Tierra provisionada de algunos de los escritores más ilustres que ha
dado la literatura universal en los últimos doscientos años, el Reino Unido,
empero, no escapó durante parte de este periodo acotado en el tiempo de una
dinámica que se dio en otras latitudes, aquellas ociosas de ocultar la autoría
de una mujer bajo el disfraz de un
nombre de pila masculino. Un ejemplo paradigmático de ello lo encontramos en la
persona de Mary Ann Evans (1819-1880), del que se acaba de cumplir el
bicentenario de su nacimiento. Mary Ann Edwards debió emplear el seudónimo de
George Elliot para intentar prosperar en el campo de la literatura y de la
poesía. A fe que lo consiguió con la publicación de El molino del Floss (1860), Silas
Marner (1861) o Middlemarch
(1872), entre otros escritos que en lengua castellana tiene en el sello
barcelonés Alba Editorial su ángel
custodio. No debe extrañar la inclusión de algunas de las piezas literarias
más destacadas de Mary Ann Edwards AKA George Elliot en el catálogo de un sello
que sigue poniendo el acento en la literatura británica ligada a la época
victoriana con la reciente publicación de Cuentos
de brujas de escritoras victorianas (2019). Se trata de un texto fechado en
origen (en Inglaterra) en 1971, en que el editor de la New England Library, Peter Haining (1940-2017), recopiló relatos
breves de casi una veintena de autoras fruto de una labor que obtuvo su
recompensa al cabo de varios años de investigación. Por regla general, la
publicación de los mismos no requirió del subterfugio de utilizar álias o
seudónimos masculinos, pero sí en las primeras etapas de la época victoriana la
identificación de un determinado texto ligado a temáticas esotéricas,
sobrenaturales y/o invadidas de misticismo no llevaban rúbrica alguna o bien quedaba
consignado únicamente las iniciales del nombre de pila y del apellido. Este
sería el caso del relato que apenas ocupa cuatro páginas titulado El anillo
mágico (1839) —firmado con las iniciales
H. L., al parecer las correspondientes a la esposa de un médico del condado de
Essex— que sirve de pórtico de entrada a la segunda parte de la monografía Cuentos de brujas de escritoras victorianas,
aquella consagrada a reproducir en el papel un total de una docena de relatos.
Cada pieza literataria viene acompañada de un párrafo introductorio sobre la
escritora de turno, que sirve al lector de toma de contacto con una dama cuyo
nombre no despierta ningún sentimiento de familiaridad, salvo para aquellos
bregados en el profundo conocimiento de la literatura fantástica de la época
victoriana y, en particular, de la brujería, una rama de un género troncal que
sería cultivado en el Reino Unido de manera mayoritaria por féminas. Previo a
la lectura de este bloque es aconsejable dejarse seducir por el contenido de la Primera Parte, en que concurre un póquer
de escritos de carácter historicista segmentados por territorios —Inglaterra,
Escocia, Irlanda y Gales— y, a renglón seguido, un relato denominado Poseídos por demonios de Catherine Crowe
(1800-1870), que documenta un episodio de posesión demoníaca incluido en su
momento en el libro The Night Side of
Nature (1848). Un relato, en esencia, que nos sirve para empezar a
sumergirnos en historias trenzadas en ocasiones con cierto tono burlón, en
otras a la búsqueda de un potente efecto dramático que trata de sobrecogernos y
en la mayoría de las ocasiones con una voluntad por sacar a la palestra
temáticas que la moralidad de la época sojuzgaba perniciosas, tan solo
recomendables conforme a elementos de distracción, pero alejadas a la hora de
medirse con los grandes obras literarios de un periodo de más de ochenta años.
En los estertores de este largo periodo encontramos el relato La bruja del agua (1920) de H(enrietta) D(orothea) Everett —incluido en la antología The
Death Mask and Other Ghosts—, que sirve de cierre a un volumen que desde
su fecha de edición –octubre de 2019— debería ser bendecido por bibliófilos como un tesoro al que volver sobre sus
páginas cuando cae la noche, a poder ser, a la luz de una vela que sirva para
iluminar nuestros pensamientos y hacer volar nuestra imaginación con
invocaciones, entre otras, a las Brujas de Salem que encuentran asidero en el
breve relato principe du siècle La pequeña doncella de Salem (1901) de Pauline Mackie (1859-1919).
Una de tantas escritoras que ha sacado del anonimato —para los lectores en
castellano— esta obra encuadernada en tapa dura con el exquisito gusto al que
nos tiene acostumbrados el sello Alba.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
viernes, 20 de diciembre de 2019
«CUENTOS DE BRUJAS DE ESCRITORAS VICTORIANAS (1839-1920)»: FÉMINAS BAJO EL INFLUJO DE LO SOBRENATURAL
Etiquetas:
CATHERINE CROWE,
CUENTOS DE BRUJAS DE ESCRITORAS VICTORIANAS,
GEORGE ELLIOT,
H. D. EVERETT,
MARY ANN EDWARDS,
PAULINE MACKIE,
PETER HAINING
martes, 3 de diciembre de 2019
«DAMAS ASESINAS» (2019) de Tori Telfer: HISTORIAS CRIMINALES EN FEMENINO
No nos debería extrañar que al cierre de 2019, cumplida una docena de
años en el mercado editorial, el sello Impedimenta publique dos novelas que
llevan la rúbrica de sendas mujeres, a saber, Iris Murdoch (Monjas y soldados) y Tori Telfer (Damas asesinas; mujeres letales de la historia). Más que esperada
deviene la edición en castellano de la voluminosa novela escrita por Murdoch ya
superada la cincuentena precisamente en el año de la celebración del centenario
de su natalicio. Por el contrario, a priori la obra de Telfer hubiese podido encajar
en otro perfil de editorial, pero una vez más Impedimenta, haciendo acopio de
una voluntad por escapar de la clasificación de «sello elitista» se aviene a que el lector descubra una nueva voz de la literatura en femenino que razona sobre una
temática muy poco tratada, incluso dentro del campo de los ensayos en torno a
la actividad criminal de mujeres a lo de la historia. Los siete años
transcurridos desde que Tori Telfer presentó su proyecto de post-grado hasta la
publicación en inglés de Lady Killers
Deadly Women Throrough History (2017) dan fe de la complejidad de un
proyecto que sumió a le periodista y escritora en infinidad de lecturas
mientras escuchaba música de Henry Purcell, Gregorio Allegri, Leonard Cohen, Jay Hawkins, The Cure o Jimmi Hendrix.
Una variopinta selección de temas musicales —así se detalla al final del
presente volumen— que sirvieron para digerir mejor el proceso de investigación
de la vida y obra (sic) de féminas que, por distintos motivos, se dedicaron a
una actividad criminal presta a competir con las atrocidades cometidas incluso por
celebrities varones. A buen seguro,
Telfer hubiese podido concebir un volumen similar en número de páginas —algo más
de trescientas— en torno al proceso de escritura de Damas asesinas: mujeres letales de la historia (2019), reservando
unos cuantos capítulos a dejar constancia de la existencia de mujeres de
distintas nacionalidades del sur de Europa, de México, Japón o Tailandia, por
citar algunos países, que por un factor idiomático y/o por la parca información
sobre las mismas llegó a la conclusión de dejar en suspenso. De ahí que la
selección final tenga su razón de ser en personajes suficientemente
documentados a través del acceso, entre otras fuentes, a diarios personales,
recortes de prensa, ensayos y extractos judiciales. Esta última fuente, por
ejemplo, sirvió a la causa de la parte dedicada a Okum-El-Hassen apodada «El ruiseñor», acusada de diversos crímenes y
sentada en el banquillo en un juicio que conmocionó a la sociedad marroquí de
los años 30, llegando incluso a presenciar el mismo la famosa escritora Colette.
