domingo, 5 de diciembre de 2021

«LEM. UNA VIDA QUE NO ES DE ESTE MUNDO» (2017) de Wojciech Orliński: UNA BIOGRAFÍA ATÍPICA Y SINGULAR, EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DEL GENIO POLACO


En mis años de adolescencia Stanislaw Lem (1921-2006) no era un nombre que me resultara desconocido merced a que algunos de sus títulos —traducidos al español dentro de la colección de libros de bolsillo del sello Bruguera dedicados a la sci-fi— formaban parte del “paisaje” del inmueble de uno de mis mejores amigos, Álex Carrilero. Al igual que Álex, Wojciech Orliński (n. 1969) fue un lector precoz de Stanislaw Lem cumpliendo idéntica premisa que mi amigo, esto es, tener acceso a una biblioteca familiar donde se podían encontrar varios volúmenes del genio polaco. Con este background de largo recorrido no debería extrañar que Orliński, a sus cuarenta y ocho años, diera acomodo a la biografía sobre uno de los más grandes pensadores del siglo XX —superada la etiqueta de
«escritor de ciencia-ficción»— con marchamo de convertirse en una obra de referencia de consulta obligada para quienes sientan atracción por una figura como la de Stanislaw Lem. Desde hace tiempo, el sello Impedimenta, que en la década pasada se había aplicado a la hora de relanzar la obra de Lem con los cánones de calidad a las que nos tiene acostumbrados el sello madrileño —incluidas las traducciones partiendo del idioma nativo y no de traducciones «interpuestas» del inglés o del francés—, se reservaba para la publicación de Lem. Una vida que no es de este mundo (2021) coincidiendo con el cumplimiento del centenario del nacimiento del escritor oriundo de la extinta Leópolis. A Bárbara Gil se la asignó la compleja labor de traducción de la obra de Orliński, que contiene algunas “licencias” en forma de comentarios que apelan a sus gustos o preferencias personales, y en especial, la minuciosa descripción que hace del encuentro con su idolatrado escritor ya en pleno declive creativo motivado por distintos factores. Entre éstos cabe anotar sus problemas de salud —en 1976 y en 1985 estuvo en el frontispicio de la muerte por distintas dolencias pero con el denominador común de sufrir infecciones—, entre las que computa la fiebre del heno (no en vano, el título de una de sus novelas de los años sesenta, abordada en clave de intriga detectivesca); las cuestiones de índole política relativas al régimen comunista de la República polaca —se instaló en Austria durante algunos años de la década de los ochenta—, y la eliminación de la precariedad económica, un factor que había contribuido a agudizar su intelecto al punto de escribir de manera convulsiva, contabilizándose en semanas el tiempo que tardaba en generar una novela como Solaris (1961). A propósito de la pieza literaria con la que presumiblemente se asocia al nombre de Stanislaw Lem para el común de los mortales con inquietudes culturales —con cierta inclinación sobre todo al binomio «cine-literatura»—, la biografía en cuestión dedicada un considerable espacio a recrear el encuentro entre Lem y Andréi Tarkowski, en que el cineasta ruso salió con el semblante un tanto desencajado y pudo comprobar que el escritor polaco no era precisamente un dechado de diplomacia. Entre las muchas sorpresas que depara Lem. Una vida que no es de este mundo encontramos que el biografiado nunca llegó a completar el visionado de Solaris (1971) —apagó el televisor al poco de empezar— y, en cambio, se mostró un tanto condescendiente con la adaptación cinematográfica a cargo de Steven Soderbergh a principios del nuevo milenio. Botón de muestra de algunas de las actitudes adoptadas por Lem que mueven al desconcierto y que reafirman su carácter singular, el propio de un escritor self made man cuya adolescencia y juventud estuvo marcada por la sombra alargada del nazismo cuando el régimen nacionalsocialista instaurado por Adolf Hitler invadió Polonia. Orliński reconstruye aquel periodo desconfiando del testimonio propio de Lem —por ejemplo, las fechas bailaban en función de quién era su interlocutor—, en una apuesta decidida por ceñirse a la realidad de los hechos en un desempeño antológico a nivel de documentación con infinidad de consultas de diarios, revistas y testimonios de aquella época.
    La rúbrica a este espléndido trabajo biográfico lo pone un índice analítico entre cuyos centenares de entradas cabe destacar las correspondientes a Barbara Lem, la fiel esposa del escritor —con quien contrajo matrimonio en 1953 y le acompañó hasta sus últimos días—, a su hijo Tomasz Lem –algo mayor que Orliński y coetáneo de Álex y un servidor--, consagrado a mantener la llama de su figura paterna a través de las continuas revisiones y traducciones de su obra, y a varios de los intelectuales y/o científicos que formaban parte de su círculo de amistades —Jan Jósef Szszepaviski, Slawomir Mrozek y Jan Bloński, entre otros— con los que mantuvo una compulsiva relación epistolar. De aquella correspondencia se hace eco la biografía de Orlíński al reproducir fragmentos de cartas que contribuyen a reconstruir de una manera certera una vida que cubre cuatro quintas partes del siglo XX y que condensa en unas pocas páginas los últimos seis años de su existencia, ya carcomido por una frágil salud y acentuado su carácter vehemente, propio de alguien que no reconocía en internet un ideal de progreso, de conquista del intelecto del ser humano. Más bien lo evaluaba conforme a un peligro, toda una ironía para quien había vaticinado —sin proponérselo— la existencia de un mecanismo similar de comunicación entre los seres humanos en La nebulosa de Magallanes (1955), publicada en la antesala de experimentar el reconocimiento a nivel mundial, plenamente refrendado a lo largo de la siguiente década, en la que podríamos colegir la «edad de oro» de la obra de un pensador que tuvo una vida que no es de este mundoWojciech Orliński dixit.

martes, 9 de noviembre de 2021

«EL PROFESOR A. DOŃDA» (1974) de Stanislaw Lem: EL GENIO POLACO EN LA FRONTERA DEL «TEATRO DEL ABSURDO»

 

