba ahora por la ventana abierta, el sendero y la puerta, ahora la página impresa entre sus manos. Los cosacos. Nadie venía. Paciencia.

    Aquella ventana era su torre vigía»

 

 

Muestra de la importancia que cobran aquellas editoriales prestas a recuperar novelas descatalogadas la encontramos en el sello Text Publishing, fundado a mediados los años noventa por Diana Gribble y Eric Beecher. Así pues, desde hace un cuarto de siglo Text Publishing ha tenido el empeño de volver a imprimir títulos clásicos de la literatura australiana, saliendo especialmente beneficiada Elizabeth Harrower (1928-2020), a quien se la había perdido el rastro desde la publicación de The Watch Tower (1966). De tal suerte, el sello aussie tomó la iniciativa de editar In Certain Circles (2014), un material que había permanecido inconcluso durante cuatro decenios fruto de un bloqueo creativo por parte de su autora. Con cierto orgullo, pues, una octogenaria Harrower vio cumplido su sueño de completar su sexta novela, después de asistir a la reedición del resto de sus trabajos literarios. Una vez más, los radares de Impedimenta han funcionado a pleno rendimiento para captar la lejana señal proveniente del continente oceánico, al que han regresado tras la publicación de Picnic en Hanging Rock (1967), de Joan Lindsay, en 2009 para editar la penúltima novela de Harrower, La torre vigía, en plena segunda oleada de la pandemia de la COVID-19 y pocos meses después de certificarse su deceso.

    Coetánea de Lindsay, Elizabeth Harrower, a punto de cumplir la treintena, al final de su etapa residiendo en las Islas Británicas, llegó a un acuerdo con la editorial inglesa Cassell & Co. para la publicación de Down in the City (1957), una opera prima en que se puede reconocer en el personaje de Stan Peterson —un representante de la middle-class del Sidney de los años cincuenta— rasgos inherentes a Felix Shaw, cuya crueldad y perfidia es descrita de manera detallada en no pocas páginas de La torre vigía, de cuya traducción al castellano para la edición de Impedimenta se ha encargado Jon Bilbao, un autor que asimismo forma del señorial catálogo del sello madrileño. Las víctimas propiciatorias de un individuo esquinado hacia comportamientos machistas, aparejados de un sentimiento autodestructivo cuyo catalizador deviene —al igual que Peterson— el alcohol, son las hermanas Laura y Claire Vaizey. «Ellas eran australianas, mortales de talla media, carentes, en buena medida, de la fragilidad y de la herencia exótica de su madre. Era natural que corrieran de acá para allá, que se despellejaran las espinillas y las caderas, que sufrieran cortes en los dedos y que les salieran ojeras en el proceso de apañárselas por su cuenta para salir adelante, tanto ellas como su madre». Así las describe en primera instancia Harrower, dejando que el paso del tiempo las libere de actitudes propias de adolescentes y entren a formar parte integral de un mundo adulto que las reserva la tragedia de saberse dominadas por un ser abyecto que tras someterlas —especialmente a Laura, su empleada en una próspera fábrica de chocolate, con quien llega a contraer matrimonio sin que medie el enamoramiento— al chantaje emocional, al maltrato psicológico y físico (aunque sin cargas las tintas por parte de su autora), las gratifica materialmente al asumir un cierto grado de culpabilidad por sus acciones. En ese círculo vicioso transita la trama de una novela que para su tercio final introduce un cuarto vértice, el joven Bernard, fundamental a la hora de alentar a una de las hermanas Vaizey a decidir sobre su propio futuro alejada de la «aniquilación» de la personalidad que significa permanecer junto a Felix Shaw.

    Indiscutiblemente, una novela de las características de La torre vigía gana plena vigencia en la actualidad, siendo la voz de Harrower una de las primeras en alzarse para denunciar a través de su fluida prosa, cargada de matices, el comportamiento de un estereotipo de machos que lejos de representar un complemento para el sexo femenino se han convertido en sus principales depredadores, al activar en ellas unos mecanismos de anulación que pueden derivar en el suicidio.         

martes, 15 de septiembre de 2020

«EL MUNDO SEGÚN MARK» (1984) de PENELOPE LIVELY: LOS SECRETOS DE DEAN CLOSE

Existen numerosos ejemplos en el mundo literario de escritores que han hecho la transición de la novela o los cuentos infantiles y/o juveniles a obras de ficción preferentemente para adultos. Pero son pocos los casos en que el reconocimiento crítico se ha dado en sendas facetas. Oriunda de la ciudad de El Cairo aunque adquirió la nacionalidad británica cumplida la veintena, Penelope Livey (n. 1933) puede situarse entre este selecto grupo de escritores al haber dado acomodo a lo largo de unos treinta años a relatos o cuentos para niños y jóvenes, y en un periodo de tiempo mayor a una producción literaria encarada hacia el lector adulto, entre las que sin lugar a dudas destacan su opera prima en este campo, The Road to Lichfield (1977), According to Mark (1984) y Moon Tiger (1987), todas ellas finalistas de los Booker Awards. Haciendo bueno el dicho «a la tercera va la vencida», Penelope Lively se alzó con el prestigioso premio literario británico merced a esta última obra.

    Al calor de la lectura de los primeros compases de El mundo según Mark una traducción que fonéticamente suena muy similar a la célebre novela del estadounidense John Irving— el sentido del viaje parece apoderarse del mismo, en sintonía con el contenido de The Road to Lichfield, que sorprendió gratamente a todos aquellos que conocían hasta entonces solo la faceta de cuentista infantil y juvenil de Lively: «Mark Lamming conducía rumbo a Dorset desde Londres para visitar a una joven a la que no conocía, cuando pensó en el abuelo de ésta». Sirva la primera página del libro editado por Impedimenta —sumando así otra Penelope a su catálogo tras sus tocayas Fitzgerald (asimismo galardonadora con el Booker Prize) y Mortimer— para dejar constancia de la extraordinaria capacidad de la autora a la hora de proveer al lector de una información presta para que cada uno de nosotros vayamos penetrando en ese mundo al que hace referencia el título de la publicación en lengua española. La joven a quien debe visitar Mark obedece al nombre de Carrie, un personaje que parece extraído de alguno de los cuentos cuya autoría recae en Lively. A medida que avanzamos en la lectura, Carrie, la nieta del escritor Gilbert Strong, se revela un espíritu libre que ha dejado de creer en el significado de la palabra amor tras una serie de experiencias frustradas y se ha encomendado en cuerpo y alma a su verdadera vocación al quedar al cuidado —con el auxilio de su amigo gay Billy— de su particular Edén, un esplendoroso jardín localizado en el corazón de Dorset llamado Dean Close. Así pues, Carrie hace de su vocación un modus vivendi que le permite concentrarse casi en exclusiva en ese mundo, sin necesidad de viajar al extranjero y de ampliar su ya de por sí reducido círculo de amistades. La entrada en su vida de Mark, empero, llegará a modificar sus hábitos de comportamiento y dejarse arrastrar por un mar embravecido en forma de deseo amoroso. El choque entre esos dos mundo opuestos el de Mark, en compañía de su esposa Alice, habitado de hedonismo, esnobismo y una cierta soberbia intelectual, más acentuada por parte de su cónyuge; el de Carrie, quien descuida el valor formativo de la lectura y vuelca (casi)todo su conocimiento mundano en la vida de las plantas y de las flores— sirve en bandeja al propósito de la novela de Lively cuando nos topamos ante la evidencia de la existencia de un puente que los conecta. Lo será en función que Mark se siente atraído por esa alma libre a la que Alice, galerista de arte, desprecia merced a su altivez intelectual y cree incapaz de atraer la atención de su marido. Pero del desprecio se pasa al recelo y luego a la fundada sospecha que el interés de Mark por visitar Dean Close no se debe tan solo a que allí se encierran los secretos de Gilbert Strong —un autor de culto con poca obra pero con una vida privada bastante suculenta a tenor de las cartas encontradas y de los testimonios recabados— sino que su relación con su nieta le abre una ventana a una nueva forma de entender y de disfrutar de una existencia que definitivamente ha entrado en punto muerto por mor del tedio y el hastío que preside su compromiso matrimonial. Un viaje a Francia sirve de prueba de fuego para calibrar sentimientos y elucubrar la posibilidad de otra vida por parte de Mark. Ciertamente, Lively se muestra tan hábil en la capacidad descriptiva de las situaciones y del paisaje como en la capacidad a la hora de leer en la mente de los personajes. Muestra inequívoca que Lively dominaba por aquel entonces las peculiaridades inherentes al retrato omniscente, aquel capaz de crear un mundo… según Mark Lamming, para quien la dinámica de trabajo cara a la preparación de la que está llamada a convertirse en su tercera obra biográfica —tras dos exitosos títulos—se ve alterada por un asunto amoroso. Si bien la parte final de esta novela puede descolocar un tanto al lector, en su balance general El mundo según Mark razona entre las obras a descubrir en tiempos de (post)pandemia, escrita con soberbia maestría por Dame Penelope Lively, cuyo nombre de pila remite a la esposa de Odiseo en la Opus magna atribuida a Homero. Ella sería la artífice de transformar la acomodada y rutinaria existencia de Mark Strong en una odisea de sentimientos, algunos de ellos enfrentados a su propia esencia intelectual.   