Inmediatamente antes de proceder a la lectura de esta parte del libro servido
en un contexto de cierto exotismo, di cumplida cuenta del capítulo dedicado a
Anna Marie Hahn —conocida con el álias de «Anna Témpano de hielo»—, un
sobrecogedor relato en que el personaje en cuestión transiciona de la bondad a
la maldad a consecuencia de un desengaño amoroso. Al calor de la conmoción que
la provocó su primera frustración de calado a nivel sentimental, Anna Marie
Hahn viajó hasta los Estados Unidos, llegando a sus costas en barco
prácticamente coincidiendo con el crack
del 29, en que la bolsa de Nueva York registró un desplome sin precedentes
hasta entonces. Hahn tuvo casi diez años por delante para conquistar el corazón de hombres atraídos por sus
armas de seducción y que todos ellos corrieron idéntica suerte al morir
envenenados. Anna Marie Hahn representa un ejemplo paradigmático de la tesis
que sostiene la autora del presente ensayo de corte periodístico (abordado, en
ocasiones, con un cierto tono desenfadado) sobre el temor que experimentan
mujeres capaces de cometer auténticas atrocidades ante la perspectiva de morir.
Hahn acabó siendo ejecutada en la silla eléctrica en 1938, y en el último
párrafo de este segmento del libro Telfer remata
(valga la expresión) el escrito: «El alacaide comentó que, en toda la historia de la prisión,
no había habido ningún convicto que se mostrara tan aterrado como Anna Hahn
cuando se enfrentó a la silla eléctrica».
Bien es cierto que el hecho de ser norteamericana y moverse por el territorio
facultó a Telfer para referirse quizás con mayor detalle a la historia criminal
de (siniestros) personajes como la citada Hahn (aunque de origen teutón) o Kate
Bender —el arma ejecutora de un siniestro clan familiar conocida con el sobrenombre de «La bella rebanadora de pescuezos»—,
coprotagonista de una aterradora historia circunscrito al territorio de Kansas que hubiese podido servir de
referencia a Robert Bloch para su novela Psicosis.
No obstante, el presente volumen ha sabido mostrar otras realidades más allá de
las fronteras estadounidenses merced a un extraordinario ejercicio de
investigación que nos ha llevado por los confines del Londres de mediados del
siglo XIX, el París de la segunda mitad del siglo XVII —Marie-Madeleine,
Marquesa de Brinvilliers («La reina de las envenenadoras»), a la que la autora
pone rostro en el Q&A (en la
parte de apéndices del libro), el de Marion Cotillard, en una hipotética
adaptación cinematográfica)— o en la Irlanda rural de las postrimerías del
siglo XIII —Alice Kyetler, «la hechicera de Kilknenny»— en que la brujería sirve
de caldo de cultivo para llevarse a cabo actos horripilantes que tienen en los
varones sus víctimas propiciatorias. En definitiva, asistimos a la lectura de
una obra exenta del peso de lo solemne, pero detallista en su voluntad por
recrear episodios diseminados a lo largo de un extenso periodo temporal y en distintos
ámbitos geográficos, sobre todo localizados en el hemisferio norte. Historias
para no dormir que activan en el lector el hemisferio derecho de nuestro
cerebro, aquel que despierta el sentido de la imaginación al recrear en nuestros
subconscientes actos más propios de varones con pedigrí de serial killers. La historia (esta vez criminal), nuevamente puede
reescribirse a través de los libros y, a fuer de ser sinceros, Tori Telfer ha
contribuido a ello con su espléndida pieza bautismal, a la espera de ser
saludada algún día con los honores propios de su colega Iris Murdoch.
Etiquetas:
ALICE KYETLER,
ANNA MARIE HAHN,
COLLETTE,
DAMAS ASESINAS,
IRIS MURDOCH,
KATE BENDER,
MONJAS Y SOLDADOS,
OKUM-EL-HASSEN,
PSICOSIS,
ROBERT BLOCH
domingo, 20 de octubre de 2019
«HISTORIAS DE NUEVA YORK» (1906) de O. Henry: EL SENTIDO DE UN (BUEN) FINAL
La primera vez que tuve conocimiento de la
existencia de un escritor llamado con el peculiar nombre O. Henry. fue en los
años noventa, a resultas del visionado por televisión de Cuatro páginas en la vida (1952), cuyo título original —O. Henry Full House— razona sobre la
popularidad que en el ecuador del siglo XX aún seguía arrastrando quien había
sido juzgado por un hurto a una entidad bancaria en su etapa de empleado y
luego enviado a prisión por espacio de tres años. Una quinta de las páginas —correspondiente al episodio
rodado por Howard Hawks— sería arrancada
para su estreno comercial. De ahí que la distribuidora española jugara con el
número de episodios que se conservaron —tres de los cuales dirigidos por
cineastas con el nombre de pila Henry, a saber Hathaway, King y Koster; el
cuarto corresponde a Jean Negulesco— para armar
el título de estreno en nuestro país, en detrimento de hacer cualquier alusión
a O. Henry, un escritor poco (re)conocido por estos lares. Dada la dificultad
en encontrar ediciones en castellano de relatos escritos por O. Henry AKA
William Sidney Porter (1862-1910) abandoné cualquier tentativa de leer parte de
su prolífica obra.
Ya
situado en los estertores de la segunda década del siglo XXI doy cobertura a
una vieja promesa, la de satisfacer
la lectura de un escritor que hizo de su paso por la cárcel su particular
escuela a la hora de ir moldeando una formación que, a la postre, se convirtió
en la profesión presta a ofrecerle proyección internacional. Huelga decir que
el cinematógrafo, en su periodo silente, se benefició sobremanera de sus short stories, el género que cultivó con
mayor asiduidad. Los lectores empezaban a tomar la medida de sus escritos,
llegando a popularizarse la expresión «un final a lo O. Henry». De éstos levanta acta
la selección de relatos cortos de O. Henry publicados por el sello Nørdica, siguiendo así la
estela de la recuperación de autores estadounidenses —una de sus diversas
líneas de actuación— integrados en un selecto catálogo. Diecisiete «cápsulas literarias» que nacen de una de las
colecciones de relatos de O. Henry clásicos por antonomasia, The Four Million (1911), un título que
alude al número (en cifras redondas) de habitantes que contaba la ciudad de
Nueva York a principios de la pasada centuria. En realidad, la antología
original constaba de veinticinco historias cortas, llevando a cabo Nørdica un cribaje y un cambio de orden de las
mismas. Ello no debería restar interés por un volumen titulado Historias de Nueva York, que encuentra a
mi juicio en Después de veinte años y
Una historia sin un final un par de
delicatessen ilustrativas de ese don para que en las últimas líneas vire el relato hacia un espacio que crea
desconcierto y/o sorprende al lector. Textos amueblados con un uso preciosista
del lenguaje en su afán descriptivo de individuos y situaciones en el marco de
la que vino a denominarse andando los años la «Ciudad de los Rascacielos». Algunas de estas «cápsulas» favorecen a pensar que O.