La obra traducida en lengua castellana de Stanislaw Lem (1921-2006) había permanecido un tanto dispersa en distintas colecciones de otras tantas editoriales hasta que a principios de la década pasada el sello Impedimenta anduvo resuelto a colocar la primera piedra cara una «Biblioteca Lem» habitada de piezas inéditas y reediciones de relatos y novelas con la particularidad que sus respectivas traducciones se han hecho directamente del polaco. Coincidiendo con el cumplimiento del natalicio del prolífico escritor polaco Impedimenta ha reservado el último trimestre de 2021 para dar acomodo en su exquisito catálogo, amén de la enésima reedición de Solaris (1961), a uno de sus relatos cortos El profesor A. Dońda (1974)— y a una biografía elaborada por Wojciech Orlińsky con un título Una vida que no es de este mundo (2021) suficientemente explícito en relación a su condición de una de las mentes más brillantes surgidas al inicio del siglo XXI. Al respecto, cara a la estrategia editorial pergeñada por Impedimenta sirve de “aperitivo” en este año conmemorativo del nacimiento de Lem El profesor A. Dońda, inédita por estos pagos hasta la fecha en que se nos muestra a un autor que no quiso poner freno léase (auto)limitaciones— a un humor que parece darse la mano con el «teatro del absurdo» auspiciado por Samuel Becket y Eugène Ionesco con sus propias singularidades. De algún modo, la publicación de El profesor A. Dońda gana en importancia a la hora de evaluar la amplitud de registros estilísticos y de tono a los que se encomendó Lem, jugando al “despiste” tan propio de aquellos artistas “militantes” de la ortodoxia, prestos a dinamitar espacios socorridos por los tópicos y/o las fórmulas trilladas. Fruto de su desbordante imaginación, Stanislaw Lem abrió un paréntesis en su quehacer de novelista para ofrecer a los lectores una pequeña obra que adopta el punto de vista a efectos de narrador— de Ijon Tijy para ir desgranando aspectos de la «vida y obra» del personaje epónimo. La biografía inherente a Dońda marca las pautas de la naturaleza de un relato que cuenta para la presente edición con un prólogo a cargo de Patricio Pron, pórtico de entrada a una pieza de extravagante atractivo, situada en el frontispicio de un humor que no nos debe distraer de la importancia de su carga de profundidad en forma de carácter visionario. En aquel lejano, cuando no remoto 1974, Lem ya vaticinaba la necesidad de un certificado de vacunación para poder desplazarse por un mundo cada vez más intercomunicado y sobre todo en pleno proceso de «minituarización» de un caudal de información medida en terabytes, al punto que Dońda –catedrático de Svaunética en la Universidad de Kulahari, en la república africana de Lambia— hace suya la expresión-reflexión «La computarización le retorcerá el cuello a la civilización, pero eso sí, con suavidad». Así pues, por la vía humorística coaligada con el absurdo, Stanislaw Lem dio carta de naturaleza a un relato breve que coloca en el disparadero la deriva tecnológica a la que parecía abocada nuestra civilización próximo a traspasar el ecuador de la década de los setenta y que el paso del tiempo ha venido a refrendar una vez cubierta la quinta parte del siglo XXI. Para tal menester el relato salta del continente africano al europeo y viceversa, en virtud del itinerario seguido por Dońda, cuyo nombre de pila –el de Affaidaid— se debe a un fallo administrativo, al más puro estilo Brazil (1985), la fábula cinematográfica pergeñada a partir de un libreto de Tom Stoppard, Charles McEwon y su director, Terry Gilliam. Quién sabe si Gilliam tuvo presente el contenido de El profesor A. Dońda cara a filtrar en su guion algunas de las “genialidades” de Lem, pero no extrañaría por lo que concierne a un lector compulsivo –entre otras especialidades, la ciencia-ficción especulativa y/o con resabios metafísicos— como el cineasta norteamericano vinculado temporalmente a la troupe de los Monty Python. Asimismo, imagino a Gilliam dibujando su otra faceta artística más relevante— distintas viñetas de las hijas de Muwahi Tabuhine que, una vez consumados sus respectivos matrimonios, en su conjunto, tejen una malla de conexiones entre los poderes fácticos de la nación de Gurundangu, limítrofe con Lambia donde imparte cátedra el bueno de Dońda. En última instancia, a él se debe una ley que cursa en sentido contrario a un progreso tecnológico desbocado en que la información tiene masa y tiende a ser convertida en materia. Razonamiento relativo a la ciencia marca de la casa de Lem, que combina con una diatriba en contra de gobiernos que institucionalizan el soborno al punto de crear un Banco de la Corrupción con el objetivo de ofrecer créditos a empresarios y demás personal para semejantes prácticas. En el otro extremo del cuadro opera Dońda, quien en su exilio selvático trata de dar forma a un tratado que, según Ijon, marcará un nuevo hito de una civilización que necesariamente requiere «reinventarse» sopena de quedar devorada por su propia ambición anexionada al servilismo de una tecnología que no parece tener fin.  

sábado, 9 de octubre de 2021

«LOS ANILLOS DE SATURNO» (1995) de W. G. Sebald: UN VIAJE A TRAVÉS DE LOS TIEMPOS

 

Mientras conocía la noticia en el día de ayer que Abdulrazak Gurnah (n. 1948) había sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura me enfrentaba a la lectura de la últimas páginas de Los anillos de Saturno (1995), un título que merced a una asociación de ideas instantánea podríamos tener la tentación de colocar en las estanterías reservadas a la ciencia-ficción y a la fantaciencia, con un autor “identificado” con las iniciales de sus nombres de pila, algo nada infrecuente dentro de la infinita lista de escritores que han frecuentado este género literario. De hecho, W(infried) G(eorge) Sebald (1944-2001), el autor de la novela cuyo título deviene susceptible de prestarse a equívocos cara a una eventual clasificación, hubiese podido ser uno de los escritores adscritos a la geografía británica que precedieran a Gumah en la obtención de la máxima distinción cuanto menos, a efectos de repercusión mundial, pero su temprano fallecimiento a los cincuenta y siete años— truncó una carrera literaria y poética iniciada (tardíamente) a los cuarenta y cuatro años con su pieza bautismal Del Natural (1988). Al igual que Abdulrazak Gurnah, Sebald, en su condición de “exiliado voluntario”, practicó la docencia en la universidad inglesa. No obstante, a diferencia del escritor de origen tanzano, Sebald, residente en Inglaterra desde 1965 un año especialmente "explosivo" a nivel cultural y social— nunca abandonó su costumbre de escribir sus novelas y poemarios en su lengua materna, el alemán. Una postura que muestra hasta qué punto Sebald quiso cincelar una obra que preservara el matiz exacto de una prosa elaborada hasta la extenuación y con ello “sacrificara” presumiblemente una mayor proyección a nivel internacional vehiculada a través de su lengua de “adopción” y con la que se solía corregir en los ambientes universitarios donde impartía clases. En estos círculos intelectuales Sebald era reconocido como un escritor de una enorme talla, cuya progresión, lejos de detenerse, cobraba un nuevo impulso con la publicación de Austerlitz (2001), a juzgar por buena parte los coineusseurs de su obra su trabajo más redondo, en que vuelve a “invocar” al pasado a la hora de trazar un viaje que transita por un mar de sensaciones, algunas presididas por un sentimiento de melancolía sin menoscabo a preservar una orientación “memorística” sobre la historia de los antepasados del continente europeo. Intuyo que para aquella comunidad de profesores y estudiantes de la Universidad de Suffolk donde Sebald seguía impartiendo clases la noticia de su accidente de tráfico –al parecer, producto de un choque frontal con un camión--, del que salió ilesa su hija que le acompañaba, supuso un duro golpe desde el plano anímico. Una vez más, la noticia de una muerte mal que nos pese—sirvió de pórtico de entrada para que numerosas editoriales (con domicilios fiscales situadas más allá de los dominios de Gran Bretaña) mostraran interés en publicar las novelas de Sebald a título póstumo. Al dictado de esa “ley no escrita”, la muerte de un escritor parece avivar “el fuego del descubrimiento” entre buena parte de los editores, despertando una atención que seguramente en vida de Sebald hubiese tenido un valor, al menos, relativo. De tal suerte, el sello barcelonés Anagrama publicó en 2004 el poemario Del natural, en que aborda el tema de la supervivencia a través de las vicisitudes por las que pasan tres hombres. En plena “ofensiva” de Anagrama por dar a conocer la obra de Sebald entre los lectores salió al marcado Los anillos de Saturno dentro de la colección Panorama de Narrativas en noviembre de 2008. Más de una docena de años después, el contenido del texto de Sebald tiene acomodo dentro de la colección Compactos, igualmente con traducción a cargo de Carmen Gómez García, quien en su momento se había encontrado ante la disyuntiva de traducir las partes que el autor había escrito en inglés. Párrafos en su lengua “de adopción” que funcionan a modo de ráfagas, salpicando las mismas un texto escrito originalmente en alemán. Para alguien no familiarizado con la lengua de Milton la decisión de dejar sin traducción estas partes (mínimas, cabe decir, para un total de más de trescientas páginas) se me antoja discutible, pero no debería empañar la profunda sensación de asistir a un ejercicio literario sobre el que cuelga el peso de la historia que cruza continentes, viaja a través de tiempos remotos y más cercanos los propios de un siglo XX marcado a fuego por sus dos guerras mundiales, la última la que vio nacer al propio escritor— y del que aporta testimonio gráfico la presente edición. Un adorno visual que nada a favor del sentido historicista-memorístico de una novela acomodada con un impresionante dominio de la prosa no exento de giros poéticos que requiere de un alto grado de concentración por parte del lector a la hora de emprender un viaje a través de los tiempos en que lo biográfico y lo autobiográfico parecen ir de la mano. No cabe duda que esta primera toma de contacto con la obra de Sebald me lleva a anotar un título Austerlitz— en mi particular agenda de cara a futuras lecturas. Con toda probabilidad Austerlitz hubiese sido la llave maestra que abriría las puertas a su autor para la concesión de un Nobel de Literatura, siendo de esta forma un precedente de “británico asimilado” y de amplio recorrido en el campo de la docencia en la universidad al que referirse cuando estos días se está haciendo una semblanza de Abdulrazak Gurnah.         