                    


jueves, 30 de julio de 2020

«PROVOCACIÓN» (1982) de Stanislaw Lem: EL CIERRE DE LA TETRALOGÍA DE LA «BIBLIOTECA DEL SIGLO XXI »

Conviene permanecer en alerta, sin bajar la guardia la concentración a la hora de enfrentarnos a cualquier obra de Stanislaw Lem (1921-2006), dado que su intelecto retroalimentado sobre la base de ingentes lecturas de textos de temáticas muy distintas entre sí, nos puede desbordar en cualquier momento. Lem fue único en su especie, «ensanchando» el «terreno de juego» donde resultó más proactivo y por el cual obtuvo una proyección a escala internacional, el de la ciencia-ficción impregnada de razonamientos filosóficos propios de alguien que había bebido de las fuentes de la cultura centroeuropea desde sus años de juventud, sobre todo a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial. En nuestro país resultaba raro no encontrar un lib(rit)o del autor de origen polaco entre finales de los años setenta —cuando empecé a identificarlos como uno de los adalides de la ciencia-ficción del viejo continente— y mediados los años ochenta Lem formando parte de la biblioteca de aquellos prestos a presumir de intelectuales. Ediciones que presentaban cubiertas un tanto esotéricas, en formato libro de bolsillo, una tipografía minúscula y unas traducciones que habían seguido, cuanto menos, un itinerario (por regla general, valiéndose de la traducción directa del inglés al castellano) que sembraba de dudas la calidad del resultado de las mismas. En ese periodo se concentraron un número ingente de publicaciones en lengua castellana extraídas del vasto patrimonio literario de Lem. Al cabo, su fallecimiento, acaecido en la primavera de 2006, como suele ocurrir con tantos escritores, podría haber servido de «revulsivo» de cara a imprimir nuevas piezas literarias o ensayos de Lem o reeditar sus títulos más «conocidos», o por el contrario que su nombre cayera en el olvido, pasto de la indiferencia y del desconocimiento cara a nuevas generaciones de lectores. Por fortuna la realidad objetivable se corresponde con el primer escenario, mereciendo por lo que atañe al sello Impedimenta una voluntad a la hora de sacar a flote aquellas obras que aún no habían sido editadas en la lengua de Dámaso Alonso y otras tantas que requerían de un «lavado de imagen» en forma de traducciones directas del polaco, un tamaño de letra y una calidad de impresión que garantizaran ese intangible llamado el «placer de la lectura». Cubierta una docena de años desde aquel primer propósito –El hospital de la transfiguración (1955), Impedimenta ha publicado un total de once libros de Stanislaw Lem, cuatro de los cuales operando bajo el genérico «Biblioteca del siglo XXI», a saber, Vacío perfecto (1971), Golem XIV (1973), Magnitud imaginaria (1981) y Provocación (1982).  Esta última pieza que ha visto la luz en plena pandemia de la COVID-19 discurre por parámetros alejados de la ciencia-ficción, dejando al descubierto el proverbial conocimiento de Lem sobre infinidad de materias que sirven a la causa para construir una serie de relatos que se adivinan divulgativos –preferentemente, en el ámbito de la ciencia, de la historia contemporánea (referida al holocausto nazi de la que a punto estuvieron de ser sus víctimas la familia Lem pero la fortuna quiso aliarse con ellos)—pero que asimismo persiguen un sentido del relato que involucre al lector a lo largo de sus ciento setenta páginas. Más que una provocación, el libro de marras deviene una invitación a conocer y reconocer el talento de Lem a la hora de «metamorfearse» en un narrador con un sentido del ritmo propio de un estratega abonado al thriller; colocándose en la piel de un divulgador que repasa con un sentido didáctico y ameno algunos de los episodios más determinantes de la Historia del planeta tierra, o haciendo las veces de ensayista con un discurso filosófico y humanista que le aparta de manera consciente del rol de escritor de ciencia-ficción al que ha quedado etiquetado para todos aquellos que siguen mirando de soslayo una obra de una profundidad y extensión difíciles de imaginar. Todo ello combinado con su capacidad de leer el futuro, haciendo una serie de predicciones sobre la realidad un siglo XXI que tan solo había podido arañar unos años antes que su cuerpo expirara pero su mente sigue entre nosotros a través de una proverbial obra que no tiene parangón entre los de nuestra especie.   