Henry serviría de fuente de inspiración para posteriores generaciones, caso de
Ray Bradbury, con expresiones del tipo «Y en la cara de la
señora de James Williams estaba registrada toda una biblioteca en tres
volúmenes de los mejores pensamientos del mundo», inegrados en el relato
Hermanas del círculo dorado. No en
vano, se trata de un título de resonancias bradburianas,
las mismas que se dejan sentir en el último párrafo de la historia de marras: «Así conoce una hermana de la banda del aro-dorado de boda a
otra que se encuentra bajo la luz encantada que brilla solo una vez y
brevemente para las dos. Por el arroz y los lazos de raso cobran conciencia los
simples hombres de las bodas. Pero la novia conoce a la novia con solo una
mirada. Y entre ellas se transmiten rápidamente, un un idioma que el hombre y
las viudad ignoran, comprensión y consuelo». Amén de su conexión con otro cuentista de
tronío como Bradbury, O. Henry deja constancia con estas breves líneas de su
profundo conocimiento del alma humana
femenina, protagonista de varios de los cuentos que jalonan estas Historias de Nueva York, una lectura para
ser degustada, a poder ser, más allá de
medianoche.
Etiquetas:
CUATRO PÁGINAS EN LA VIDA,
HENRY HATHAWAY,
HENRY KING,
HOWARD HAWKS,
JEAN NEGULESCO,
NORDICA EDITORIAL,
O. HENRY,
RAY BRADBURY,
THE FOUR MILLION,
WILLIAM SIDNEY PORTER
viernes, 4 de octubre de 2019
«UN PLAN SANGRIENTO» (2015) de Graeme Macrae Burnet: LA TRAGEDIA DE CULDUIE
Coincidiendo en el tiempo con la apuesta de Gonzalo Heralde por crear el
sello barcelonés Anagrama, en 1969 su homóloga Booker McConnell Ltd quiso dar
carta de naturaleza a unos premios literarios que, al cabo, siguen siendo uno
de los más prestigiosos en el ámbito cultural europeo. A lo largo de su medio
siglo de historia los Booker Awards —ya desposeído del anexo McConnell— han
contabilizado entre sus obras distinguidas con auténticos longsellers, caso de En la
orilla (1979), de Penelope Fitzgerald —publicado por primera vez en lengua
castellana por Impedimenta—, La lista de
Schindler (1981) de Thomas Kenneally, El
paciente inglés (1991) de Michael Ondaatje, Los naufragios del día (1989) de Kazuo Ishiguro, Amsterdam (1997) de Ian McEwan o El sentido de un final (2010) de Julian
Barnes, estas tres últimas publicadas en la lengua de Dámaso Alonso precisamente
por parte de Anagrama. A tres años vista de que se cumpliera el 50 aniversario
de los Booker Awards, por primera vez la obra de un escritor escocés —Graeme Macrae
Burnet (n. 1967)— parecía en disposición de conquistar la preciada distinción, pero a la
postre fue a parar a manos del estadounidense Paul Beatty por su novela
satírica The Sellout (2015). Una
pieza literaria situada en la órbita del planeta Kurt Vonnegut Jr. mientras que la
obra con la que «rivalizaba» en los Booker Awards persigue
un fundamento literario indefectiblemente adscrito a la seminal A sangre fría (1965) de Truman Capote. Sendas
piezas finalistas, eso sí, desarrollan parte de su narración en estamentos
judiciales; mientras que The Sellout
persigue una orientación satírica —el personaje central del relato llamado «Me» se enfrenta a los
Estados Unidos de América (sic) en un caso que reabre el tema de la esclavitud
y la segregación racial—, Un plan
sangriento (2015) reserva su parte final para reproducir el diario de sesiones de
un juicio sumarísimo que sienta en el banquillo a Roderick John Macrae acusado
de un triple asesinato. El ardid de Grame Macrae Burnet estriba en vestir de realidad un relato que recorre
el territorio de la ficción sin que el lector se aperciba de ello dada la
minuciosidad y el rigor con el que se procura el escritor afincado en Glasgow
durante hace varios años. Tomando como «centro de operaciones» la segunda ciudad de
Escocia, Macrae iría cimentando ese falso relato empleando las herramientos
propias de quien se sabe (auto)embestido heredero literario de In Cold Blood, una novela bautizada en
su momento con el apelativo de «no-ficción». Así pues, los Clutter ceden el testigo a los McKenzie, concretamente a tres miembros de una familia de
la aldea de Culduie —situado en un rincón del condado de Ross-shire, en las
Tierras Altas de Escocia— asesinados a manos de un joven de diecisiete años de
edad, Roderick John Maccrea el 10 de agosto de 1869. Noventa años después de lo "acontecido" en Escocia se produjo el cuádruple asesinato de miembros de la familia de los
Clutter, registrado en una localidad del estado de Kansas a mediados del siglo
XX. Los ejecutores de asesinatos de estas características en pocas ocasiones quedan liberados de cumplir
su condena en un recinto penitenciario al serles diagnosticado un trastorno
mental que debe ser verificado por médicos especialistas en sede judicial. No
sería el caso de Roderick Macrae, quien pese a no llegar a la mayoría de edad exhibe una madurez
en su comportamiento y un intelecto —aquel capaz de escribir con una excelente
calidad literaria su propio relato en forma de diario personal que cubre buena
parte del contenido del libro publicado por Impedimenta con traducción a cargo
de Alicia Frieyro— que lo alejan de ser catalogado de sufrir «trastorno o desequilibro
psíquico». Una vez vista para
sentencia el caso Roderick Macrae, el asesino múltiple confeso busca abrigo en
una celda de reducidas dimensiones, a la espera de ser ejecutado. Una vez más,
pues, se refuerzan los paralelismos para con A sangre fría, la novela que a buen seguro Graeme Macrae Burnet
tuvo en la mesilla de noche, junto a numerosos ensayos historiográficos sobre
las Tierras Altas de Escocia y piezas literarias prestas a recomponer el mosaico
de una época y de un lugar remoto —en una visión propia de un mundo feudal del
que una de las víctimas, Lachlan McKenzie, ejercía de autoridad local con ciertas dosis
de tiranía. Todo ello le valió para conformar su segunda novela, aquella capaz
de apuntalar una trayectoria en calidad de escritor que se adivina se adivina
sembrada de éxitos por el dominio del lenguaje del que hace gala, su proverbial
capacidad descriptiva y un sentido del ritmo narrativo que nos atrapa desde la
primera hasta la última página. Casi cuatrocientas páginas de alta literatura
que no desentona en modo alguno en el catálogo de un sello editorial que parece
imparable a la hora de descubrirnos nuevos autores.
Etiquetas:
A SANGRE FRÍA,
ALICIA FRIEYRO,
EDITORIAL ANAGRAMA,
EDITORIAL IMPEDIMENTA,
GONZALO HERRALDE,
GRAEME MACRAE BURNET,
PAUL BEATTY,
THE SELLOUT,
TRUMAN CAPOTE,
UN PLAN SANGRIENTO
martes, 24 de septiembre de 2019
«LA INESPERADA VERDAD SOBRE LOS ANIMALES» (2017) de Lucy Cooke: DESMONTANDO EL «REINADO» DE LOS PREJUICIOS
«Tenemos mucho que aprender de nuestra
experiencia de siglos y siglos de malentendidos con respecto a los animales. A
los historiadores de la ciencia les gusta celebrar nuestros éxitos, pero creo
que es igualmente importante examinar nuestros fracasos, especialmente cuando
consideramos por qué la verdad puede resultarnos tan absolutamente inesperada». Así se expresa la
zoóloga británica Lucy Cooke en el primer párrafo en su pliego de conclusiones
que coloca, a mi entender, el broche de oro a un ensayo de divulgación
científica que hace acopio de un notable gusto literario y que trata de rebatir
numerosos prejuicios en torno al reino animal. Sin duda, Cooke, alumna aventajada de Richard Dawkins en la Universidad de Oxford, representa una rara avis dentro de la «especie» de los divulgadores
científicos, haciendo gala de la combinación de didactismo, sentido del humor y
de rigor documental, acudiendo a fuentes bibliográficas que se remontan a los
tiempos en que hicieron fortuna los bestiarios y a un conocimiento de campo en
torno a la temática a tratar. Al cierre de la lectura de La inesperada verdad sobre los animales (2017), editado en lengua castellana por el sello Anagrama, un servidor tiene la
convicción que las enseñanzas de Mrs.