 

martes, 31 de agosto de 2021

«LA DESAPARICIÓN DE ADÈLE BEDEAU» (2014), de GRAEME MacRAE BURNET: CITA EN SAINT LOUIS

 

«Todo es verdad pero nada es exacto»

Prólogo de Pedigrí (1948) de Georges Simenon

 

No son pocas las novelas que han favorecido a su culto la inclusión de un capítulo final o epílogo que por una serie de avatares editoriales fueron excluidos para su edición en algunos países en otra lengua o bien en la misma lengua primigenia. Cabe recordar, al respecto, lo acontecido con La naranja mecánica (1962) de Anthony Burgess o Picnic en Hanging Rock (1967) de Joan Lindsay, cuyo último capítulo —el XVIII— quedó excluida en su primera edición en lengua castellana a cargo del sello Impedimenta. La misma editorial ha considerado en tiempos de pandemia publicar La desaparición de Adèle Bedeau (2014) que contiene en su epílogo un motivo adicional para elevarlo a los altares de las obras de culto, provocando un inesperado giro que una simple búsqueda a través del navegador de internet deja patente el «juego» propuesto por su autor, Graeme MacRae Burnett (n. 1967). El mismo apunta hacia una ensoñación a la que suelo referirme con el término anglosajón «Walter Mitty idea» en que Raymond Burnet, hijo único oriundo de St, Louis y huérfano de padre al cumplir los diecisiete años llegó a confeccionar una pieza teatral que apenas fue representada sobre los escenarios y una obra literaria, La disaparition d’Adèle Bedeau que cursó en librerías a principios de los ochenta gracias al empeño de una modesta editorial. Al cabo, entra en escena Claude Chabrol (1930-2010), uno de los representantes de la nouvelle vague, quien descubre la novela en una tienda de viejo y decide adquirir los derechos de explotación cinematográfica por una módica cantidad. A finales de la década resuelve rodarla con Isabelle Adjani un valor en alza por aquel entonces entre su equipo artístico. Al visionar el film en la gran pantalla Raymond Burnett se muestra profundamente decepcionado, sobre todo por el tratamiento dado a Manfred Baumann. Personaje depresivo y poco sociable por naturaleza, Burnett decide echar el cierre a su vida en similares términos a cómo lo hace Baumann en su única novela. En este epílogo de pura ensoñación Graeme MacRae Burnet a buen seguro tuvo en mente a otro escritor con tres «nombres», John Kennedy Toole (1937-1969). Raymond Burnet y Kennedy Toole coinciden en una infancia y adolescencia marcada por el sentimiento de soledad, el poderoso ascendente maternal, el refugio de la lectura y de la escritura como válvula de escape y la dificultad por relacionarse con mujeres que abonaron el terreno de la homosexualidad, aunque sin resultar un diagnóstico concluyente. Empero, a Burnet y Kennedy Toole les diferencia que mientras el primero llegó a ver publicada en vida su única novela, al segundo su opera prima fue rechazada sistemáticamente por un buen puñado de editoriales a lo largo de los años 60. Tras su suicidio, la madre de John rescató el manuscrito y con el auxilio de un amigo de su hijo logró que en 1980 una editorial se interesara en publicarlo. Su título es bien conocido por el aficionado a la literatura: La conjura de los necios (1982). Seis años más tarde el cinematógrafo brindó una adaptación que contribuyó a seguir despertando interés por la novela seminal cara a nuevas generaciones.

     Hubiese sido estimulante contemplar en la gran pantalla una versión de La deaparición de Adèle Bedeau bajo la dirección del prolífico Claude Chabrol, quien a buen seguro hubiese consultado su particular Biblia, la Guía Michelin, para ver qué restaurantes obtenían mejor puntuación en Saint. Louis o Estrasburgo, y de paso tomar algunos apuntes (mentales) para la recreación de uno de los escenarios principales que se dan cita en la novela, el restaurant de La Cloche. Pero ese placer queda absolutamente fuera del alance de la realidad al saberse fallecido Chabrol en 2010, cuatro años que Graeme MacRae Burnet publicara a los cuarenta y seis años su primera novela, auténtica cátedra de aquella literatura que sabe perfilar una narración sin epatar al lector, decidido a contarnos una historia en que se cruza lo detectivesco, lo psicológico y el drama humano en un espacio temporal que nos retrotrae presumiblemente a los setenta u ochenta del siglo pasado. En este sentido, Graeme Macrae Burnet nos ofrece pocas pistas que tan solo la perspicacia del lector es capaz de resolver. En cierto sentido, se trata de una novela que nos recuerda lecturas de tiempos pretéritos en que los teléfonos móviles, las tablets y los ordenadores no se configuran en el espacio de una historia arbitrada bajo el concepto de coypcat, en que el inspector Gorski deviene el sabueso que debe desentrañar el autor responsable de la desaparición de la niña Adèle Bedeau y asimismo de una joven llamada Juliette Hurel cuyo cuerpo inerte encuentran flotando en el río Rin, en las inmediaciones de Saint Louis. Graeme Macrae Burnet consigue con ello una prodigiosa obra que atrapa hasta su desenlace final y para degustar en la hora del té o del café un bonus en forma de epílogo en que el autor de Un plan sangriento (también publicada por Impedimenta) nos obsequia con una «bufonada» complementada con la campaña promocional de la novedad editorial a cuenta de Impedimenta que incluye la difusión en redes sociales de un tráiler de un film… inexistente. Touché.  


domingo, 18 de julio de 2021

«EL GABINETE DE LOS OCULTISTAS» : El segundo caso de Julius Bentheim (2014) de Armin Öhri: EN LOS DOMINIOS DE UN ESCRITOR DE OTRA ÉPOCA

 