miércoles, 22 de julio de 2020

«KON-TIKI» (1950): SETENTA AÑOS DESPUÉS DEL DOCUMENTAL SOBRE UNA ODISEA MARINA


A la altura de mediados los años cuarenta del siglo pasado aún seguía prevaleciendo el pensamiento entre expertos en la materia que las islas que conforman la Polinesia tuvieron en el continente asiático (la cuna de  la civilización) sus primeros moradores. Así pues, se encontraban en minoría los que sostenían el razonamiento que provenían de América del Sur, pero su demostración pasaba por la prueba empírica de un viaje a mar abierto reproduciendo similares condiciones a las empleados siglos atrás. Thor Hegerdahl (1914-2002), atraído desde hacía tiempo por ese enclave del planeta y poseído por un espíritu aventurero que no tuvo límite hasta el fin de sus días, convenció a cuatro de sus compatriotas noruegos —Tornstein Raaby, Knut Haugland, Herman Watzinger y Erik Hasselberg— y al sueco Beng Danielsson con el ánimo de construir una balsa de madera bautizada con el nombre Kon-Tiki («dios blanco del sol»). Antes de partir con el artilugio flotante, la teoría sostenida por Hegerdahl era que podrían alcanzar el objetivo propuesto (desembarcar en una de las islas de la Polinesia) merced a los vientos alíseos que se mostraban imperturbables en la dirección adoptada desde tiempos inmemoriales, las propias de la edad de la tierra. Planteado en términos de desafío procurado por un sexteto de escandinavos que, a juicio de una pléyade de expertos, éstos no parecían encontrarse en sus cabales, Hegerdahl se puso al frente del timón de la nave Kon-Tiki. La habilidad de Hegerdahl y su equipo no recaló tan solo en atender a cualquier tipo de contratiempo que se interpusiera en el camino con tal de lograr tamaña proeza partiendo desde el puerto de Callao (Perú) en 1947, sino en dejar constancia visual de la expedición de la Kon-Tiki, surcando las aguas del Pacífico. En tiempos que la ficción cinematográfica empezaba a tejer historias libradas en alta mar
    Rodado en blanco y negro, aunque se conservan imágenes en color tal como atestigua el material extra que acompaña la edición en formato digital de Kon-Tiki: el documental (1950), la “proeza” fílmica administrada por la cámara de Hegerdahl obtuvo la recompensa de un Oscar en su categoría. Lejos de obedecer al “mandato” de una estrategia comercial dispuesta a situar a Kon-Tiki en una posición franca a alcanzar la preciada estatuilla dorada, su premio obedece a cuestiones que escapan a la comprensión de sus principales artífices, al frente de los cuales asomaría la figura de Hegerdhal. Su carácter de leyenda quedaría plenamente refrendado al calor de nuevos retos que él mismo se consagró a filmar, imbuido de una orientación de documentalista pionero al más puro estilo de Robert J. Flaherty. De tal suerte, el “héroe nacional” noruego natural de Larvik dirigió los documentales Galápagos (1955), Aku-Aku (1960) y Ra (1971), completando así una tetralogía con el leit motiv de expediciones que aportaron conocimiento a aquellas comunidades científicas donde el testimonio de Hegerdhal a veces parecía generar un pozo de controversia. No en vano, él había colocado sobre el tapete una realidad enfrentada a ciertos razonamientos que se habían convertido en una especie de dogma de fe.
   Poco después de haber fallecido, a los ochenta y siete años de edad, bajo pabellón noruego se llevó a cabo una producción cinematográfica, en clave dramática, con idéntico título al del documental de marras. Un título que, al cabo, sería observado en forma de talismán ya que Kon-Tiki (2012) mereció una nominación al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa. Más que el noruego, el lenguaje que se habla en esta producción es el propio de la gramática marina, aquella dispuesta a mostrar una realidad minada de adversidades (arrecifes, tiburones, oleajes, etc.) antes de llevar a buen puerto una hazaña con aroma de utopía. 

sábado, 6 de junio de 2020

«VE Y PON UN CENTINELA» (2015), de Harper Lee: REGRESO A MAYCOMB

«No sé nada de Nelle, aunque leí en una revista que “se había retirado” a escribir su segunda novela». Este párrafo extraído del contenido de una carta fechada el 5 de mayo de 1962 y escrita por Truman Capote en su destierro voluntario en el municipio de Palamós, en la Costa Brava, razona sobre las verdaderas intenciones de la autora de Matar un ruiseñor (1960) por querer emprender la actividad artística que le dio relevancia a escala internacional. La misiva en cuestión tuvo como destinatario el matrimonio formado por Alvin y Marie Dewey, y puede leerse en el volumen Un placer fugaz: Correspondencia (2006, Ed. Lumen) junto al contenido de centenares de cartas que conservaría como oro en paño Truman Capote hasta el fin de sus días. Empero, ninguna de estas tienen a «Nelle» Harper Lee (1926-2016) por expreso deseo de ésta, quien quiso preservar su privacidad, máxime a partir de ser distinguida con el premio Pulitzer al año siguiente de la publicación de To Kill a Mockingbird. No cabe duda que esta postura alimentaría el mito sobre una escritora que había forjado una sólida amistad con Truman Capote a lo largo de la infancia de ambos en Monroeville, la pequeña localidad del estado de Alabama que sirvió de fuente de inspiración para el «escenario» natural (el contado de Maycomb) que habilita el relato de Matar un ruiseñor. Poco debió importar a Capote que el personaje secundario en la «ficción» literaria de la opera prima de Lee llamado Dill encontrara su molde en aquella figura enjuta y resabiada que acompañaba a todas horas en el periodo estival a Scout y/o Jem, los hijos del abogado local Atticus Finch. De algún modo, Lee le devolvió la «moneda» tras atender a la lectura de Otras voces, otros ámbitos (1948), en que una de las gemelas del debut literario del precoz Capote —Idabel— había sido ideado sobre los trazos más volubles de la personalidad de su amiga del alma en tiempos en que el futuro autor de Desayuno en Tiffany’s era observado bajo la lupa de los lugareños de Monroeville conforme a un «cuerpo extraño». Truman Capote nunca negó que Otras voces, otros ámbitos obedeciera a una pieza literaria de diáfano calado autobiográfico. En cambio, la negativa sistemática de Harper Lee a conceder entrevistas (sobre todo aquellas con cierta carga de profundidad) dejó en suspenso que cobraran carta de naturaleza paralelismos entre la realidad y la ficción con la salvedad del personaje de Dill. Así pues, la clave para descrifrar el «enigma Harper Lee» podía provenir del propio Capote, quien en otra de sus misivas contenidas en el volumen Un placer fugaz: Correspondencia no dudó en subrayar que los personajes de la novela Matar un ruiseñor hicieron su prospección por la realidad. Abundando en esta tesis, Gregory Peck, una vez escogido para encarnar a Atticus Finch en la versión cinematográfica de To Kill a Mockingbird, mantuvo largas conversaciones con Amasa Coleman Lee, el padre de Nelle. Poco margen para la duda cabe, pues, a la hora de emparentar a A. C. Lee con su traducción literaria, la de Atticus Finch, epítome de honestidad en el contexto de un entorno rural en que quedaba al descubierto un racismo latente en la sociedad estadounidense aún hoy en día.
     Mientras he ido siguiendo el dictado de la actualidad con el enésimo episodio de racismo en los Estados Unidos —cuyo detonante fue el asesinato del ciudadano de raza negra George Floyd por asfixia debido a las malas prácticas de la policía local del estado de Minnesota— me he consagrado a la lectura de Ve y pon un centinela (2015), aquella segunda novela que Harper Lee había ido moldeando a renglón seguido de obtener el premio Pulitzer. Presumiblemente, en el fuero interno de Lee pesaba el hecho que su opera prima llegara a una cuotas de aceptación que jamás hubiese imaginado con el respaldo de una adaptación cinética que respetaba el «espíritu» de la misma y cuyo «antihéroe» Atticus Finch no podía tener un mejor huésped que Gregory Peck, merecidamente acreedor de un Oscar por su excelsa intepretación. A raíz del estreno del film en los Estados Unidos a las puertas de las navidades de 1962, el personaje de Atticus Finch ha aparecido en la cabecera de las listas de hombres garantes en la gran pantalla de los valores propios de la integridad y —como he señalado— y la honestidad, en defensa de aquellos más desfavorecidos. Un personaje capriano en toda regla que Harper Lee iría esculpiendo a partir de la figura de su progenitor —asimismo abogado—, siendo uno de los mayores «hallazgos» de una novela que he vuelto a releer en los días de (post)confinamiento con el objetivo de fijar un criterio más certero sobre el contenido y el «continente» de Ve y pon un centinela. Sin lugar a dudas, lejos de la especulación, a todas luces infundada, que Go Set a Watchman hubiese sido un borrador de To Kill a Mockingbird, la segunda novela de Lee  —descubierta bien entrado el siglo XXI entre los textos manuscritos de Lee— atiende a la condición de continuación. Lee recupera, a modo de flashbacks, algunos de esos espacios cautivos de la infancia de Scout, Jem y Dill, pero la historia gira en torno a las visicitudes de una joven de veintiséis años afincada en Nueva York llamada Jean Louise (AKA Scout) a su regreso temporal a los dominios de Monroeville. Un hiato de unos dieciocho años sirve de pórtico de entrada para tomar la temperatura de unos personajes que siguen anclados, en cierta manera, en el pasado. En buena lid, la novela en cuestión puede sorprender al lector familiarizado con Matar un ruiseñor por cuanto despoja de esa imagen icónica de humanista a Atticus Finch, descubriendo algunos aspectos de su pasado —en especial, su vinculación fugaz con el Ku Klux Klan, aunque fuese para satisfacer su curiosidad sobre la identidad de sus integrantes— que entran en franca contradicción con su inmaculado comportamiento en tiempos de reclamación de derechos civiles e individuales para con la comunidad afroamericana. Harper Lee hace acopio de infinidad de citas cultas muchas de ellas referidas a personalidades circunscritas a la realidad del Sur de los Estados Unidos, desde clérigos hasta militares, escritores o políticos para salpimentar un relato que compromete su clímax al enfrentamiento entre Jean Louise y un renqueante Atticus Finch —a sus setenta y dos años— en el terreno ideológico, pero no lo suficientemente consistente para romper unos vínculos afectivos larvados desde que la madre y esposa (Jean Graham) desapareciera casi de improviso, a consecuencia de un ataque cardíaco, tal como se detalla en una página de un libro que fue publicado sin la necesidad de ser sometido a un ejercicio de revisión. Sea como fuere, Ve y pon una vela deja al descubierto que Harper Lee parecía más que capaz para armar una carrera literaria de indudable interés, sumándose a las «voces sureñas» que expresan cuestiones que competen al ámbito de la fragilidad humana y que encontraría (por duplicado) en Jean Louise Finch AKA Scout un reflejo de su propia personalidad, aquella presta a preservar las lecciones dictadas a través de la conciencia de su progenitor. Esa conciencia que equivale al centinela que actúa de sustantivo del título de la novela cuya puesta de largo se dio un año antes del deceso de Nelle Harper Lee, a pocos meses de alcanzar la condición de octogenaria.                
     