Cooke mueven a la reflexión a la hora de poner en tela de juicio ciertos
apriorismos modulados a partir de una visión antopomórfica de la vida.
Necesariamente, debemos llegar a la conclusión que lo válido para la especie
del Homo sapiens no equivale a que
sea aplicable para el reino animal. De ahí que Lucy Cooke haya escogido una
docena de especies distintas, creando un capítulo para cada uno de ellos en que
debemos abandonar el armazón de los
convencionalismos y los lugares comunes en aras a sumergirnos en un conocimiento derivado de prácticas de campo adoptados
por la propia zoóloga, por colegas, por científicos de otras disciplinas o
simplemente por personal de un centro dedicado al cuidado de especies en vías
de extinción o de conservacionistas de un determinado enclave (remoto) del
planeta tierra. Entre una veintena y una treintena de páginas oscila el espacio
dedicado a cada capítulo del libro, en que la autora trata de poner en contexto
la razón de ser de especies que, en la plana mayor de los casos, arrastran
consigo una fama inmerecida, ya sea por el rechazo social —los buites, las
hienas, los murciélagos—, la indiferencia —los perezosos, de los que Cooke
tiene a gala ser fundadora de la «Asociación de Amigos del Perezoso» (sic)— e incluso la
veneración social ligada a ser un canje con «bandeja diplomática —el panda—.
Huelga decir que la lectura de La
inesperada verdad sobre los animales ahonda en la percepción que una
persona con un cierto conocimiento sobre la materia había tenido en torno a los
escritos sobre Historia natural anteriores al siglo XVIII, cuya autoría recayó en aristócratas con veleidades visionarias, expedicionarios de distinto pelaje y conquistadores con ínfulas intelectuales, en un
acercamiento a la realidad situada a años luz de lo que hoy en día podríamos
calibrar fruto de una observación medida desde el rigor científico. Así pues,
en el nombre de la ciencia se hicieron auténticas atrocidades, como el de
tratar de demostrar que los buitres son animales esencialmente olfativos que
apenas utilizan la visión para marcar
a sus presas. Cooke desmonta cada uno de estos apriorismos recurriendo en
inumerables ocasiones al «comodín» de un humor nacido de
un «conocimiento transversal» en numerosas materias,
llegando incluso a hacer referencia a un actor porno o al acento inglés del
cineasta bávaro Werner Herzog. Asimismo, no faltan las citas a un amplio
muestrario de obras literarias, una de las cuales —Drácula de Bram Stoker— dio pávulo a la creencia que los
murciélagos (uno de los capítulos más estimulantes y reveladores del presente
volumen) son «chupasangre» cuando la realidad lo
desmiente: solo tres de las mil quinientas censadas, a fecha de hoy, tienen inclinaciones vampíricas. En el caso de los chimpancés —la especie filogenéticamente más cercana
al ser humano— la literatura y el audiovisual ha ido alimentando con el devenir
de los años una imagen un tanto tergiversada, formando parte de programas de
estudios (seudo)académicos sobre todo a partir de los años sesenta que perseguían
un ejercicio perenne de asociación con la especie humana. La mirada «antropomórfica» que descuida, una vez
más, la singularidad de cada especie, aquella capaz de preservar un equilibrio
con su hábitat natural. Modelos de supervivencia que encuentran en el perezoso
una de sus especies más fascinantes y de la que Cooke conoce con mejor detalle,
al calor de la escritura de un triple ensayo científico sobre tan curioso «personaje» sinónimo de holgazán, anterior al de la publicación
de La inesperada verdad sobre los animales, camino de convertirse en un clásico
en su «género». Al tiempo.
Etiquetas:
BRAM STOKER,
CHIMPANCÉ,
DRÁCULA,
EDITORIAL ANAGRAMA,
HIENA,
LA INESPERADA VERDAD SOBRE LOS ANIMALES,
LUCY COOKE,
MURCIÉLAGO,
PANDA,
PEREZOSO,
RICHARD DAWKINS,
WERNER HERZOG
domingo, 15 de septiembre de 2019
«LOS PARAÍSOS PERDIDOS»: A LA MEMORIA DE PEDRO HERNÁNDEZ AGUILERA
Presumiblemente, una de las etapas más críticas
en el ciclo vital del ser humano sea la que se da cita al cruzar el umbral del
medio siglo de existencia. En este periodo confluyen tres cuestiones que nos
mueven a una reflexión medida desde la experiencia. En primera instancia,
tomamos conciencia de una vida sojuzgada por el sentimiento de lo que
aspirábamos a convertirnos pero la realidad nos ha llevado por otros
derroteros. Un amago de frustración envuelve nuestros pensamientos cuando queda
patente que el recorrido para conquistar nuestros anhelos ha quedado varado en el territorio de la
resignación o, cuanto menos, del conformismo o del posibilismo. Asimismo, en
ese cruce de caminos imaginario que asoma de manera inusitada al empezar a
cubrir la quinta década de nuestras existencias la fatalidad de la pérdida de
las personas que te dieron la vida deviene moneda de cambio común salvo
excepciones. Los menos tenemos el privilegio de contar aún con la opción de
compartir tiempo con nuestros progenitores, en una suerte de prórroga “divina” concebida
bajo el manto de unos recuerdos
cincelados de una emotividad que se dibuja en las miradas y en un esbozo de
sonrisa franca. A todo ello cabe sumar un tercer elemento que emerge en el
territorio de nuestros pensamientos y sentimientos al ir quemando etapas: la
noción de la muerte. Tomamos conciencia que nuestra presencia (terrenal) tiene
fecha de caducidad, máxime cuando nos asomamos al frontispicio de una realidad
que se ha llevado por delante la vida de uno de nuestros amigos.
Tradición obliga, mediados de septiembre sigue siendo el periodo del año
en que se da inicio el curso escolar. El 15 de septiembre de 2019 regresábamos
a la escuela de la Educación General
Básica (EGB) varias de las personas de la «Generación del 67» (con alguna excepción, la de Carlos Ibáñez) que
pasamos buena parte de nuestras infancias y los primeros estadíos de la
adolescencia en les Escoles Lacinia, sito en el barrio de Santa Eulàlia de
L’Hospitalet de Llobregat. Lo hicimos de una manera espontánea, inconsciente
con el ánimo de honrar la memoria de nuestro querido Pedro Hernández Aguilera. El
recuerdo por los tiempos vividos en aquellos años se activó a medida que nos
íbamos sumando a un improvisado corrillo, en una especie de mecanismo
(auto)protector que trataba de reprimir un sentimiento de dolor propio de
personas que han experimentado en periodos más o menos recientes la pérdida de
seres queridos. A buen seguro, Pedro hubiese querido que aquella jornada
dominical donde el dolor era el sentimiento común para cada uno de nosotros, abrir
de par en par la ventana del recuerdo
de aquellos tiempos remotos, dejando
filtrar una brisa de inocencia, camaradería y una amistad tallada sobre hierro.
En ese «paraíso perdido» que se corresponde con
la infancia reside para un servidor el genuino ideal de felicidad. El «plan divino» del ciclo vital
registra en las fases primigenias del ser humano los mayores picos de felicidad
al albur de un aprendizaje constante, el anhelo del descubrimiento a cada día
vencido —incluído el enamoramiento bañado de inocencia— y el fortalecimiento de
unos lazos de amistad que valen para una eternidad.