Entre las numerosas peculiaridades que adornan el catálogo de Impedimenta hasta la fecha, con la publicación de cerca de doscientas novelas y cuentos con alguna que otra excepción en forma de diccionario de exquisita subjetividad o atlas que versan sobre el reino animal y el vegetal— encontramos Armin Öhri (n. 1978), el primer escritor oriundo de Lietchenstein traducido al castellano, en concreto, con dos de sus obras, La musa oscura (2012) y El Gabinete de los Ocultistas (2014). Bien es cierto que el príncipe soberano de Lietchenstein desde 1989, Hans-Adam II, vio publicado hace unos años el ensayo multiventas El estado en el tercer Milenio (2009), pero en realidad el que sigue siendo una de las mayores fortunas de Europa nació en la vecina Suiza, allí donde reside Öhri desde hace tiempo, fiado a la idea que su condición de liechenstiano tan solo debería ser observada conforme a una anécdota que no contribuyera a distraer su verdadera importancia como escritor, labrada sobre todo a partir de la concesión de un premio otorgado por la Unión Europea a los autores noveles, merced a La musa oscura. En ésta Öhri inaugura a la manera de Gervaise Fen— el primer caso de Julius Bentheim, dibujante criminalista para más señas, en la Prusia de la década de 1860. Un lustro después de la publicación en castellano de La musa oscura, Impedimenta recupera su inmediata continuación, El Gabinete de los Ocultistas (2021), en que queda patente la capacidad de Öhri por desmarcarse de un modelo de escritura prototípica del siglo XXI, con sus modismos y construcciones de frases inequívocamente “contaminadas” por la influencia de las nuevas tecnologías. Mas, el lenguaje de Öhri gana en consistencia y credibilidad gracias a la asimilación, cuando no “vampirización” de un estilo tejido con el hilo de la elegancia, del preciosismo formal y de lo sutil— que iría cobrando cuerpo a golpe de lecturas de obras de misterio decimonónicas, eso sí, trasladando el marco habitual Gran Bretaña a la Europa Central. De ahí que Öhri cite a la prusiana E(rnst T(heodor) A(madeus) Hoffman (1776-1822), entre cuyos múltiples oficios y disciplinas practicadas se encontraba la de dibujante y caricaturista. Por consiguiente, de entrada Öhri nos ofrece una nota culta, a modo de aperitivo de la decena de nombres propios extraídos de la realidad, entre otros Otto von Vismarck y su esposa Joahanna, y el escritor y editor Sir John Retcliffe que hacen acto a lo largo de una trama detectivesca que se lee con fruición, acomodado a un espacio geográfico y una época poco transitado por la literatura, al menos aquellas que conocemos a través de sus traducciones a la lengua de Dámaso Alonso.

    Al igual que ocurre con La musa oscura, sin restar un ápice el valor de lo estilizado de su prosa exento de ornamentos que hubiesen podido ahogar su rítmica, Öhri no deja en blanco el modus operandi de Peter Nirsch, un asesino del siglo XVI al que hace referencia Bentheim en el curso de su investigación cuando ya se ha consumado un primer asesinato. La superstición y la magia negra atrajeron en su momento a Nirsch, quien según la documentación oficial que obra en poder de Julius Bernheim «Abría en canal a mujeres preferiblemente embarazdas y les extraía los bebés, a quienes también mataba para comerse su corazón después». Más de quinientos veinte asesinatos en el haber de Nirsch llevan a Berthleim a reflexionar sobre la condición humana, aquella presta a buscar respuestas en el Más Allá a través de sesiones de espiritismo que conecten a los mortales con los seres difuntos. Trece súbditos prusianos se constituyen en una sociedad para celebrar sesiones de espiritismo y, a modo de “réplica”, por idéntico número se regirá «El Gabinete de los Ocultistas»  dfunfado por el estudiante de leyes Albrecht Krosick y del que forma parte Julius Bentheim. Pero de aquel bautizo con un propósito lúdico se pasará a tratar de desentrañar la identidad del autor material de la muerte de varios de sus miembros, tomando el mando de la narración la voz singular de Öhri, orientada a la recreación de un mundo que por edad no llegó a vivir pero a efectos de afinidad parece haber viajado en el tiempo para tomar buena nota de lo que acontecía en esos majestuosos castillos donde la opulencia era un signo de prosperidad en lo económico, pero también en lo cultural y lo social. A propósito de todo ello, esperamos con una cierta impaciencia el tercer caso de Julius Berthleim.               


jueves, 17 de junio de 2021

«LA PODA» (2008) de Laura Beatty: EL BOSQUE DE LOS SUEÑOS

Hace 130 años el crítico literario y novelista Walter Besant fundó el Author’s Club, llamado a convertirse en un punto de encuentro entre escritores anglosajones. Con el devenir de los años pasaron a ocupar la presidencia del Author’s Club, sito en Londres, nombres tan ilustres como los de C. S. Forester, Graham Greene, H. G. Welles y Thornton Wilder, entre otros. No sería hasta superado con creces el ecuador del siglo pasado cuando los estatutos del Author’s Club recogieron las bases para la creación de un premio exclusivo para escritores debutantes, el denominado Author’s Club Best First Novel Award. A juzgar por los distinguidos con semejante premio literario en sus estatutos no parece haber límite de edad para concurrir a los mismos. De tal suerte, por ejemplo encontramos en su «cuadro de honor» a la escocesa Katharine Gordon, ganadora por su obra The Emerald Peacock (1978) cuando ya había cumplido los sesenta y dos años. En contraposición, Frances Vernon fue acreedora del premio por Privileged Children (1982) cuatro años más tarde cuando tan solo contaba con dieciséis años de edad, en caso de precocidad similar a la de Susan E. Hinton (The Rumble Fish) o Joanna Crawford  (The Birch Interval) si nos remitimos a la segunda mitad del siglo XX.

    Más acordes a unos parámetros estándars de edad a la hora de acceder a premios literarios con una primera obra se sitúan Brian Moore y Alan Sillitoe galardonados por Judith Hearne (1955) y Sábado noche, domingo mañana (1959), respectivamente. Sendos escritores computan entre los distinguidos con el Author’s Club Best First Novel Award, al igual que Laura Beatty (n. 1963) con su pieza literaria La poda (2008), editado esta primavera por el sello Impedimenta. Por consguiente, estas tres obras laureadas con el Author’s Club Best First Novel Award han quedado integradas al catálogo de Impedimenta, dejando patente en cada uno de los casos de un dominio del lenguaje que no pasó desapercibido por los distintos jurados convocados para la ocasión. Si Sábado noche, domingo mañana acabaría erigiéndose en su traducción a la gran pantalla en una de las piezas bautismales del free cinema —ya en su formato de largometraje— La solitaria pasión de Judith Hearne, en su traspaso al celuloide de la mano de Jack Clayton, se inscribe en las coordenadas de una producción so british pasado por el tamiz de la exquisita sensibilidad de su director. Por lo que concierne a La poda resulta difícil imaginar cuál podría ser el cineasta o la cineasta más capacitado(a) para trascender su texto y transformarlo en una especie de poema visual despojado de artificios. Con todo, intuyo que el universo que presenta Beatty en su opera prima conjuga bien con la sensibilidad de Kelly Reichardt (First Cow), una de las cineastas independientes de los Estados Unidos que despiertan un mayor entusiasmo entre una cinefilia que defiende los valores del ecologismo, de la igualdad de géneros y del culto a una forma de vida adherida a la naturaleza. Pero más allá de cuál podría ser su efecto en su traducción en imágenes cortesía de Reichardt o de otros cineastas cortados por un similar patrón acorde a nuestro tiempos, La poda encuentra su verdadera razón de ser en la capacidad de Beatty por ofrecer el retrato de un universo en que lo «inanimado» cobra vida, creando una simbiosis entre Anne la joven protagonista adolescente que trata de vivir una nueva realidad alejada del foco de una familia disfuncional— y la naturaleza que la envuelve. Al respecto, algunos de los pasajes de La poda devienen una pura invocación a la alegoría, otorgando categoría de personajes a cada uno de los elementos que configuran ese «bosque de los sueños»: «No le gusta la nueva carretera. Lleva viviendo en el bosque lo suficiente como para alcanzar a sentir la asfixia lenta de los árboles, para preocuparse por el gemido de las raíces bajo aquel peso nuevo». En sintonía con este pronunciamiento alegórico, Beatty «humaniza» el comportamiento de esa naturaleza que entra en danza y que procura una vida observada bajo el filtro de la felicidad por parte de su protagonista («debía ser mediodía porque el sol bizqueaba justo por entre las copas y el bosque se estaba llenando de quienes salían a pasear a la hora del almuerzo»). Por ello, me resulta complicado elegir un mejor libro que La poda a la hora de llegar a procurar un ejercicio de «empatía» para con la Madre Naturaleza, sometida cada vez más al acecho del ser humano con el ánimo de exprimir sus fuentes de riqueza sin que gran parte de la sociedad no haya tomado conciencia aún de que éstas no son inagotables. Una obra, en definitiva, especialmente pertinente en tiempos de «rearme» de una conciencia ecológica que había arraigado con fuerza en los años setenta, precisamente una década en que los Author’s Club Best First Novel Award adoptaron un acento netamente femenino en virtud del rosario de mujeres galardonadas.          