lunes, 18 de mayo de 2020

«LA TIERRA PERMANECE» (1949), de George R. Stewart: LA SOMBRA DE «SOY LEYENDA»


Para los que tratamos de cultivar una relación especial para con los libros, asignándolos un espacio dentro de nuestros hogares que, lejos de menguar, va incrementándose con el paso de los años, la tentación de volver sobre la lectura de uno de los ejemplares que conforman nuestras bibliotecas deviene casi un acto orgánico. En ocasiones una primera lectura sobre una determinada obra nos ha podido dejar un regusto (un tanto) amargo y, por consiguiente, tenemos la tendencia a pasar de largo cara a una eventual relectura cuando hacemos un barrido por esas estanterías pobladas de incunables. En esta tesitura me he encontrado al desplazar la mirada hacia la sección de novelas de ciencia-ficción y/o de anticipación. Las letras verdes sobre fondo amarillo correspondientes al lomo de la novela La tierra permanece (1949) de George R. Stewart captaron instintivamente mi antención. Recordaba haberla leído y así lo certifiqué al revisar la lista de libros que han tratado de saciar uno de mis mayores placeres. Fue a lo largo del primer trimestre de 2002, aún reciente los efectos derivados del ataque a los torres gemelas el 11-S del año anterior. Por aquel entonces, la lectura de Earth Abides no me dejó una huella lo suficientemente profunda para que, al cabo, volviera sobre la misma, pero la intuición quiso esta vez que su relectura propiciara una suerte de «revelación» de aspectos que en su momento me habían pasado desapercibidos. Una vez más, el contexto en el que nos procuramos al ejercicio de la lectura juega su papel. No en vano, la perspectiva ha cambiado debido a otro acontecimiento de magnitudes planetarias sucedido en el presente siglo que ha sacudido los cimientos de lo que podríamos definir como aldea global, el generado por la pandemia del COVID-19, cuyo epicentro se localizó en la ciudad china de Wuhan a finales del año pasado, si bien oficialmente se han empezado a conocer sus efectos devastadores en febrero de 2020, contabilizándose por millones de personas, a día de hoy, el número de infectados. Al correr la primera página de La tierra permanece, la que marca el arranque de la parte I —«titulada Mundo sin fin»—, supe dimensionar el acierto de mi elección. George Ripper Stewart Jr. (1890-1980) empleó una frase de W. M. Stanley extraído del texto científico Chemical and Engineering, publicado en la revista News en vísperas de la navidad de 1947 en que reza: «Si hoy apareciera por mutación un nuevo virus mortal… nuestros rápidos transportes podrían llevarlo a los más alejados rincones de la tierra, y morirían millones de seres humanos». Tras leer varias veces este párrafo de carácter profético contuve la respiración y, acto seguido, quedé atrapado en un relato que fía su eficacia narrativa más que a un ejercicio de excelencia en el empleo de la sintaxis un contenido que pisa en el terreno —aún yermo, descontando piezas como Diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe, recientemente publicado por el sello Alba Editorial, y La peste escarlata (1912) de Jack London— de piezas literarias que dibujan un panorama desolador cara a la supervivencia de la especie humana tras los efectos causados por una infección vírica sobre el que no existe un antídoto para frenar su inexorable avance.
    Publicada el mismo año que vio la luz la Opus magna 1984 de su tocayo Orwell, el profesor de Literatura Inglesa por la Universidad de California George R. Stewart desliza a lo largo del relato de Earth Abides un pronunciamiento ecologista —ligado a otras de sus obras, caso de Storm  (1941) o Fire (1948)— en que el personaje medular, Isherwood Williams se erige en abanderado de sus principios cuando trata de inculcarlos a los miembros más jóvenes de la «Tribu», aquella nacida del embrión que había supuesto su relación con Em en los estertores de un periodo de la Tierra en que la civilización parecía haber tocado a su fin. Trasuntos de «Adán» y de «Eva» , Isherwood y Emma logran construir los pilares de una nueva civilización que emerge de sus cenizas, en que la supervivencia de la misma depende de la capacidad de progresar en distintas disciplinas, desde la ingeniería hasta la medicina o la biología. Sin renunciar a un cierto aliento de «novela-río» evaluada por ciclos naturales anuales —a los que adjetiviza en su particular cuaderno de bitácora— la muerte de Em marca el cierre de una etapa de Isherwood, al que la novela —escrita en tercera persona— se refiere con su abreviación nominal, la de Ish, equiparándolo de este modo a Ishi, el considerado el último indio del estado de California en el amanecer del siglo XX. De hecho, en la novela de Stewart, además de vincular la comunidad sita en California con la denominación de tribu, la parte III lleva por título El último americano, en alusión a Ish, transformado en un personaje de resonancias bíblicas. Ecos del Libro Sagrado que asimismo encuentran acomodo en la cita que abre el presente libro, extraído del Eclesiatés I, versículo 4: «Los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece». La misma se reproduce en la última línea de la novela. Un recurso que constituye el valor de la excepción en el campo de la literatura y que deviene la carga de la prueba que Richard Matheson tuvo en la lectura de Earth Abides un referente inexcusable a la hora de armar la escritura de Soy leyenda (1954). No por casualidad, la última frase Matheson la reserva a reproducir el título de una novela que pasaría a ser un clásico de la sci-fi. En ningún otro pasaje del libro la afortunada expresión «soy leyenda» tiene cabida, reservando para su punto final un golpe de efecto que ya había tributado un lustro antes en la novela que sirve de precedente al clásico de Matheson, en que la primera mitad de La tierra permanece presenta numerosas simetrías en relación I am a Legend, siendo el personaje de Robert Neville el espejo en el que se ve reflejado Isherwood Williams. Last Men On Earths que emanan de sendas obras surgidas en ese territorio fértil de la literatura de ciencia-ficción de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, con dotes proféticas que alientan a su (re)lectura transcurrido alrededor de unos setenta años desde sus respectivas publicaciones.                   

