domingo, 24 de febrero de 2019

«JUVENTUD SIN DIOS» (1937), de Ödön Von Horváth: LA SEMILLA DEL MAL

Antes de darse a conocer a nivel profesional en los Estados Unidos, en especial en el terreno del cine noir, Robert Siodmak (1900-1973) desarrolló una frenética actividad artística en su Alemania natal y posteriormente en Francia, al punto que llegó a filmar casi una veintena de largometrajes antes de cumplir cuarenta años. Mas, el mayor de los hermanos Siodmak hubiese podido llevar a cabo un proyecto de un incalculable valor historicista, Jugend Ohne Gott, que toma de partida la novela homónima de Ödön Von Horváth (1901-1938), publicada por primera vez en Holanda. Presumiblemente, si se hubiese concretado en la gran pantalla Jugend Ohne Gott, el interés por la primera etapa europea de Robert Siodmak hubiese ganado enteros entre los historiadores de cine. La fatalidad quiso que la cita del 1 de junio de 1938 entre el matrimonio formado por Robert Siodmak y Bertha (Odenheimer) y Von Hórvath quedara anulada merced al accidente que padeció este último yendo de camino al encuentro con el cineasta por les Champs Elisées. La rama de un castaño la cayó en la cabeza, provocando un traumatismo craneal del que no se recuperaría en el hospital y que le condujo hasta la tumba con tan solo treinta y siete años de edad. Aun reciente el éxito del estreno parisino de Mollenard (1938) a principios de ese mismo año, Robert Siodmak se las prometía muy felices para llegar a un entente con Von Hórvath, con la decisión de armar un guión que fuera fiel al espíritu de la segunda novela de éste último, por aquel entonces considerado un respetado dramaturgo centroeuropeo que había conocido de primera mano el fermento social y económico que dio pie a un cambio de paradigma en la Alemania de los años treinta con el nacionalsocialismo ejerciendo de palanca para movilizar a su sociedad. Consternado por aquella tragedia, Robert Siodmak abandonó el proyecto en cuestión y nadie más apostó por las posibilidades que ofrecía la traslación al celuloide del texto de Von Hórvath, enterrado a las primeras de cambio en un cementerio situado a las afueras de París para, una vez cumplidos los cincuenta años de su muerte, ser exhumados sus restos y trasladados a la tumba familiar, “reuniéndose” en Viena con sus padres el doctor Edmund (1874-1950) y Marie Von Horváth (1882-1959), y su hermano menor Lajos (1903-1968).   
   Escasean las novelas sobre un tema que me ha atraído de manera especial desde hace muchos años, el que razona sobre el embrión de la Alemania nazi, aquel capaz de favorecer a una mutación en el organismo de la sociedad germana, inoculada de un sentimiento de odio a lo «diferente» entre las generaciones más jóvenes. De ahí que celebre la aparición en el mercado editorial de Juventud sin Dios gracias al sello Nørdica, dentro de su colección «Otras latitudes». Ödön von Horvath fundamenta su discurso narrativo a través de un dispositivo alegórico que amaga hacia un cuento cruel, el protagonizado por esas juventudes que asisten a campamentos de verano donde reciben un adiestramiento paramilitar y un entrenamiento mental en el que el combate de las ideas queda soslayado. El odio sirve de aliento, de inspiración para “ordenar” una mente que piensa en términos bélicos y que los prepara para la lucha a campo abierto. Juventud sin Dios representa una propuesta, pues, que esimula a imaginar ese clima de adoctrinamiento que se va tejiendo en un microcosmos donde asimismo toma lugar un crimen que sirve en bandeja para poner a prueba la perspicacia como narrador de Von Horváth en la voz de un profesor. Con traducción de Isabel Hernández, Juventud sin Dios levanta acta de un mundo que no pasó inadvertido para el que hubiese podido ser un referente intelectual de la primera mitad del siglo XX, notario de una actualidad que dejó para los anales una pieza literaria de una lucidez extraordinaria observada en perspectiva. Episodios breves y diálogos directos pero vitaminados con referencias cultas que abrazan desde el pensamiento romano hasta el Viejo y el Nuevo Testamento, entran en la definición de un texto cuya lectura sirve de excelente complemento al visionado de La cinta blanca (2009), la excelente película dirigida por Michael Haneke al que se hace referencia explícita en la contraportada de un libro que reserva sus páginas finales a un epílogo escrito por la propia Isabel Hernández y que contiene la píldora, en forma de anécdota, a la que me he referido al principio de este post. En la misma Hernández orilla un dato que añade si cabe aún mayor surrealismo una viñeta susceptible de ser reproducida en el celuloide por Jean-Pierre Jeunet a lo acontecido en ese primer día del mes de junio de 1938 en unos enclaves emblemáticos de la capital francesa. El punto de encuentro entre los Siodmak y Ödön Von Horváth había sido la entrada de un cine donde se proyectaba desde hacía varias semanas Blancanieves y los siete enanitos (1937), el primer largometraje de la historia rodado en Technicolor. Siguiendo un pronunciamiento alegórico parejo al del libro de Von Horváth, meses más tarde la Historia de Europa adoptaría el color noir con esa Juventud sin Dios asumiendo cargos de responsabilidad dentro del organigrama de un poder jerarquizado de la Alemania nazi. El adiestramiento estaba servido; solo cabía ponerlo en práctica, llevando al viejo continente a uno de los periodos más oscuros de su historia contemporánea.                 