 

martes, 8 de junio de 2021

«EN LA MENTE DE ROBIN WILLIAMS» (2018) de Marina Zenovich: EL GENIO Y EL SER HUMANO

 

Presumiblemente fue durante una proyección de El club de los poetas muertos (1989) en un preestreno celebrado el mes de enero de 1990 cuando Robin Williams empezó para mí a ser un rostro familiar. Para un porcentaje considerable de jóvenes universitarios o de cursos medios que atendimos a una propuesta como Dead Poets Society salimos de la proyección con el ánimo renovando, presumiendo que habíamos «conocido» a aquel profesor que nos hubiera gustado tener en el plano de la realidad. Al cabo de los años supe que durante el rodaje del film dirigido por Peter Weir Williams atravesaba por un periodo traumático, al hacerse efectivo el divorcio con su primera esposa Valerie Velardi, madre de Zachary y el principal soporte emocional para superar una adicción a los estupefacientes fruto del cambio de vida generado por un éxito televisivo de audiencias millonarias, el que sin margen a error sería uno de los primeros spin-off de la historia que cursaron en la pequeña pantalla, “Mork and Mindy” (1978-1982). Entonces, el deceso de su amigo John Belushi acaecida en 1982, llegó en forma de aviso y, de esta forma, Robin Williams procedió a alejarse de las drogas, ahuyentando así el fantasma de una temprana muerte. El documental firmado por Marina Zenovich En la mente de Robin Williams (2018) que he podido contemplar a través de la plataforma de HBO levanta acta de este periodo en el que el actor natural de Detroit se movió por el lado salvaje de la vida hasta su redención, buscando en Velardi la figura protectora. Ambos fijaron residencia en un rancho situado lejos del mundanal ruido, pero el agente de Robin Williams no paraba de llamarle para que la rueda de la fortuna siguiera girando si quería alcanzar el status para el que se había preparado con tesón, a golpe de participaciones en pequeños locales nocturnos exhibiendo músculo de cómico con propensión a las imitaciones para luego quedar al cargo de John Houseman en la prestigiosa Juilliard School en calidad de alumno avanzado en el tercer curso de interpretación.

   Al concluir el visionado de En la mente de Robin Williams me reafirmo en el pensamiento que aún no tenemos la perspectiva suficiente incluso habiendo transcurrido prácticamente siete años desde su fallecimiento— para calibrar la importancia de un artista situado por derecho propio en la franja de los genios. Su mente operaba a una velocidad de la que muy pocos de sus colegas podrían presumir, provocando por ello un efecto de inferioridad y/o de sumisión del director de turno cuando debía lidiar en el plató con un «pura sangre» de la interpretación. A tal efecto, el cineasta Mark Romanek relata en el documental de marras que Robin Williams, contraviniendo cualquier regla escrita, bromeaba instantes antes de colocarse en la piel de un empleado en una tienda de revelado de fotografías en el drama con elementos de misterio Retrato de una obsesión (2002), otra de esas portentosas performances que tuercen el brazo a aquellos que despachan con displicencia al actor norteamericano tildándolo de «histrión». Si Dead Poets Society enseñó el camino de la mano de Weir de sus aptitudes para componer personajes dramáticos sin abandonar del todo un sentido del humor que se dibuja en sus labios de una forma burlona, El indomable Will Hunting (1997) lo reafirmaría para situarlo con el cambio de milenio en ese espacio privilegiado en que Williams se sabía capaz de enfrentarse a cualquier papel. Con todo, la voz del niño que siempre fue le animaba a seguir ganándose el afecto de nuevas generaciones de espectadores infantes que, a la entrada de los complejos de salas comerciales, señalaban con el dedo al actor favorito que querían ver en la gran pantalla. En esa tesitura, Robin Williams daba la medida de una humanidad que quedaría plenamente certificada en la vida real, haciendo acto de presencia en distintos puntos del golfo pérsico para animar a las tropas norteamericanas. Hombres curtidos en la operación «Tormenta del desierto» o niños que apenas superaban el metro de estatura podrían mostrar un similar afecto por Robin Williams. Paradojas de la vida, esa mente maravillosa que procesaba a la velocidad de crucero, aprovechando cualquier ocasión para desplegar su natural talento para la improvisación especialmente impagable deviene el episodio del documental en que en 2003 fue el único de los tres candidatos de los premios Critic’s Choice al Mejor Actor Principal en no ser reconocida su interpretación, provocando una viñeta propia de Groucho Marx cuando toma el mando de las operaciones, reduciendo a la anécdota la presencia de sus competidores Daniel Day-Lewis y Jack Nicholson, acabarían siendo devoradas sus neurona por los denominados cuerpos de Levy, una extraña enfermedad difícil de diagnosticar. Billy Cristal, uno de sus mejores amigos y compañero de reparto en cuatro ocasiones, eleva a categoría la anécdota en que, después de salir de una proyección cinematográfica, sin apenas mediar palabra, Robin Williams se abrazó a él. Su mente se estaba apagando. El suicidio propagado por las redes el mismo día de certificarse su deceso el 11 de agosto de 2014— no era una opción para alguien que seguía aferrándose a la vida pese a la adversidad y acudió a su cita con los platós cinematográficos y televisivos, situándolo por derecho propio entre los intérpretes más prolíficos de su generación. Siete años después de conocer tan trágica noticia la llama de Robin Williams sigue encendida. El genio de la interpretación que muestra su lado más humano en este sensacional documental, que encuentra un complemento idóneo para una doble sesión en El deseo de Robin (2020), dirigido por Tylor Norwood. Éste, fundamentalmente se centra en dejar testimonio de la enfermedad que padeció Robin Williams en los últimos años de su vida, con la comparecencia proactiva ante las cámaras de su tercera esposa, Susan Schneider, quien se ausentó de participar en el documental de Zenovich quizás con el presentimiento que podría perjudicar el proyecto que por aquel entonces llevaba entre manos. En cualquier caso, sendos trabajos sirven para rendir tributo a aquel actor que se colocó en la piel de John Keating y propició que un servidor calibrara la capacidad interpretativa, empleando términos ciclistas el deporte que practicó para dejar, ni que fuera por unas horas, su mente en blanco en esos trayectos de más de cien kilómetros por carretera « fuera de categoría».                    

 

viernes, 14 de mayo de 2021

«EL INVENCIBLE» (1964) de Stanislaw Lem: NAVES GEMELAS EN EL PLANETA REGIS III

 

Lejos de haber quedado relegada al olvido, la obra de Stanislaw Lem (1921-2006), en el año del cumplimiento del centenario de su nacimiento, pasa por una constante revaloración. De tal suerte, a rebujo de la certificación de su deceso Editorial Funambulista presentaba El castillo alto (1966), de raíz autobiográfica, y un par de años más tarde  una de las primeras novelas que el sello madrileño Impedimenta publicó sería El hospital de la transfiguración (1946). En esta última Lem explora en sus recuerdos de infancia, adolescencia y juventud durante la Segunda Guerra Mundial en su Polonia natal, convirtiéndose en una pieza ensayística que serviría de punta de lanza para la edición hasta la fecha de una parte considerable de su vasta obra. Con la publicación de El invencible (1964) Impedimenta puede presumir en su catálogo de contabilizar un total de once novelas, compendio de cuentos y/o ensayos cuya rúbrica corre a cuenta de Stanislaw Lem, una fuerza creadora sin igual en el espectro de los escritores de ciencia-ficción, entre otras razones merced a la combinación de su proverbial conocimiento en numerosas materias vinculadas a la ciencia (nada extraño para alguien que había cursado la carrera de medicina debiendo interrumpir sus estudios por la irrupción de la Segunda Guerra Mundial), una profunda asimilación de conceptos filosóficos y metafísicos, y un depurado estilo literario que lleva acoplada una mirada humorística e irónica desplegada con inteligencia.