Al cabo, cada uno de nosotros aprendimos a volar
fuera del nido. El guión de la vida nos ha llevado por
caminos disímiles, pero existen señales luminosas
en la cuneta que nos advierten de la
pérdida de seres queridos. Un alto en el camino en el que afloran sentimientos
encontrados. Acostumbrados a lidiar con los reproches, las falsas promesas, las envidias en el
entorno profesional, las presiones cotidianas inherentes al mundo de los
adultos, en esos puntos de encuentro que nos depara el río de la vida fruto de una amistad sin fecha de caducidad ni
condicionantes de ningún tipo el tiempo parece detenerse y volvemos a la escuela primaria. Allí donde Pedro
asumía el rol de «hermano mayor», dejándonos entrever la
puerta de una madurez que él ya había
conquistado con el físico propio de un gladiador y una voz rocosa que parecía
surgida del Averno. Una voz que seguirá resonando para siempre en el hueco de mi memoria y
de tantos amigos de la escuela que tuvieron el privilegio de conocer de primera
mano de su bondad, franqueza y honestidad. Descansa en paz, amigo del alma.
domingo, 25 de agosto de 2019
«OLGA» (2018) de Bernhard Schlink: AMORES SIN «CORRESPONDENCIA»
El arte la escritura lleva implícito un cierto
componente mágico, aquel capaz que al correr las páginas de un libro perviva el
sentimiento íntimo en el lector de asistir a un magisterio por parte del lector
a la hora de colocar la palabra exacta, la entonación
precisa en el empleo de una figura alegórica o el dibujo descriptivo de un paisaje que tratamos de reproducir en
nuestra mente a cada parpadeo. Por ello un elevado porcentaje de asiduos lectores
de obras literarias no creen factible que la escritura pueda llegar a convertirse
en profesión. Es un arte que, en definitiva, demanda precisión en las formas y
en el contenido, asumiendo el escritor que las palabras son las herramientas
que haciendo uso de infinitas combinaciones deben arrojar un resultado que nos
sitúe en los páramos de la
perfección, salvoconducto imprescindible para que una determinada obra sea
observada conforme a una pieza literaria presta a resistir las embestidas del paso del tiempo.
Presumiblemente Bernhard Schlink (n. 1944)
no se cuente entre los escritores que sometan de manera perenne a su intelecto
a la búsqueda de la palabra, de la entonación
más acorde para cada instante que quede sellado
en el papel. Ya sobrepasados los cincuenta años Schlink obtuvo la repercusión
mundial por una disciplina artística que hasta entonces no le había permitido
vivir de ella, cuanto menos con la holgura suficiente para alguien acostumbrado
al bienestar que le procuraba su cargo en altas instancias del poder judicial
en su Alemania natal. En cierta manera, el éxito de El lector (1995) enseñó el camino a seguir al autor germano en
relación a la importancia que adquirieron a partir de entonces en su literatura
las mujeres. No en vano, Schlink entendió que la piedra roseta de ese hallazgo
editorial pasaba por la complejidad del personaje de Hannah que había logrado
plasmar en su particular lienzo con
una delicadeza, un tacto de asombrosa sencillez en el empleo de un lenguaje.
Para alguien acostumbrado a lidiar a diario con un lenguaje técnico (el
jurídico) que, dicho sea de paso, sirvió a la causa para su serie de novelas policíacas con el denominador común
del personaje del private eye Gerhard Selby, el tipo de literatura que tuvo su pieza bautismal con El lector apostaba por una luz expositiva de formas sencillas, en
contraste con la plana mayor de los grandes nombres de la literatura germana
del siglo XX, entre otros, Thomas Mann, Heinrich Böll, Günther Grass o Siegdried Lenz. En mi cuarta lectura de una obra de Schlink, la correspondiente a Olga (2018), no hace más que constatar
el rol capital de la mujer en su literatura, en este caso en un personaje
epónimo que es observado bajo la luz de tres filtros distintos que equivalen a sendas partes de una novela en
que luce en su portada la reproducción del lienzo A Dark Pool de Laura Knight. En la misma observamos la figura de
una joven cuyo vestido se agita producto del viento que arrecia en una costa
rocosa, en una estampa que favorece al ejercicio de la reflexión por parte de
Olga. Desde un prisma metafórico con arreglo al fundamento de las cartas que
escribe a su amado Herbert, Olga parece haber lanzado al mar mensajes de una
botella sabedora que sus misivas escritas de puño y letra con el correr de los
meses, de los años ya no tendrán acuse de recibo. El espíritu aventurero de
Herbert —perteneciente a un escalafón social superior al de ella— acabará
resultando su propia tumba. Su retrato personal, minado de un ideal aventurero
y de explorador de territorios vírgenes para un Occidental en el amanecer del
siglo XX, ocupa buena parte del primer tercio de la novela, aquel que opera a
través de la voz de un narrador omniscente al que le toma el relevo un narrador
que recoge testimonio del devenir de Olga en los años cincuenta del siglo pasado en calidad de costurera en una casa
familiar de real abolengo. Schlink cierra su nueva novela editada por el sello Anagrama (fidelidad obliga) en lengua castellana con un propósito
epistolar, aquel capaz de dejar al descubierto aspectos de un personaje
femenino que se explica mejor a través de sus anhelos más que de sus propias
experiencias. Nuevamente aflora en la literatura de Schlink la dialéctica entre
el presente y el pasado (por regla general con el telón de fondo de un escenario bélico), en esa superposición de planos temporales que, como
había dejado constancia en la referida El
lector, El regreso (2006), se
revela en Olga uno de los pilares
para lograr una efectividad narrativa encofrada
de una pulsión lírica, poética que la hace tan atractiva para millones de
lectores que han accedido a su prosa por mediaciación de más de treinta
idiomas.
Etiquetas:
BERNHARD SCHLINK,
EDITORIAL ANAGRAMA,
EL REGRESO,
GERHARD SCHLINK,
GÜNTHER GRASS,
HEINRICH BÖLL,
LAURA KNIGHT,
OLGA,
SIEGFRIED LENZ,
THOMAS MANN
viernes, 16 de agosto de 2019
UNA LEYENDA DOMINICANA: CHICHO SIBILIO (1958-2019)
Presumiblemente no sea más de setecientos metros
los que separa la vivienda de mis padres del pabellón del CB L’Hospitalet de
Llobregat. Recién cumplidos los ocho años, en enero de 1976 el CB L’Hospitalet
celebraba su torneo anual de equipos de club juveniles y junior donde se
concitaban scoutings con la mirada
puesta en descubrir nuevos talentos para el baloncesto patrio. A este torneo
que en tiempos cosechó un considerable prestigio, de manera regular habían sido
invitadas selecciones de categorías pre-senior de distintos países, recibiendo la
invitación en ese año de inicio de un cambio de paradigma en el estado español —muerto
el dictador, muerta la dictadura— el combinado de la República Dominicana. Por
aquel entonces, la sección de básket del Barcelona quedaba relegado a la
condición de segundón en una l«iga
dominada por el Real Madrid, al punto que en el ecuador de la década de los
setenta se llegó a registrar un resultado que hoy en día podría resultar
inverosímil: el equipo blaugrana salió derrotado por sesenta puntos de diferencia
en la pista del equipo blanco. Acuciado por los malos resultados, el técnico
Ranko Zeravica acudió a ese recinto deportivo que sería tan familiar para un
servidor en los años ochenta, reparando en un ala-pivot de dieciséis años que
representaba al país antillano. La apuesta de Zeravika no estaba exenta de
riesgo, ya que los frutos de aquellos fichajes concentrados en un corto espacio
de tiempo debían evaluarse al medio plazo. Cándido «Chicho» Sibilio Hughes llegaría
a ser considerado, junto al alero Juan Antonio San Epifanio «Epi» (n. 1959) y Nacho
Solozábal (n. 1958) la columna vertebral
de aquel FC Barcelona que, en paralelo a la transición vivida en el estado
español, su sección de baloncesto experimentó otra transición hacia una de las
etapas más gloriosas de su Historia. A ese «diamante en bruto» procedente de la República Dominicana que, a
buen seguro anhelaba algún día jugar en la NBA, los distintos entrenadores que
estuvieron bajo su tutela —el mencionado Zeravika, Antoni Serra y Aito García Reneses—
trataron de extraerle el máximo rendimiento posible. Vi jugar en diversas
ocasiones en directo a Sibilio e infinidad de veces por televisión. Cuando en
1984 la ACB instauró la línea de tres puntos en un radio de 6,15 m (al cabo
pasó a los 6,25 m) Sibilio llevaba tiempo encestando más allá de esa distancia.