martes, 5 de mayo de 2020

«FESTIVAL EXPRESS» (2003): A LA SOMBRA (ALARGADA) DE WOODSTOCK

Constituidos en primera instancia en trío, a David Crosby, Stephen Stills y Graham Nash se les presentó una oportunidad de oro para promocionar su disco de debut en el marco del Festival de Woodstock, a celebrar entre el 15 y 18 de agosto de 1969 en el municipio de Belbel, situado a unos veinte kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York. El segundo track de la cara «A» del disco Crosby, Stills & Nash (1969) quedaba reservado al tema compuesto por Graham Nash “Marrakesh Express”, que junto a “Suite: Judy Blue Eyes”, fueron escogidos los singles de esta opera prima provisionada de unos acordes folk-rock y de unas voces que les otorgaron de facto un trazo distintivo dentro de la vanguardia musical. El tema “Marrakesh Express” sonó con toda su intensidad en aquel descomunal recinto al aire libre en una de esas jornadas que para muchos de sus asistentes quedarían grabadas a fuego en sus vidas. Empero, hubo algunos grupos y solistas que evitaron a toda costa participar en eventos musicales de características similares al considerar que sus actuaciones habían quedado diluídas en el conjunto de unas sesiones maratonianas. En cambio, otros no tardaron en desaprovechar la ocasión de vivir una experiencia que combinara el sentimiento de camaradería entre músicos y el ejercicio de una profesión que requería de fuertes dosis de persevancia para cosechar el éxito anhelado. Así pues, los grupos Sha-Na-Na, Ten Years After y Grateful Dead, y la solista Janis Joplin en apenas un hiato de un año se subieron a un tren rápido cuya estación termini no era la popular ciudad de Marruecos, lugar de perenigraje recurrente para artistas iconoclastas a su paso por el norte de África, previa visita al viejo continente. La última estación programada por el Festival Express correspondía a Calgary, ciudad situada al Oeste de Canadá. La historia de ese festival que surgió tras la sombra alargada de su homólogo de Woodstock sería rescatada del ostracismo por el cineasta Bob Smeaton, especialista en documentales sobre el mundo del rock en sus distintas acepciones. El británico Smeaton trabajó sobre la base del material original registrado por la cámara de Frank Cvitanovich
    Presentado en una de las secciones no oficiales del Festival Internacional de Cine de Toronto en septiembre de 2003, Festival Express cuenta con el aliciente de mostrar la última actuación de Janis Joplin en una serie de conciertos multitudinarios celebrados en estadios al aire libre. Un volcán en erupción sobre los escenarios que deleitaría al público canadiense con esos desgarros vocales, acompasado con unos movimientos eléctricos que llegan al paroxismo con el tema “Tell Mama”. Smeaton contó con la participación del veterano director de fotografía galés Peter Biziou –colaborador de Alan Parker, Jim Sheridan y Peter Weir, entre otros— a la hora de armar una pieza documental de indudable valor para los seguidores de esa estrella fugaz llamada Janis Lynn Joplin fallecida pocos meses después de la conclusión del Festival Express. Pocas señales de deterioro físico y sobre todo anímico muestra la cantante y compositora texana al reparar en el contenido de este documental tutelado tras las cámaras por Bob Smeaton. Más bien Joplin se siente «hermanada» con aquel espíritu comunitario que reinaba en aquel tren de alta velocidad que cubrió buena parte de la red ferroviaria de Canadá, desde el arranque en Toronto hasta Calgary con una parada «imprevista» en el itinerario marcado por los organizadores. Sería la que se produjo en Saskattont, bajándose del express multitud de músicos con el objetivo de reponer las bebidas, inexistentes una vez cubierto algo más del ecuador del trayecto. La propia Joplin, acompañada por el frontman de los Grateful Dead Jerry García sobre los escenarios de Calgary, se mostraba exultante al haber recibido como regalo una botella de tequila en el curso de una noche en que resonaría su característico aullido vocal con ecos de blues. Un territorio abonado a otros de los viajeros del Festival Express, Buddy Guy, quien transcurridos más de treinta años desde aquel evento, no podía borrar de su memoria el haber compartido una experiencia de tal calibre junto a Joplin, los Grateful Dead o The Flying Burrito Brothers, entre otros, aunque ello comportara que no pudiese conciliar el sueño más de una hora en el interior de esos vagones aromatizados de marihuana. Por el contrario, al ser considerados conforme a un emblema nacional, los canadienses The Band quedaron confinados en uno de los vagones, a resguardo de la posibilidad que el sueño roto y un exceso etílico propiciara una deficiente actuación sobre los escenarios. La ejecución de los temas “Slippin’ & Sliddin”, “The Weight” y “I Shall Be Released” muestran el poderío de un quinteto de músicos Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y el «capitán» Robbie Robertson— a los que les aguardaba al final de esa década un concierto-homenaje de despedida que se situaría entre lo más granado de los documentales sobre música: The Last Waltz (1978). Su director, Martin Scorsese, había ganado experiencia en esta especialidad del documental precisamente como miembro del  equipo de montadores de Woodstock (1970), abonado a una tarea ingente a tenor de las centenares de horas de grabación que se quedarían fuera del montaje final. Por lo que atañe al Festival Express, Bob Smeaton y su equipo barajaron incluir en el final cut actuaciones de Traffic, pero por cuestiones de derechos quedaron fuera de esta valiosa pieza documental cuya puesta de largo en el estado español corrió a cargo del Festival In-edit en octubre de 2003, solo un mes después que pudiera verse por primera vez en la ciudad que vio arrancar el 27 de junio de 1970 ese tren trufado de figuras del blues, del rock y del folk contratados por la empresa de Eddie Kramer, un promotor que no dudó en propinar un puñetazo al alcalde de Calgary cuando éste dio la orden que el concierto a celebrar en su ciudad sería gratuito. Si hubiese sido de esta forma, el descalabro financiero estaba servido. Con su acción pugilística, salvaría algunos de los muebles. Con todo, la experiencia valió la pena y en un acto de fe Walker expresa a cámara que volvería a repetirla, pero haciendo algunos cambios.