    La edición de El invencible viene precedida por la publicación por parte de Impedimenta de la penúltima y última entrega de la denominada «Biblioteca del siglo XXI», esto es, Vacío perfecto (1971), Magnitud imaginaria (1973), Golem XIV (1981) y Provocación (1982). Siguiendo el mismo patrón de conducta que el procurado con esta tetralogía, Impedimenta ha recurrido a un(a) traductor(a) oriunda de Polonia –en este caso, Karatzyna Moloniewicz con el apoyo de Abel Murcia (su resultado colma todas las expectativas de excelencia)-- para la edición de El invencible, un título que hace referencia a la nave interestelar que debe ir al rescate de su «gemela» El Cóndor, cuya localización lleva a los tripulantes de la primera a poner rumbo a los confines de un ignoto planeta bautizado con el nombre Regis III. A priori, el principal escollo al que se enfrentan será la atmósfera de Regis III, compuesta por un cuatro por ciento de metano y un dieciséis por ciento de CO2, letal para el ser humano, no así para esas vidas artificiales que han ido «colonizando» espacios en la superficie de un planeta de un tamaño similar al de Marte, al punto que han seguido un proceso evolutivo que las ha convertido en indestructibles. Con vocación de entomólogo Lem atiende a observar bajo la luz de su microscopio ese universo infinitesimal donde «reinan» nanorobots capaces de combatir cualquier tentativa que invite a destruirlos. Campo abonado para que se introduzcan en el texto conceptos que en plena Guerra Fría debía sonar conforme a un eco lejano, a «música celestial», pero que empezaban a resultar familiares en los centros de investigación aledaños a las instituciones militares de los Estados Unidos y de la extinta Unión Soviética. Así pues, tres años después de haber visto publicada Solaris (1961), una de las novelas con las que no tardaría en ser asociado –sobre todo entre la cinefilia gracias a la adaptación homónima para la gran pantalla en el haber de Andréi Tarkovski— su nombre, El invencible demostró, a mi juicio, un exquisito dominio del lenguaje que sublima lo meramente descriptivo con expresiones contenidas en sus primeras páginas del tipo «una de las paredes empezó a gemir», en que otorga a la materia inanimada comportamientos inherentes al ser humano en su afinación alegórica y/o metafórica. Una buena manera de preparar al lector de cara a los dos últimos tercios de una novela, en que la vida artificial y la biológica queda separada por una línea difusa en el planeta Regis III, tributando una noción de evolución aplicada a nanorobots que conforman un enjambre infinito con un revestimiento morfológico pareja a la de determinados insectos. No cabe duda, pues, que El invencible contribuyó a abonar el camino para la confección de otros relatos vinculados a la fantaciencia en que los conceptos de antimateria, homeóstasis o nanorobots, entre otros, ya formarían parte integral de sus enunciados, dejando así la puerta entornada para que avispados guionistas cinematográficos pescaran en esos caladeros literarios a la búsqueda de ideas o nociones que jugaran a favor de la confección de una historia «original».


martes, 23 de marzo de 2021

«EL GRUPO» (1963) de Mary McCarthy: OCHO MUJERES

 

En plena promoción de su libro Cannibals and Missionaires (1979) Mary McCarthy (1912-1989), en una de sus raras comparecencias en los medios de comunicación, aprovechó la ocasión para «ajustar cuentas» con Lillian Hellman (1905-1984) en el programa de audiencias millonarias The Nick Cavett Show. El rubio presentador se quedó estupefacto cuando McCarthy dijo de su colega de profesión que «todo lo que escribe Hellman es mentira». Para muchos de los jóvenes telespectadores del programa de la ABC la sentencia de McCarthy debió sonar exabrupto propio de un carácter que con el paso de los años se irían agriando y no le importaba arremeter a tumba abierta contra aquellas personas con las que había intercambiado reproches desde sus respectivas trincheras ideológicas aun permaneciendo ambas al espectro de izquierdas en el seno de la sociedad norteamericana. Resulta especialmente irónico que semejante descalificación fuese expresada en boca de Mary McCarthy, una escritora que se había procurado gran parte de la popularidad que arrastraba consigo gracias a una serie de «ficciones» literarias que fueron construidas sobre la base de experiencias propias en distintos ámbitos y/o etapas de su vida. Dos de estas piezas literarias han encontrado cobijo en el sello editorial Impedimenta, en primera instancia El oasis (1949) en 2018 y desde hace unas semanas El grupo (1963) con traducción a cargo de Pilar Vázquez. Ciertamente, sendas novelas están interconectadas por el hilo de la realidad vivida por McCarthy y por unas dotes de observación sobre su entorno que hacen pensar, a bote pronto, que la escritora estadounidense debió llevar un diario que la sirviera de guía de cara a mostrarse, ya en el plano de la «ficción», sumamente detallista en la recreación de determinados ambientes y situaciones, a la par que radiografiaba a personajes que se movían en los intersticios de la intelectualidad de su país de origen en el periodo de entreguerras.

   Al correr de la lectura de las páginas de El oasis hace un par de años pude medir el alcance de la fortaleza literaria de McCarthy residente en esa mirada precisa y detallista que denota sus excelentes dotes de observadora y su capacidad por desnudar ese juego esnobista que se procuran gran parte de los representantes de una elite intelectual. De ahí que el anuncio de Impedimenta en el más crudo invierno pandémico que saldría al mercado editorial El grupo me apremié a reservar horas para la lectura de la que sin lugar a dudas deviene la Opus magna de Mary McCarthy, título insoslayable a la hora de encabezar aquellas novelas que marcaron un hito en la forma de retratar las vidas de (ocho) mujeres cuyo paso por la Vassar College —la misma universidad a la que había acudido la escritora oriunda de Seattle— marcó una voluntad de emancipación, una necesidad de dinamitar los convencionalismos enquistados desde tiempos inmemoriales en los que se daba por sentado comportamientos gregarios en relación a la sacrosanta institución patriarcal. En el tiempo de su publicación en los Estados Unidos la novela generó una notable polémica alimentada como en tantas otras ocasiones— por el fuego de la intolerancia proveniente de instituciones que siguen velando por la salvaguarda de la moralidad y de la perpetuación de una tradición secular. Visto en perspectiva, cabe poner en valor el arrojo de Mary McCarthy de narrar una historia que para infinidad de mujeres de su época supuso una auténtica revelación, un despertar sobre todo lo que conlleva la sexualidad desde el prisma femenino. Pero más allá de estas cuestiones El grupo puede ser evaluado conforme a un fresco histórico que envuelve la realidad de ocho mujeres en un mundo que, si bien muy alejado de la noción de aldea global, sí permitía ampliar el foco hacia lo vivido en suelo europeo con alguna que otra alusión a la realidad de nuestro país a través del personaje de Gus (quien encarga «una antología de poesía republicana, un ensayo con fotos sobre las Brigadas Internacionales, una nueva traducción de El Quijote (…)»). Sería precisamente su profundo conocimiento sobre las estrategias políticas que se dirimían en el viejo continente en los prolegómenos y durante la Segunda Guerra Mundial lo que condujo a Mary McCarthy a mostrarse muy crítica con el estalinismo, marcando así un enconado debate con aquellos intelectuales estadounidenses que, como Hellman, defendían la política del dictador soviético. Asuntos políticos que se filtran en subsuelo de una narración de suprema importancia en lo sociológico y en lo estrictamente literario a través de sus más de cuatrocientas cincuenta páginas por lo que concierne a la edición de Impedimenta con una portada —la instantánea The Debutante Who Wait to World (1950) convenientemente coloreada— extraída del legado como fotógrafo de Stanley Kubrick en la revista Look Magazine. En uno de los mayores elogios que ha leído proveniente de un colega de profesión, Sidney Lumet expresó que «cada mes que pasa y Kubrick no rueda una película es una gran pérdida para el cine». Para alguien acostumbrado a rodar si no cada mes, cada año de una manera continua durante varias décadas, Lumet dirigió la adaptación cinematográfica de la novela El grupo contando con varias debutantes entre su equipo artístico. En nuestro país se produjo su puesta de largo una vez concluida la dictadura franquista, a mediados de una década en que Mary McCarthy seguía mostrándose una voz disidente del stablishment y, en singular, de la Administración Nixon. No obstante, sería su producción literaria librada en el periodo anterior a la llegada de Richard M. Nixon a la Casa Blanca la que la procuró un reconocimiento a nivel mundial que a día de hoy sigue resonando gracias a iniciativas como las de Impedimenta, en que vuelve a colocar en la bandeja de novedades un título definitorio de una escritora avanzada a su tiempo.      