Su mecánica de tiro sirvió de ejemplo en las innumerables escuelas formativas
de básket que diseminadas a lo largo y ancho del país, a las que me sentí
llamado pero pronto mi pasión por este deporte derivó a la condición de árbito
y de entrenador de categorías inferiores en distintas etapas de mi vida. Como
diría el llorado Andrés Montes, hay jugadores que se desenvuelven por las
canchas como si llevaran frac. Entre estos jugadores tocados por la elegancia
cabía situar a Chicho Sibilio, alguien capaz de promediar casi veinte puntos
por partido a lo largo de trece temporadas. Junto a Epi con registros
anotadores similares —aunque con un estilo de juego distinto, más aferrado a la
noción de pundonor y épica— formaban un tándem de ala-pivots mortífero que
mereció la admiración de múltiples pistas del continente europeo. Una «hermandad» que conoció otra figura
clave, la del base Nacho
Solozábal, la inteligencia materializada en la cancha de juego, encomendado a
marcar aquellas jugadas que indefectiblemente pasaba por las manos de Epi y
Sibilio para resolver con un elevado porcentaje de aciertos tiros que hacían
temible el juego exterior del FC Barcelona. Sin duda, el equipo blaugrana
encontró en semejante triunvirato la piedra roseta de un proyecto ganador con
carácter hegemónico a lo largo de la década de los ochenta, desfilando por sus
distintas formaciones con el denominador común de Solozábal-Epi-Sibilio
jugadores del talento del danés nacionalizado canadiense Lars Hansen o el
estadounidense Audie Norris, entre otros.
Transcurridos varios días desde el conocimiento de la noticia del deceso
de Chicho Sibilio, a los sesenta años, regreso sobre esa mirada que conservo
grabada de un jugador que contribuyó sobremanera a definir la esencia de un
deporte, ese dorsal 6 que solo la sinrazón evitó que colgara en ese imaginario «palco de autoridades» que luce en lo alto del Palau, la pista mágica que ofreció
tardes y noches de gloria a una sección que hoy en día ha dejado de poseer el significado
de antaño. Como bien recalcó Sibilio en una entrevista realizada por el
periodista Lluís Canut hace unos años, la pertenencia a un club se gana desde
el afecto al mismo antes incluso de ser considerado jugador con la elástica,
en su caso, blaugrana con un total de 616 partidos en su haber. Gracias, Chicho, allí donde estés, por haber sido uno de
los jugadores que más hicieron para amar un deporte que puede llegar a
representar una filosofía de vida. Descanse en paz un «gigante» del básket.
Etiquetas:
AÍTO GARCÍA RENESES,
ANDRÉS MONTES,
ANTONI SERRA,
AUDIE NORRIS,
CHICHO SIBILIO,
FC BARCELONA,
JUAN ANTONIO SAN EPIFANIO EPI,
LARS HANSEN,
NACHO SOLOZÁBAL,
RANKO ZERAVIKA
domingo, 21 de julio de 2019
«CREUER D’ ESTIU / CRUCERO DE VERANO» (2006): DESCUBRIENDO LA PRIMERA NOVELA DE TRUMAN CAPOTE
Coincidiendo con el año que se cumplió el 80 aniversario del nacimiento
de Truman Streckfus Persons (1924-1984), artísticamente Truman Capote, los astros parecían alinearse para que el
menudo escritor norteamericano, lejos de ser pasto del olvido, se revitalizara
el interés por su obra. Por aquel entonces, la industria cinematográfica
estadounidense, a través de la Biblia
de Hollywood, la revista Variety,
anunció el inminente rodaje de una suerte de biopic parcial de Truman Capote, en que el finado Phillip Seymour
Hoffman se colocó en la piel del afamado escritor. Sometido a una
transformación física notable, Hoffman «resucitó» a Truman Capote merced a una interpretación
acreedora de un Oscar. Sin duda, semejante logro eclipsó una serie de noticias
que apelaban asimismo a la persona de Capote, entre las cuales encontramos la
publicación de The Brief a Treat
(2004), una recopilación de la vasta correspondencia que el taimado escritor
guardó celosamente y que su biógrafo Gerald Clarke sometió a escrutinio para
dar lugar a un libro muy revelador de cuestiones que competen al círculo de
amistades del autor de A sangre fría (1965).
Entre chismorreos, muestras de estados de ánimo, sugerencias (literarias, pero
también cinematográficas y teatrales) y confesiones,
en sus relaciones epistolares Truman Capote dejó filtrar el estado de las cosas por lo que concierne a su (intermitente)
actividad profesional. A todo ello cabía aguardar unos meses desde la
publicación de The Brief a Treat —Un placer fugaz. Correpondencia (2005)
para su traducción en lengua castellana a cargo del sello Lumen— para atender a
la mayor de las «revelaciones» —desde un prisma
eminentemente literario— que en el amanecer del siglo XXI podía proveer la figura de Truman Capote. A
pesar de las reservas propias de quien se supo amigo personal y, a la sazón, editor de
Capote, Alan U. Schwartz, éste se decantó por dar luz verde al proyecto de
edición de Summer Crossing, la que podría colegirse la primera novela escrita por
el genio de Nueva Orléans, pero que había abandonado cualquier tentativa de
publicarla, priorizando así otros proyectos en un periodo en el que aún se encontraba
instalado en la veintena. De hecho, según relata Schwartz en el epílogo de la
edición de Summer Crossing —reproducida
para la ocasión para la edición en catalán y castellano que llega a las
librerías en el verano de 2019 de la mano del sello Anagrama— cuando Capote
abandonó su apartamento de Nueva York en 1966 —aún reciente el impacto generado
con la publicación de In Cold Blood—
dio orden expresa al conserje del edificio para que se desprendiera de todo el
material que aún quedara en su vivienda. Por ventura, el conserje hizo caso
omiso a las indicaciones de Truman Capote, quedando a resguardo material
diverso que contenía precisamente el manuscrito titulado Summer Crossing. Un pariente del conserje heredó lo que vino a convertirse en un auténtico tesoro.