jueves, 14 de febrero de 2019

ESTHER SOLÍAS, LA RAZÓN DE MI VIDA: LA «ETERNIDAD»... Y UN DÍA


«Todo lo que vemos o parecemos es solo un sueño dentro de un sueño»


Edgar Allan Poe (1809-1849)

Hace unos días acudí a la Filmoteca de la Generalitat de Catalunya para ver por primera vez en la gran pantalla Picnic en Hanging Rock (1975). La trama gira en torno a la desaparición el día 14 de febrero de 1900 de cuatro jóvenes procedentes de un internado al adentrarse en las entrañas del Monte Diógenes, en Hanging Rock, situado al sur de Australia. A partir de entonces se las pierde el rastro, procediendo buena parte del metraje a un ejercicio de reconstrucción de los hechos acontecidos en una jornada que debía ser festiva en uno de los enclaves más representativos del estado de Victoria del país austral. La tierra se las tragó y con ello el enigma de Hanging Rock sigue despertando todo tipo de especulaciones, a las que el silencio de Joan Lindsay, la autora de la novela homónima de partida que inspiró la película dirigida por Peter Weir. Sin duda, lo más similar que tenemos en Catalunya del Monte Diógenes deviene la Montaña de Montserrat, asimismo envuelta de un manto de misterio que arranca desde su singular mofología moldeada por sus componentes de origen volcánico. En ese enclave «sagrado» tuve la oportunidad de ir conociendo a Esther Solías, en una de las primeras ocasiones que compartimos una salida. Corría 2013. Meses antes, Esther se había aparecido en mi vida en una tarde de verano en la localidad tarraconense de Torredembarra, a propósito de una convención de fans de Neil Young (el Rustfest en su tercera edición). Fue lo más parecido a un cuento de hadas. Llevávamos unas horas juntos, pero parecía como si hubiésemos permanecido una eternidad juntos. Mirando hacia atrás, si me diesen a escoger mil opciones de cómo quisieras conocer a la compañera de tu vida, sin dudarlo, sería tal como ocurrió aquel 7 de julio de 2012. Sucedió de manera natural. Nos hablamos con los ojos; estábamos en esa zona de recreo en que un niño y una niña se cogen de la mano con la idea en mente que prometerse que cuando sean mayores no se separarán nunca el uno del otro. Al cabo de unos días de aquel primer encuentro nos citamos en diversas ocasiones, una de ellas con la Montaña de Montserrat ejerciendo de testimonio al fondo del cuadro donde dos seres enamorados contaban cada segundo de sus vidas para volver a estar juntos. Transcurridos casi siete años desde entonces, Esther sigue siendo la compañera de viaje que había soñado en esas noches de vigilia; una persona pura de espíritu como la Miranda de Picnic en Hanging Rock, cuya cabellera rubia azotada por el viento va dibujando formas invisibles en el espacio. El título de este blog debe su nombre al título de mi primera novela, El enigma Haldane, publicada en 2011. Un año después conocí a la persona que me ha acompañado hasta la fecha en esa aventura de la vida que cada día te pone a prueba. Pocas cosas tengo seguras, pero no me cabe duda que una de éstas responde al nombre de Esther Solías, la mujer que mejor sabe de mis debilidades y mis fortalezas, junto a mi madre. Cuando vas a pasar una eternidad junto a una persona como Esther solo puedes sentirte un afortunado. A lo largo de esos viajes por Escocia, Italia, Austria, Holanda, Gales y la República de Irlanda han servido para fortalecer si cabe aún más un vínculo que entiendo inquebrantable, en la búsqueda de una felicidad que deviene una de las claves para seguir manteniendo intacta la ilusión y la motivación por avanzar cada día. Si la salud me sigue acompañando no voy a desfallecer, y seguiré firme a la hora de regar ese pequeño jardín llamado El mundo de Haldane que cumple 500 entradas. Todo un hito para un blog que desde marzo de 2008 hace de la difusión de la cultura bandera, y que en el cumplimiento del millar de entradas quiero compartir esta dicha con una persona excepcional, Esther Solías, en el día de los enamorados porque no hay mejor definición del estado anímico de un servidor y de su pareja con la que espero seguir compartiendo infinidad de placenteras experiencias a lo largo de toda una eternidad... y un día.    