martes, 2 de marzo de 2021

«JILL» (1946) de Philip Larkin: VIDA UNIVERSITARIA EN TIEMPOS DE GUERRA

Sobrepasados los ciento cincuenta títulos editados, a fecha de hoy, si bien el sello Impedimenta ha extendido sus «tentáculos» a autores pertenecientes a un número considerable de países diseminados a lo largo y ancho de cinco continentes, Gran Bretaña sigue siendo «parada obligada» a la hora de ir al rescate de escritores que apenas sus obras han sido traducidas al castellano o, en el mejor de los casos, llevan tiempo aguardando a ser (re)editadas aquellas piezas menos conocidas de sus trayectorias literarias. Con la publicación de Jill (1946) de Philip Larkin, Impedimenta logra un curioso hito, el de «hermanar» bajo un mismo manto editorial a tres escritores que compartieron estudios en el St. Johns College de Oxford durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, esto es, Kingsley Amis (1922-1995), Bruce Montgomery (álias Edmund Crispin) (1921-1978) y Philip Larkin (1922-1985). Más allá de ese periodo que causó auténticos estragos en la población británica, Larkin siguió cultivando una franca amistad con Kingsley Amis hasta el fin de sus días, a una edad relativamente temprana que, empero, no le impidió ser considerado uno de los poetas más notables surgidos en Gran Bretaña en el siglo pasado. Con todo, Larkin dejó para la posteridad un par de novelas, Una chica en invierno (1947) y Jill, que han merecido ser publicadas por Impedimenta, «conviviendo» con tres de las piezas literarias urdidas por Amis y seis cuya autoría descansa en Edmund Crispin con el denominador común de su personaje literario por antonomasia, el investigador Gervaise Fen. El genio de Crispin no tardó en florecer, llegando incluso a destacar como compositor de cine y de televisión. Larkin reserva parte de los primeros capítulos del libro —eliminada su enumeración para la presente edición— precisamente a la persona de Edmund Crispin, cuyo carácter reservado y tímido no impidió que sintiera un interés especial. Para Edmund el estudio convulsivo representaba el «salvoconducto» con el que presentarse a ese «nuevo mundo», el del St. Johns College, tan opuesto al de la realidad de una familia de condición humilde que acudió a la llamada del profesor Crouch en aras a evaluar las expectativas de futuro de un joven encadenado a un conocimiento sobre numerosos materias, aquellas prestas a moldear un personaje polifacético por excelencia.    

   Escrita apenas estrenada la veintena, Jill no desmerece de la calidad literaria que atesoran las obras de sus compañeros de pupitre y amigos Crispin y Amis, pero la llamada de la poesía pronto tocaría a su puerta. Inopinadamente, Jill manifiesta este veta poética en no pocos de sus pasajes —«Desde ese lado, el oeste, el sol trataba de abrirse paso y su luz amarilla arrancaba destellos a cada ramita»— y encuentra en el personaje epónimo una especie de «licencia poética» en forma de ser que gravita en ese mundo imaginario de John Larkin, aquel que trata de apartarlo de esos comportamientos terrenales tan lesivos a su sensibilidad, el propio de jóvenes universitarios atacados por la soberbia y la altivez incluso en un marco devastador a propósito de una guerra que cubriría más de un lustro antes de tocar a su fin. En su capacidad de describir al detalle no tan solo los espacios físicos si no también lo intangible referido a los sentimientos y las emociones— a través del empleo de una voz omniscente, reside gran parte del encanto de una pieza de orfebrería que el talento precoz de Philip Arthur Larkin cinceló con la maestría propia de un veterano de la escritura con miles de lecturas a sus espaldas.                   

 

lunes, 15 de febrero de 2021

«FRANK SERPICO» (2017) de Antonio D’Ambrossio: PRISIONERO DE SÍ MISMO

 

En la reciente biografía Sidney Lumet: A Life  (Thomas Dunne Books, 2019) Maura Spiegel detalla algunas cuestiones poco conocidas sobre los entresijos de buena parte de los rodajes en los que intervino el cineasta de ascendencia judía. Aunque Evans descuida el hecho que Lumet tomó el relevo a Franklin J. Schaffner y a Arthur Hiller en las producciones de Doce hombres sin piedad (1957) y El prestamista (1965), respectivamente, sí se ocupa de los pormenores de la filmación de Sérpico (1973), en que John G. Avildsen había sido la primera elección para posicionarse tras las cámaras por parte de la compañía administrada por el tycon Dino de Laurentiis. A éste le bastó leer las diez primeras páginas de la novela escrita por el periodista Peter Maas (1929-2001) para entender que había material presto a «visitar» la gran pantalla, escogiendo para la ocasión al menudo Avildsen para encargarse de tomar las riendas de un rodaje, en clave biográfica, en torno a un excéntrico policía que destapó la corrupción instalada en el seno del Cuerpo en la ciudad de Nueva York. Avildsen, a espaldas de Dino de Laurentiis, propuso al genuino Frank Serpico (n. 1936), que se interpretara a sí mismo. Ambos congeniaron a las primeras de cambio. A oídos del productor italoamericano debió llegar tan esperpéntica propuesta teniendo en cuenta que Frank Serpico no poseía las tablas suficientes para ejercer de intérprete. Eso sí, en el preludio del documental Frank Serpico (2017), en que Antonio D’Ambrossio asume la condición de «hombre-orquesta» —director, productor y guionista— el octogenario ex policía rememora que se miraba frente al espejo mientras mentalmente se preparaba para «actuar» cuando tocaba salir a la calle y aplicarse en el ejercicio de su profesión, parte de la cual denostaba. Nieto de mineros italianos, su llegada a la "tierra prometida" en compañía de sus padres y de su hermano mayor Pasquale estuvo presidido por un sabor agridulce. A golpe de humillaciones —los italianos del sur eran considerados por las autoridades neoyorquinas a un nivel similar a los africanos, según uno de los historiadores que interviene en el documental—, los Serpico trataron de abrirse camino, siendo el benjamín de la familia quien llegó a formar parte del Departamento de Policía de Nueva York durante trece años, los comprendidos entre 1959 y 1972.