domingo, 26 de abril de 2020

EN EL FILO DE LA DUDA: LA GÉNESIS DE LA PANDEMIA DEL COVID-19

No han sido pocas las veces en las noches de vigilia de esta primavera en que me he despertado dando vueltas una y otra vez sobre el porqué la humanidad se enfrenta a una de las mayores crisis sanitarias, financieras, económicas y sociales, cuanto menos, desde hace una centuria. La mecha se prendió a finales del pasado año en Wuhan, la capital de Hubei —una de las regiones más prósperas de la China continental— y en una franja temporal de unos meses aproximadamente unos doscientos países la expansión del SARSCOV-2 ó COVID-19 ha condicionado, hasta nueva orden, la vida de centenares de millones de habitantes del planeta Tierra. Lo paradójico del caso es que la pandemia de la COVID-19 no comporta per se daños materiales en cuanto a la estructura de edificios, de plazas, de parques, de mercados, de fábricas, en definitiva, de todo aquello que el progreso de la civilización nos ha reportado en el curso de miles de años. El «enemigo invisible» que profetizaba Bill Gates el creador de Microsoft reciclado a filántropo— en una conferencia que tuvo lugar en 2015 ha cobrado un impulso difícilmente imaginable, adoptando la forma propia de un grupo de virus, los reovirus, con una característica envoltura icosaédrica formada por tres tipos de proteínas. Bien es cierto que una gran mayoría de mis conciudadanos las necesidades, cuando no urgencias de los días del confinamiento, neutraliza cualquier amago de razonar en torno al origen de la pandemia. Resulta más fácil colocar la lupa en la gestión de nuestra clase política sin mirar más allá porque, al fin y al cabo, lo demás puede resultar un ejercicio fútil. Sin renunciar a semejante escrutinio diario, aunque evitando en la medida de lo posible socavar el equilibrio mental y emocional de un servidor, he tratado estos días de buscar respuestas al porqué de la situación creada, confrontando lecturas de textos científicos (entre otros, algunos manejados durante mi época de estudiante de Ciencias Biológicas) y visionados de reportajes o documentos que circulan por la red con el filtro incorporado para saber discernir el grano de la paja. 
    A estas alturas, si hay una certeza incuestionable es que el epicentro de la pandemia se sitúa en Wuhan. Si echamos mano de términos detectivescos, deviene imprescindible conocer la huella del crimen. Si para resolver el caso de un asesinato la criminología moderna ha encontrado un aliado de excepción en el ADN (ácido desoxirribonucleico) en este caso que nos ocupa se trata del ARN (ácido ribonucleico), la estructura molecular contenida en el interior de la cubierta proteica del COVID-19. Al tratarse de un microorganismo, la complejidad de su estructura capaz de replicarse una vez penetra en el interior de la célula humana se reduce a una escala infinitesimal (30.000 bases distribuidas en un total de 15 genes) si la comparamos con los 3.000.000 millones de bases que conforman nuestro ADN, a razón de unos 30.000 genes. Por consiguiente, la secuenciación del genoma del coronavirus COVID-19 se encuentra al alcance de infinidad de laboratorios de biología molecular. Prosiguiendo con el símil detectivesco, cuando saltó la noticia de los primeros casos registrados, según fuentes gubernamentales chinas, en Wuhan en enero de 2020, detrás del espejo estaba convocado, en primera instancia, uno de los sospechos habituales: el murciélago. A fecha de hoy, existen unas mil especies censadas del único mamífero con capacidad para volar. Algunas de estas especies de quitópteros que se encuentran en complejos de cuevas situadas en distintos puntos de la geografía de la República China algunas de muy difícil acceso— son “viejas conocidas” de los investigadores del Centro de Laboratorio de Wuhan, que acredita un nivel de bioseguridad P4, el más alto existente a nivel planetario. De ese complejo diríase que pensado cuál fortificación militar tuve conocimiento de la distribución de sus distintas (sub)áreas a través del programa «La estirpe de los libres» que comanda Iker Jiménez y que cobra realidad en los tiempos de confinamiento en la plataforma de internet. Guiado por un similar espíritu al de un servidor porque salga a la luz la verdad de lo ocurrido en el último trimestre de 2019 en la capital de Hubei, Jiménez, entre los múltiples datos aportados en su programa fruto de una labor de investigación encomiable por parte de su equipo y/o de colaboradores eventuales (entre los que figuran epidemiólogos de reconocido prestigio) hay uno que me llamó poderosamente la atención y que ha quedado silenciado o en penumbra para la inmensa mayoría de medios de comunación. Cerca del mercado húmedo de Wuhan donde al parecer se localizó al «paciente 1», a unos doscientos cincuenta metros se localiza un edificio consagrado a la investigación con microorganismos que preserva una cierta independencia en relación al referido Laboratorio Central localizado a unos veinte kilómetros de la «zona cero». El edificio en cuestión fue levantado muchos años después de la existencia del mercado de marras. Casi como un escalofrio me sobrevino el pensamiento que aquel edificio con apariencia de agencia de viajes o de panel de oficinas vinculadas al negocio inmobiliario (el enfoque de Google Maps ofrece una imagen nítida del mismo) podría tener una función similar a la fábrica textil que sirve de tapadera para encubrir la realidad que se esconde una vez traspasada una puerta que se abre merced a un dispositivo hidráculo en Plan diabólico (1966), una de las piezas maestras dirigida por John Frankenheimer. En contraste con el core business que compete a la organización secreta en la trama cinematográfica nacida de una novela corta de David Ely, el edificio que alberga a un nutrido número de investigadores del mundo de la ciencia encierra uno de los secretos mejor guardados de los últimos tiempos, aquel que aún a día de hoy nos sigue planteando la disyuntiva de si uno de sus residentes (ya sea por negligencia o por otra consideración que se nos escapa) fue un hipotético «paciente 1» que no llegó a pasar por el mercado de Wuhan o bien entre las muestras recogidas por las autoridades chinas así lo certifica documentalmente el programa «La estirpe de los libres»— antes que se borraran las mismas justificando la necesidad de desinfectar la zona, el COVID-19 ya estaba presente en el mercado, siendo el animal-vector de la transmisión de murciélago a humano presumiblemente la civeta o el pangolín. Aún más escalofriante resulta conocer que la secuencia genómica del coronavirus que se encuentra, a modo de reservorio, en el Rhinolupus affinis una de las especies de murciélago cuya morfología nos remite a un ser vivo surgido del Averno— estudiada en los susodichos laboratorios de Wuhan coincide en cerca de un noventa por ciento con la primera cepa del COVID-19. En esta compleja ecuación queda todavía por despejar si ha habido una recombinación natural o ha sido una recombinación inducida en el laboratorio, presumiblemente al trabajar con el SARS-COV-2  y el VIH o virus de la SIDA, cuya proteína S (localizada en la estructura proteíca en forma de bastón característica de los coronavirus) es clave para entender el mecanismo de infección que se lleva a cabo en el interior de las células humanas. De esta segunda hipótesis es partidario el premio Nobel Luc Montagnier por ser uno de los descubridores del VIH. De todo el proceso que se llevó a cabo para su investigación, no exento de polémica, se ocupa la tvmovie de la HBO And the Band Played On (1993), en la que el propio Motagnier toma protagonismo, adoptando para la ocasión las facciones del actor Patrick Bauchau. En virtud del éxito cosechado por Philadelphia (1993), otro film que aborda el tema del SIDA pero desde una perspectiva distinta, And the Band Played On entró a formar parte de la cartelera de nuestro país bajo el título En el filo de la duda. Un título más propio de una intriga criminal que bien podría servir de cara a uno de los primeros capítulos relativos a la particular historia que lleva camino de cambiar nuestras vidas, cuento menos, al corto y medio plazo.  