Para el común de los mortales, el haber empezado
a escribir una novela con diecinueve años podría ser tildado de signo de
precocidad. Empero, Capote ya llevaba acumulada casi una docena de años escribiendo desde que en 1943 se embarcara en este ejercicio que requiere de enormes dosis de disciplina para cumplir determinados objetivos. Tres
años más tarde Capote revelaba en una carta remitida a Elizabeth Ames que se
apremiaba a concluir la escritura de su primera novela, una manera quizás de
reclamar la atención para que le considerara digno de formar parte del programa
Yaddoo que la maestra estadounidense pilotaba desde hacía varios veranos en
Saratoga Springs, en el estado de Nueva York. Al mismo accedió, pero al
reseguir el itinerario epistolar del
libro tutelado por Gerald Clarke la pista de aquel proyecto al que había
dedicado numerosas horas durante el periodo comprendido entre 1943 y 1946 —compaginado
con la publicación de relatos cortos para las revistas Harper’s Bazaar, Mademoiselle
y Prairie Schooner, entre otras—,
parecía perderse para siempre. A medida que la década de los cuarenta avanzaba la estrella referida a ese Summer Crossing en
el incipiente firmamento literario de
Capote se iría apagando… hasta bien cumplidos los veinte años del deceso del
brillante autor sureño. En aquel providencial
2005 en aras de redimensionar la figura de Truman Capote —un segundo largometraje, Historia de un crimen (2006), centrado
en este caso en la época en que se consagró a la escritura de A sangre fría, un
proceso con una implicación emocional que le dejó tocado de por vida—,
la aparición de Summer Crossing
representó un acicate para estudiosos a la hora de «reconstruir» las raíces de un árbol
literario robusto pero sin la frondosidad
propia de un autor que pueda ser calificado de prolífico. Más allá de sus
relatos breves, libros de viaje y guiones cinematográficos, la obra en forma de
novelas de Truman Capote hasta 2005 había quedado limitada a cuatro títulos publicados.
Con Creuer d’estiu / Crucero de verano el número queda
ampliado a cinco (descontando su pieza inacabada Plegarias atendidas), dejando patente desde las primeras páginas de su proverbial
capacidad narrativa, la referente a un talento extraordinario con unas dotes de
observación de la vida mundana que encuentran asidero al hilvanar un relato que
cubre la distancia que separa el tono costumbrista salpimentado de comicidad
con ese lado oscuro que apela a lo trágico. Signos de madurez en la evaluación de un personaje, el de Grady McNeil, una chica de diecisiete que pasa el verano
en Nueva York sin la compañía de sus progenitores por voluntad propia. Un
personaje que persigue, pues, un cierto aliento emancipador y que va perfilando
algunos de los rasgos característicos de Holy Golightly, la heroína de Desayuno en Tiffany’s (1952), la primera
gran conquista literaria de Truman Capote, cuyos demonios interiores —a costa de una madre dipsómana, el
descubrimiento de su homosexualidad y una vida itinerante desde temprana edad
sojuzgada por una falta de afecto, entre otras consideraciones— pronto desembocaron
en el mar de la literatura, el faenado por un ser con demasiadas
carencias para poder enfrentarse cara a cara con su adicción al alcohol y a las
drogas. Una debilidad que queda al descubierto cuando en un pasaje del epílogo
de Creuer d’estiu / Crucero de verano
reproduce literalmente la respuesta que Capote dio a Schwartz cuando éste le
conminó a que se sometiera a un programa de rehabilitación para alcohólicos y
drogaadictos: «por favor, déjame marchar. Quiero marcharme». Al cabo de unos meses,
Schwartz asistió a su entierro, pero su voz
literaria sigue resonando con intensidad en la actualidad, incluso entre aquellas «obras de juventud» sobre las que pesaba una
sentencia tras muchos años de cautiverio en un apartamento situado en el 1.060 de Park Avenue.
Etiquetas:
A SANGRE FRÍA,
ALAN U. SCHWARTZ,
CREUER D'ESTIU,
CRUCERO DE VERANO,
DESAYUNO EN TIFFANY'S,
EDITORIAL ANAGRAMA,
EDITORIAL LUMEN,
ELIZABETH AMES,
GERALD CLARKE,
TRUMAN CAPOTE
domingo, 14 de julio de 2019
«LA POETA Y EL ASESINO» (2002): EL FALSIFICADOR MORMÓN Y LA MISTERIOSA DAMA DE AHMHERST
Ha transcurrido casi una década desde que vio la
luz mi primera novela, El enigma Haldane
(2011). A través de la evocación que hace de su padre —supuestamente muerto en
un accidente automovilístico— el personaje protagonista de la misma, Timothy
Waller destaca que entre sus aficiones se encontraba la lectura de poesía,
siendo una de sus autoras favoritas Emily Dickinson (1830-1886). Durante el
periodo que había dedicado a la escritura del libro tuve un conocimiento un
tanto vago en torno a esta poeta norteamericana de la que, en cierta manera, la
lectura de algunas de sus poemas me atrapó
al punto que la incorporé a esa cosmogonía, cuál demiurgo, que estaba moldeando
en las primeras estribaciones del siglo XXI. Precisamente, en ese periodo el
periodista, aventurero, ensayista y novelista británico Simon Worrall vio publicada la novela The Poet and the
Murderer (2002), de la que ha tardado diecisiete años en ser traducida al
castellano de la mano del sello Impedimenta. Beatriz Anson se ha encargado de
una labor que, a buen seguro, ha requerido de la necesidad de material extra que ayudara a apuntalar una traducción a la lengua de Dámaso Alonso de una obra
que puede leerse conforme a una novela de misterio, pero que evita cualquier
amago de ficción. La poeta y el asesino
sigue, pues, las coordenadas de un relato sobre la verdad de un personaje, Mark
Hoffman (n. 1954), que llegó a crear un poema haciéndolo pasar por uno de los
muchos que había escrito de su puño y letra la asceta Emily Dickinson. El punto
de partida de La poeta y el asesino
no es otro que la subasta del poema de marras en la prestigiosa Sothersby’s en
1997, vendido por veinte mil dólares a un representante de la Biblioteca Pública de
Ahmherst —la localidad de Massachusetts donde vivió recluida la totalidad de sus cincuenta y seis años la menuda poeta— tras recibir una serie de donaciones que permitieron
acceder a la puja por una obra que llenó de animosidad —y de cierta
incertidumbre, cabe decirlo— a los acérrimos admiradores del legado artístico
de Emily Dickinson.
Al
tirar del hilo de la realidad, se llegó hasta un personaje con múltiples atractivos
para que ocupara un plano de centralidad en una novela de «no ficción» —según el término acuñado
por Truman Capote, a propósito de A
sangre fría (1966)— que, para un servidor, además de conocer infinidad de detalles
que enriquecen mi interés por la figura de Emily Dickison, ha significado una
puerta al conocimiento de la creación del mundo de los mormones. No en vano,
Mark Hoffman se educó bajo la ortodoxia mormona pero, a temprana edad, iba
tomando conciencia que aquella «fortaleza» eclesiástica se había
construido con pies de barro. Óbviamente, mi fascinación sobre los mecanismos
que operan en el seno de las sectas religiosas —la de los mormones, una de las
de mayor predicamento y expansión a escala planetaria— y de la que dejo
constancia en El enigma Haldane
merced a la confección de una organización liderada por Ephraim Samsteen con el
epígrafe de la clonación de seres humanos
para operar como sociedad mercantil, han
avivado la atención por la lectura sobre todo en los capítulos centrales de La poeta y el asesino. Se trata de un trabajo
de campo a cargo de Simon Worrall que inicialmente debía haber sido publicado
por la revista Enquirer, pero que
derivó en una propuesta literaria de gran calidad. Worrall deja constancia de
su savoir faire en el manejo de un
lenguaje que no excluye un aliento poético, lírico, diríase que tocado por la
gracia de saberse agradecido que la «divina providencia» le facultara a escribir una novela que crea
adicción en el lector aunque sea un profano en las materias tratadas. El
vocablo «asesino» puede resultar el señuelo presto a captar la atención del
mayor número de lectores posible, pero sin sus cargos por doble asesinato –dos miembros
destacados de la comunidad mormona de Salt Lake City—que le han llevado a
permanecer en prisión de por vida Mark Hoffman hubiese sido un personaje digno
de estudio, con un IQ cercano a 150, y su don para falsificar firmas —en torno
a las ciento treinta de auténticas figuras de la Historia de Norteamérica— y
documentos que hizo pasar por oficiales, incluido las que podríamos colegir las
sagradas escrituras de los Mormones.