   Cuarenta y cinco años después de su salida por la puerta de atrás de la NYPD Frank Serpico conocido por la traducción al español de su nombre de pila, Paco— él mismo se muestra ante las cámaras para hacer un recorrido por aquellos lugares que siguen siendo parte de su paisaje emocional, como el de la casa familiar donde residieron en los años cincuenta, su apartamento en el Greenwich Village —uno de los centros neurálgicos del hipismo en la ciudad de Nueva York— y el inmueble donde estuvo a punto de perder la vida y que le acabó causando un auténtico suplicio al quedar restos de metralla en su organismo, incluido en la vena carótida. D’Ambrossio alterna este relato en «primera persona» no exento de algunas notas de emotividad –por ejemplo, el reencuentro con su amigo, el fiscal del distrito Ramsey Clark que lo defendió en un juicio que colocaba contra las cuerdas a parte de la cúpula policial de la megápolis neoyorquina en el amanecer de la década de los setenta— con el testimonio de algunos de sus compañeros de oficio —John O’Connor, John Bal, Londen Davis, Eddie Mamet, etc.—, amigos del Greenwich Village —en singular, la bailarina Janet Panetta— o Burtt Harris, uno de los asistentes más fieles a Sidney Lumet, quien da fe de una jugosa anécdota del rodaje de Sérpico, a propósito de la dicotomía entre la ficción y la realidad. Si bien el film dirigido por Lumet y protagonizado por Al Pacino cuyo testimonio tan solo se ofrece a través de una voz en off— propició una inusitada fama al genuino Francisco Vincent Serpico, la contrapartida de la misma le llevó a abandonar los Estados Unidos, máxime al haber sido considerado un soplón. Una acusación que rebate merced a una sinceridad y honestidad que quedó refrendada en lo que llegó a ser denominada la «comisión Knapp», un punto de inflexión que afectó sobremanera a la moral de un cuerpo policial integrado por millares de agentes que, de manera cíclica, incurren en repetir una historia provisionada de prácticas de corrupción y sobornos. De aquella hoguera llegó a escapar Paco Sérpico, siendo la localidad de Haarlem su refugio holandés con la única compañía de uno mismo. La mejor manera posible de reencontrarse y empezar de nuevo en la edificación de una vida apacible, sin ataduras, cultivando la tierra y quedando al cuidado de diversas especies de animales. Con todo, Francisco Serpico, en edad provecta, sigue siendo un «prisionero de sí mismo», en una acertada síntesis sobre la realidad de un policía que desafió al Sistema y, a partir de entonces, acabaría siendo engullido por la leyenda al asociar una acción presidida por la honestidad en el cuerpo policial a un apellido de origen transalpino.    

 

 

domingo, 24 de enero de 2021

«CHILDREN OF THE DAMNED»: LA INFANCIA «ROBADA» DE JULIAN ASSANGE

 

Existe una práctica unanimidad por lo que concierne a la coincidencia de las múltiples corrientes que configuran la psicología moderna en señalar el cómo haya sido nuestra infancia condiciona sobremanera nuestro comportamiento en la vida adulta. La de Julian Assange (n. 1971) no fue un precisamente un camino de rosas a partir de que su madre Christine —una artista visual, una vez separada de su marido, cayó rendida ante los encantos del músico Leif Myrnell. Bajo el «influjo» de Myrnell, el pequeño Julian entró a formar parte de la secta australiana conocida con el escueto nombre «The Family», en contraposición con el rimbombante «The Great White Brotherhood» («La gran estirpe blanca») que habían fundado Anne Hamilton-Byrne (1921-2019) —nacida Evelyn Grace Victoria Edwards y que en su nueva encarnación tomó el segundo apellido de su segundo marido, Bill Byrne— y el parasicólogo y físico inglés Raynor Johnson (1901-1987) a principios de los años sesenta. De alguna manera, el cambio nominal registrado a principios de los setenta apuntaba a la necesidad de preservar un cierto anonimato, alejados del radar de aquellos medios de comunicación ociosos de conocer las interioridades de una secta que otorgaba a Anne Hamilton-Byrne la condición de «reencarnación» de Jesucristo, construyendo para ello un relato que dejaba al margen la realidad de una infancia y una adolescencia sojuzgada por un desarraigo familiar producto del internamiento de su madre Florence Hide natural de Londres— en un hospital psiquiátrico durante casi treinta años y el abandono del hogar de la figura paterna. Con la connivencia de autoridades locales preferentemente de la ciudad de Melbourne— el tráfico de niños robados favoreció a los intereses de Hamilton-Byrne a la hora de formar una familia «propia». Los déficits emocionales de unos y otros esos niños robados pertenecían a familias desestructuradas y/o con serias carencias económicas— avivaron el fuego de una suerte de comunidad erigida sobre la figura mesiánica de Anne Hamilton-Byrne, cuyo carácter afable y considerado tan solo era la fachada de un edificio recubierto en su interior de la noción de sacrificio y castigo si se desobedecían sus enseñanzas regladas casi como si se tratara de un régimen militar, con el añadido de platos cocinados con aromatizantes del estilo del LSD. Leif Myrnell, presumiblemente influido por el consumo de sustancias lisérgicas, se plegó a la idea de ser uno de los muchos hijos de Anne Hamilton-Byrne y de ahí que, a renglón seguido, convenciera a su pareja Christine de integrarse junto a su hijo Julian a una comunidad cuyo centro de operaciones se localizaba en el lago Eildon, a unos cuantos kilómetros de Melbourne. De los pormenores del funcionamiento de la secta aussie se ocupa The Family: The Shocking True of a Notorious Cult (2016, Scribe Publications), el ensayo escrito a dos manos por Rosie Jones y Chris Johnston. Ambos pusieron en valor el trabajo de campo llevado a cabo por separado; él, periodista de profesión, merced a la publicación de diversos artículos básicamente para la publicación The Age, y ella gracias a la puesta en funcionamiento del documental The Cult of the Family. Conocida en la plataforma digital filmin.es una mina para cinéfilos y/o seriófilos— por el título El legado de una secta (2016), su presentación en sociedad coincidió con la salida al mercado de la referida monografía, en una estrategia comercial que, a priori, podría tener más ventajas que inconvenientes. Al atender al contenido del documental dirigido y guionizado por Rosie Jones las referencias a Julian Assange brillan por su ausencia, en una muestra palmaria del empeño del fundador de Wikileaks por borrar cualquier huella de su paso por la secta de The Family, fundada curiosamente en las fechas que tuvo acomodo en la cartelera australiana Village of the Damned (1960), cuya imagen promocional de un grupo de niños con el cabello blanco parece mirarse frente al espejo de la realidad de esa comunidad que operaba en las inmediaciones del lago Eildon. Empero, bien sabe Julian Assange que internet deja suficientes rastros que maniobran a favor de recomponer una biografía desde sus orígenes, el que presumiblemente se podría corresponder con los primeros capítulos de una serie titulada Assange. No me cabe duda que más de un cineasta en ciernes ha puesto la mirada sobre Julian Assange con el ánimo de crear una serie de culto a unos años vista, en una franja temporal que nos permita tener la perspectiva suficiente para ir recomponiendo los resortes psicológicos de un personaje del que el cinematógrafo se ha ocupado en un par de ocasiones hasta la fecha. Pero ni Underground: la historia de Julian Assange (2012) ni El quinto poder (2014) muestran ese periodo de su infancia bajo el manto protector de Anne Hamilton-Byrne que a punto llegó a ser centenaria, que encierra no pocas claves del porqué de determinados comportamientos. Intuyo que en esas noches de vigilia en su otro encierro en la embajada de Ecuador en Londres asomaba entre sus pesadillas la imagen espectral de ese niño de blanqueada cabellera, la misma que sigue siendo un trazo distintivo de un físico que ha ido marchitándose al entrar en un laberinto judicial del que no parece vislumbrarse su salida, cuanto menos, al medio o corto plazo.