domingo, 29 de marzo de 2020

«ALMAS Y CUERPOS» (1980), de David Lodge: LAS CHICAS (Y LOS CHICOS) DEL CALENDARIO

Debo confesar que la lectura de Un hombre con atributos (2011), publicada el año pasado por el sello Impedimenta, me dejó un tanto descolocado y, a la par, intrigado. A la conclusión de la misma no parecía dar crédito que su autor, David Lodge (n. 1935), abordara una suerte de biografía sobre H(erbert) G(eorge) Wells (1886-1946) centrado en aspectos que competen a su sexualidad, ya bien sea dentro o fuera del matrimonio, sin menoscabo a detallar cuestiones relativas a su prolífica obra literaria. Por ello, al conocer a principios de este 2020, que pasará a los anales por «paralizar» al mundo verbigracia de un virus (bautizado con el nombre COVID-19) —como si se tratara de un relato de fantaciencia servido por el ingenuo de H. G. Wells— de la publicación por parte de la misma editorial de otra novela cortesía de David Lodge decidí de inmediato emprender su lectura. A pesar que la distancia temporal entre ambas piezas literarias es considerable casi treinta años, Lodge ya deja constancia en How Far Can You Go? una cierta comodidad a la hora de recrear esos espacios de intimidad, en que la sexualidad adopta prismas muy distintos. Por regla general, Impedimenta respeta el título original de cada una de las obras que jalonan su primoroso catálogo, pero la expresión en interrogativa formulada en el título de la cuarta de las novelas de Lodge ha sido modificado (creo que con buen criterio) por el título Almas y cuerpos, quizás teniendo en mente el escueto título de Hijos y amantes, de D. H. Lawrence, un autor al que se hace referencia en el presente libro sobre todo en relación a una de sus piezas más controvertidas, Los amantes de Lady Chaterley. Ésta deviene una de las «balizas» léase piezas literarias (además de una de las Opus magna de Lawrence, relatos de Graham Greene), obras cinematográficas (La ronde de Max Ohüls o el clásico del cine erótico Garganta profunda) o grupos musicales (los Beatles)—que coloca Lodge de manera estratégica en las páginas del libro de cara a ir tejiendo un relato de fuerte calado sociológico que sirve de telón de fondo a la hora de reseguir las vidas de Polly, Dennis, Ruth, Angela, Adrian, Violet y Miles. Estos son los «cuerpos» de un relato que parte de un tronco común una educación religiosa afín a la doctrina católica, a imagen y semejanza de la que había conocido en primera persona el propio Lodge en su Inglaterra natal— y que va adoptando «almas» disímiles con el curso de los años. Tantas «almas» como personajes principales recorren una pieza literaria en la que Lodge exhibe una caligrafía precisa y, a la par, elegante, que encuentra en el pasaje presto a describir la tragedia que asola al matrimonio formado por Angela y Dennis, uno de esos instantes en que el corazón del lector tiende a encogerse. Un episodio localizado una vez superado el ecuador del libro que puede coger al lector con la guardia baja, dejando al descubierto una tragedia familiar con ribetes de melodrama. Esa misma guardia baja que valdría para definir el estado en que Dennis se encontraba cuando tuvo conocimiento que su hija Nicole padece el síndrome de Down —en aquellos años sesenta se la conocía por el término «mongolismo»— y su reacción al corto plazo es la de alejamiento y culpabilidad. Presumiblemente, la historia de Angela y Dennis hubiese valido para ser el eje de una novela con tintes folletinescos, en que uno de sus episodios finales razona sobre la infidelidad y la posterior reconciliación de la pareja, pero Lodge prefirió armar una historia coral que explora en los sentimientos más recónditos del alma de un grupo de jóvenes que conviven con sus propias dudas, contradicciones en relación a una fe que les había sido impuesta desde temprana edad en aras a una tradición religiosa que tiene en el aborto uno de sus principales caballos de batalla. Así pues, en esa dicotomía entre las creencias religiosas y la necesidad de adaptación a los nuevos tiempos la liberación sexual situada como uno de los elementos que vertebran la realidad sociológica de los años sesenta— discurre esta pieza literaria manufactura con conocimiento de causa por parte de su autor, a quien le aguardaba en el amanecer de los años ochenta un horizonte profesional surtido de novelas en que la fina línea que separa lo real de la ficción deviene en su caso más aún si cabe imperceptible. A la espera de regresar pronto sobre su obra rescato, al vuelo, algún que otro párrafo de Almas y cuerpos con carga de profundidad: «No tiene nada de raro que los sacerdotes quieran casarse, ¿verdad? En los viejos tiempos, por lo menos creían que iban a ir al cielo antes que los demás, que pasarían menos tiempo en el purgatorio. Renunciaban a los placeres de este mundo para obtener una recompensa en el siguiente. Dios les ponía una medalla en el pecho. Ese era el sistema que usaban para fomentar las vocaciones religiosas en el colegio. Ahora que todo se considera mitología, los sacerdotes deben de preguntarse a cambio de qué han renunciado al sexo». En virtud de lo desvelado desde que apareciera en el mercado editorial la cuarta novela de Lodge, siguiendo el dictado de su título original, ¿cuán lejos han ido una parte significativa de los representantes del clero a la hora de dar rienda suelta a sus deseos carnales? Una cuestión, la de la pederastria, que podría ser abordada en una hipotética segunda parte de Almas y cuerpos que transcurriera entre el periodo de Juan Pablo I y el de Papa Francisco al frente de la curia vaticana. 

jueves, 5 de marzo de 2020

LA CIUDAD DE CRISTAL» (2020), de Isabel Greenberg: EL UNIVERSO ILUSTRADO DE LOS HERMANOS BRONTË

Entre editoriales que operan desde un agudo sentido de la ética suele establecerse un pacto tácito de respetar, en la medida de lo posible, que un autor/a quede vinculado a un determinado sello. No es menos cierto que Impedimenta, a los largo de sus más de una docena de años de existencia, ha hecho bandera de su anglofilia, sin menoscabo a ir sembrando su catálogo de piezas literarias provenientes del continente europeo, de Sudamérica, Centroamérica, los Estados Unidos, Canadá y Australia, entre otros espacios de la geografía mundial. Una bandera, la de la anglofilia, que corre pareja a dar voz –quizás más que ningún otro sello, dejando al margen aquellos que practican sistemáticamente la discriminación positiva a favor de un determinado género identitario—a escritoras con mayúsculas. En esta tesitura, tarde o temprano debían ganar presencia en el excelso catálogo de Impedimenta las hermanas oriundas de Yorkshire que en cierta manera marcaron el camino a seguir a escritoras pertenecientes a generaciones venideras. Bien es cierto que las obras más relevantes de las Brontë han sido publicadas por distintos sellos con mención especial al desempeño profesional de Alba Editorial y Mondadori dentro de su desafortunadamente desaparecida colección consagrada a los clásicos. Asimismo, cabe destacar que algunas de las obras de adolescencia y de juventud de las hermanas Brontë se han dado por desaparecidas, estrechando de esta forma aún más si sabe el margen de maniobra para que Impedimenta contemplara en algún momento de su historia la recuperación de textos que llevaran la rúbrica indistintamente de Charlotte (1816-1865), Emily (1818-1848), Anne (182’-1849) e incluso del único hermano, Brandell Brontë (1817-1848). Llegados a este punto, presumo que devino providencial la propuesta formulada por Isabel Greenberg al sello inglés Jonathan Cape y a Impedimenta operando en ámbitos geográficos y lenguas distintas para publicar un libro ilustrado que cubriera uno de los aspectos más desconocidos de los Brontë, aquel centrado en la construcción de un mundo imaginario que responde al genérico «Glass Town». Al tirar del hilo de ese universo nacido a partir del regalo que hizo el patriarca Patrick Brontë —una docena de soldaditos— en diciembre de 1826 a sus vástagos, encontramos algunos de los elementos que, años más tarde, contribuyeron a configurar relatos como Cumbres borrascosas, Jane Eyre o La dama de Widfell. De ahí la importancia que cobra el volumen La ciudad de cristal, desplegando a lo largo de sus doscientas veinticinco páginas una aproximación a ese espacio tan poco transitado en cuanto a ediciones en papel pero también a nivel cinematográfico –pienso en la propuesta llevada a cabo por André Techiné a finales de los años setenta, en que el foco temporal se sitúa cuando los hermanos Brontë se sitúan en la franja de la mayoría de edad, aunque ninguno de ellos alcanzó los cuarenta años (Charlotte se quedó a las puertas)— hasta la fecha. Vestida con los colores propios esa época o la idea que podemos extraer de los mismos a través de los daguerrotipos, lienzos o cuadros que aún se siguen conservando, con predominios de los tonos terrosos y azules que contrastan con los que podemos observar al mirar al cielo en un día soleado, la obra Isabel Greenberg expresa a cada página que pasamos la noción de (rei)vindicación del legado de los Brontë y, al mismo tiempo, sirve a la causa para ir sumando potenciales lectores en prosa y en verso. Se trata de uno de los principios activos en esa «casa Madre» de la excelencia, del buen gusto como deviene Impedimenta, aquella de índole educativo/formativo capaz de no descuidar la necesidad de atraer la atención de lectores entre los más jóvenes, una vez liberados, ni que sea por unas horas de asueto durante la semana, de las garras de una tecnología que todo lo puede. Si es así, con la nueva propuesta de Impedimenta para el primer trimestre de 2020 coincidiendo con el doscientos aniversario del nacimiento de Anne Brontë, relegada a la sombra de sus hermanas mayores Emily y Charlotte— podemos penetrar en el país imaginario de Glass Town, al que le saldría la competencia de Angria y Gondal. En los mismos Charlotte, Branwell, Emily y Anne encontrarían en los dominios del monte Atos sus avatares en Tallis, Brannio, Emmio y Annio, respectivamente. Meses antes de fallecer Branwell y Emily en 1847, cesó la actividad de la «ciudad de cristal». Charlotte Brontë, la autora de Jane Eyre, pasó los últimos seis años de su vida sin la compañía de la totalidad de sus hermanos. Ella protagoniza las últimas páginas de esta preciosa obra ilustrada antes de ceder el testigo a un epílogo manuscrito, invitación expresa a seguir alimentando el interés por los Brontë, ya en su formato de piezas literarias que siguen ganando terreno a la inmortalidad.   