Una
vez más, Impedimenta ha demostrado su excelente olfato a la hora de recuperar
para el parque editorial de nuestro país, una gema de incalculable valor que, a
buen seguro, ganará público lector con una eventual adaptación a la gran
pantalla en forma de ficción cinematográfica. Descartado Bart Layton para no
incurrir en un exceso de repetición de temas —el director y guionista del falso
documental El impostor (2012) y la
excelente American Animals (2018)— Pienso
que Robert Zemeckis podría ser un candidato idóneo para llevarlo a cabo, toda
vez que en un par de ocasiones ha convertido material procedente del campo
documental en sendos largometrajes de ficción —El desafío (The Walk) (2016), Bienvenidos a Marwen (2018)—. Este podría ser el tercero ya que tenemos el precedente de The Man Who Forget America (2003), dirigido por Matthew Thompson, centro en el
personaje de Mark Hoffman, confinado en una prisión federal desde hace una
veintena de años. Otra prisión, la
situada en una mansión de estilo victoriano en Ahmherst, fue la que ocupó la «poeta» del título de una
novela excepcional en el amplio sentido de la palabra.
domingo, 7 de julio de 2019
LA CARA OCULTA MUSICAL DE NICK MASON: A PROPÓSITO DE «UNATENDED LUGGAGE» (2008)
Por razones de edad algunas de las cintas
clave del género de terror de los años setenta las visité por primera vez en
salas comerciales o en la pequeña pantalla en la década siguiente. Al impacto
causado por el visionado de El exorcista (1973)
—en un programa doble en los cines Verdi cuando aún no había sufrido la
transformación en multisalas—, El otro
(1972), La matanza de Texas (1974) y Las colinas tienen ojos (1977) —estas últimas
en el marco del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges—, se sumó, entre
otras, la presencia frente al televisivor para contemplar Engendro mecánico (1977) en la noche del viernes 22 de noviembre de
1985, la película propuesta a la audiencia en el marco del programa La Clave
que abordaba el tema de las «Máquinas inteligentes» para someter a debate. Por aquel
entonces contaba con diecisiete años y difícilmente olvidaré pasajes de una
producción cinematográfica abanderada en su apartado interpretativo por Julie
Christie, una de mis actrices favoritas. En un ejercicio habitual en un
servidor, ávido de conocimiento, traté de recabar información sobre el director
de Demon Seed del que no había oído hablar
nada hasta entonces. Ni por asomo podría imaginar que diez años después sería el
máximo responsable de la creación de una revista cinematográfica mensual
escrita en catalán. A la altura de su número doce (mayo de 1996) de Seqüències de cinema publicamos en el
apartado in memoriam un breve sobre
la figura de Donald Cammell (1934-1996), fallecido a los sesenta y dos años a consecuencia
de un suicidio. Al parecer, se había disparado un tiro a la cabeza. Tres años
después de haber publicado aquella luctuosa noticia, volví a tener una «cita» con el iconoclasta artista escocés
el viernes 29 de abril de 1998, al filo de la medianoche, en virtud del pase
televisivo en el canal autonómico catalán de White of the Eye (1987). Un enclave semidesértico del estado de Arizona
sirve de marco de una historia que pivota sobre el proceso de investigación de
un asesino en serie que mutila a sus víctimas. A tenor de la presencia de
Cammell al frente del proyecto cabía un ejercicio que siguiera los cauces
propios de la experimentación, involucrando para la ocasión a Nick Mason (n. 1944), uno
de los nombres propios de aquellos tiempos de la escena cultural provisionada
de psicodelia en el Londres de la segunda mitad de los años sesenta. Allí
Cammell entró en contacto con Mick Jagger, a quien codirigió —junto a Nicolas
Roeg— en su opera prima Performance (1970),
y se familiarizó con el sonido de los Pink Floyd en su etapa psicodélica. Para
su batería y único de los componentes que ha permanecido fiel a la historia de
una de las bandas de rock más legendarias, la tentación de concebir un disco alejado
de los dominios de los Floyd cristalizó en 1981 con la publicación de Fictitious Sports.
Una vez más, el azar me puso indirectamente
sobre la pista de Donald Cammell cuando el pasado 6 de julio de 2019 me perdí
entre la generosa oferta discográfica de una pequeña tienda situada en el casco
antiguo de la Ciudad Condal, que resiste como gato panza arriba las embestidas
al negocio discográfico en formato físico en plena realidad del siglo XXI.
Dentro del espacio consagrado al rock progresivo figuraba un disco que nunca
había visto hasta entonces: Unattended
Luggage. Un título apenas perceptible a simple vista ya que la tipografía y
el cuerpo de letra reservado para su autor —Nick Mason— ocupa un espacio de
centralidad en la cubierta de un caja vestida
de tonalidades anaranjadas y azuladas. En su interior descansan tres pequeñas
piezas de coleccionista, el referido Fictitious
Sports, Profiles (1985)… y la
banda sonora de White of the Eye (1987). El
impluso floydiano —unido al camelliano (con nombre de pila Donald)— me
hizo adquirir este «equipaje desesperado» que ya computa entre las rarities de la colección de discos que comparto con Esther Solías. El
ex miembro de la formación 10cc Rick Fenn (n. 1953) fue el compañero de viaje de Nick Mason en Profiles y White of the Eye, mientras que para Fictious Sports el batería de Pink Floyd se dejó acompañar por el
ex soft Machine Robert Wyatt para que éste se ocupara de la parte vocal de
siete de los ocho temas que jalonan un álbum habitado de numerosas influencias
(jazz, blues, techno-pop), con una pared de sonido rocosa en que tienen acomodo
instrumentos de viento como la trompeta, la tuba, la flauta y el clarinete. Para
Profiles las coordenadas sufrieron
una variación considerable, repercutiendo un disco de corte instrumental –con la
excepción de los temas “Lie for Lie” e “Israel” en la voz de Dave Gilmour (su
amigo y compañero de los Floyd) y el argentino Danny Peyronet—que, en una
evolución lógica, podría interpretarse conforme a un ejercicio preparativo a la
hora de abordar la escritura musical
para la banda sonora de White of the Eye
con un armazón experimental
al estilo new age con algunos desvíos country y otros tantos destilados
con las esencias de esos fluidos rosas que
empezaron a reclamar la atención en el seno de una efervescente actividad
cultural en la que se mostró especialmente activo Donald Cammell, pintor
vocacional y cineasta a tiempo parcial
que transitó por un camino empedrado antes de abandonar el mundo de los vivos
por voluntad propia, aunque impelido por un cúmulo de fatalidades.
Etiquetas:
DAVE GILMOUR,
DONALD CAMMELL,
ENGENDRO MECÁNICO,
FICTITIOUS SPORTS,
JULIE CHRISTIE,
NICK MASON,
NICOLAS ROEG,
PINK FLOYD,
PROFILES,
RICK FENN,
UNDTTENDED LUGGAGE,
WHITE OF THE EYE
Suscribirse a:
Entradas (Atom)