sábado, 29 de febrero de 2020

«LOS EJÉRCITOS DE LA NOCHE» (1968), de Norman Mailer: CONFESIONES DE UN ANTIMILITARISTA

Mi primera cita con la literatura de Norman Mailer (1923-2007) fue a los veintiún años con la novela que le granjeó el Premio Pulitzer, La canción del verdugo (1979). No recuerdo con exactitud si el interés por la voluminosa obra de Mailer surgió a raíz de haber visto la película para televisión –curiosamente, se programó en la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya por aquel entonces con sede en la Travesera de Gràcia— protagonizada por Tommy Lee Jones o porque ya tenía en lista de espera abordar la lectura de autores que computaban en lo más alto del ránking de novelistas y ensayistas contemporáneos del ámbito anglosajón. Sea como fuere, quedé atrapado en la lectura de una obra próxima a las seiscientas páginas con un cuerpo de letra pequeño para los estándares manjeados por la editorial que lo había publicado, el sello Anagrama, en su colección Panorama de Narrativas. Presumiblemente, debido a que Tommy Lee Jones —dicho sea de paso, compañero de instituto de Bill Clinton— aún no había alcanzado la popularidad que le convirtió en uno de los actores estadounidenses mejor pagados a finales del siglo pasado, Anagrama desestimó que su imagen —la correspondiente al sociópata Gary Gilmore—luciera en la portada de la edición de La canción del verdugo, y optaran por reproducir una ilustración a cargo de Marshall Arisman que había sido utilizada para un número de la edición de la revista Playboy en que se puede leer un extracto de una de las Opus magna de Mailer. En relación a la contraportada, además de un briefing de la novela de marras, encontramos subrayados de las reseñas críticas aparecidas en magazines o periódicos de los Estados Unidos, una de las cuales lleva la rúbrica de Walter Karp (1934-1989). Fallecido prematuramente a los cincuenta y cinco años de edad, Karp sentencia en su escrito para  Esquire: «Por fin, Mailer ha utilizado su tremenda fuerza narrativa, ese verdadero don divino, para lo que debía utilizarla: para contar una historia que no habla de él mismo». Sin duda, al escribir la preceptiva reseña para la prestigiosa revista neoyorquina Karp tuvo en mente, entre otros textos de Mailer, Los ejércitos de la noche (1968), en que el escritor de Nueva Jersey asume el protagonismo sin seudónimo que valga de una historia que pivota sobre el acontecimiento histórico vivido en las cercanías del Pentágono cuando decenas de miles de personas llevaron a cabo una marcha pacífica como acto de protesta por la Guerra del Vietnam. Para alguien como Karp especialmente interesado en las conexiones existentes entre el poder político y el militar —sobre las mismas escribió diversos ensayos—, las constantes referencias de Mailer a su realidad personal y familiar vertidas en el papel al calor de la escritura de The Armies of the Night debió generarle un sentimiento ambivalente al concluir la lectura de una obra que nada en distintas aguas genéricas, ya sea el ensayo periodístico, la autobiografía o el relato de cariz historicias. Desde la admiración que profeso por la obra de Mailer, un sentimiento parejo al que hubiese podido experimentar Karp se manifiesta en mi persona al pasar la última página la número 391, amén de La canción del verdugo, bastante por debajo de los que comprende su opera prima Los desnudos y los muertos (1948) y a infinita distancia de El fantasma de Harlot (1991), cuya lectura ha quedado aparcada sine die— de Los ejércitos de la noche, en su edición de enero de 2020 para la Colección Compactos de Anagrama. Motivos sencillos la imagen en blanco y negro recortada de un hippie sosteniendo una flora de grandes dimensiones: todo un símbolo del flower power computan en la portada de tonos azulados de un volumen que representa una muestra del magisterio de Mailer en su condición de privilegiada pluma, aquella capaz de sacar punta hasta el más nimio incidente o detalle extraído de la cotidianidad y transformarla en una bella expresión léase párrafo, frase o verso— arbolado de ingenio, inteligencia y un sentido del humor no exento de espinas en sus bordes. Ciertamente, Mailer hizo del combate contra el stablishment uno de sus credos, dejando constancia escrita en Los ejércitos de la noche que su militancia pacifista debía tener un cierto grado de exposición aun a riesgo de ser detenido por los marshals que custodiaban el Pentágono símbolo del poder militar hermanado con las instituciones políticas— y pasar unas (interminables) horas por la cárcel antes de ser devuelto a la vida civil. De aquella experiencias kafkiana vivida en una celda descrita con una capacidad de detalle abrumadora a veces, excesivamente abrumadora— Mailer tomaría buena nota a la hora de ir consolidando los fundamentos de una historia bigger than life, la que convirtió a Gary Gilmore en una de sus criaturas literarias más fascinantes y, al mismo tiempo, controvertidas. Años antes, Mailer había sido diseccionado por Mailer en una propuesta literaria de indudable valor historicista que anticipaba, en cierta medida, su disposición a escribir resiguiendo el itinerario marcado por su coetáneo Truman Capote en A sangre fría (1965)— una obra que transcurre, en buena parte, tras los muros de una prisión federal de los Estados Unidos. La canción del verdugo, pues, empezada a resonar en los oídos de aquel «joven» de cuarenta y cuatro años que, en un arranque de bravura, marchó hacia el Pentágono con la doble función de observador y militante progresista que abjuraba de la política de Lyndon B. Johnson, a quien colocaría en la diana de sus aceradas crítica en una obra más que certera para entender la Historia de los Estados Unidos del segundo tercio del siglo XX desde el prisma de un privilegiado intelectual «de izquierdas» norteamericano de la condición humana.