martes, 12 de febrero de 2019

«IN MY OWN TIME» (1971) de KAREN DALTON: PAISAJE INVERNAL CON «BLUESWOMAN» AL MARGEN

Lo primero que me llamó la atención de la edición en CD de In My Own Time de Karen Dalton (1937-1993) fue su similitud con la portada del disco epónimo de debut de David Gilmour, quien empezaba a trazar una carrera musical en solitario conforme a la necesidad de salir del ambiente enrrarecido que se respiraba en el seno de Pink Floyd. Habían transcurrido tres años desde que Dalton había fallecido a causa de un cáncer de garganta, aunque asimismo se la diagnosticó de SIDA, siendo uno de los numerosos casos de músicos que aún no habían tenido el arrojo de hacer pública una enfermedad letal por aquel entonces. Al igual que David Gilmour, Karen J. Kariker (artísticamente, Karen Dalton) posa con la oscura melena al viento en el margen del cuadro que presenta una estampa típicamente invernal con una casa de madera al fondo y un árbol despojado de follaje. En esa imagen apaisada apenas podemos percibir los rasgos más volubles del rostro de una mujer de treinta y tres años aclimatada al paisaje rural merced a su condición de oriunda de Enid, localidad de Oklahoma situada en el condado de Garfield.
   De esas esencias blues que inspiraron a Pink Floyd también hicieron lo propio en el caso de Karen Dalton, cuya voz no tardaría en ser comparada con la de Billie Holliday al entrar en la rueda de actuaciones en locales de la escena neoyorquina que de forma tan certera reflejaron los hermanos Joel y Ethan Cohen en A propósito de Llewyn Davis (2013). En aquellos años sesenta Karen Dalton presentaba sus credenciales para recibir la atención del público combinando una voz bluesie con la ejecución de una guitarra de doce cuerdas. Para su segundo y último disco de estudio, Karen Dalton registró un total de diez temas, que incluye una versión del mainstream “When a Man Loves a Woman”--. De tal suerte, se dejó acompañar por una quincena de músicos, entre los que no faltaba el pianista Richard Bell, quien asumió en los años noventa el papel de teclista de The Band. El último «eslabón» de la cadena de teclistas que formaron parte del lineup del grupo canadiense, en cuya formación seminal estuvo su tocayo Richard Manuel. Él fue el autor del tema “In a Station”, a efectos de formato vinilo, el primer tema que suena de la cara «B» del álbum In My Own Time, sembrado de versiones y de canciones tradicionales convenientemente arregladas para la ocasión por ella misma y el productor Harvey Brooks. Una labor adicional a la que ocupó en las sesiones de grabación en los estudios Bearsville Sound Studios y Mercury Sound Studios, en que alternaba la ejecución de la guitarra de doce cuerdas y del banjo con poner a tono esa voz peculiar que captó la atención, entre otros, de Bob Dylan y Nick Cave, artífice de un escrito titulado «An Understanding of Sorrow» para la carpetilla de la edición de The Attic Records. Cave no duda en reconocer que el tema “Katie Cruel” (en que gana protagonismo los acordes al banjo repercutidos por la propia cantante, compositora e instrumentista, en similar disposición que en el tema "Same Old Man") influyó sobremanera en la confección de “When I First Came to Town”, una de las canciones punteras del disco Henry’s Dream. El sueño de Karen Dalton hubiese sido seguir la senda de las grabaciones en estudio de nuevo material, pero su estrella iría declinando con el paso de los años, acusando de manera particular la pérdida del cantautor Tim Hardin, fallecido en 1980. Con él había llegado a consolidar un dúo musical, dejando constancia que su voz, a ratos quebradiza, a ratos tocada de un aliento de melancolía, seguía siendo un polo de atracción para audiencias dispuestas a pasar una velada sientiendo en sus caras una ráfaga de música nacida de las entrañas. Música de esencias folks y blues que se conservan, cuál tesoro en In My Own Time y su disco precedente, It's So Hard to Tell Who's Going to Love You the Best (1969).                  

domingo, 3 de febrero de 2019

«EL INVIERNO DE MI DESAZÓN» (1961) de John Steinbeck: DE RATONES Y HOMBRES EN LA AMÉRICA PRÓSPERA

Al razonar sobre el modelo de sociedad estadounidense que ha servido de espejo para diversos países del orbe mundial nos podemos mostrar ambivalentes. De un tiempo a esta parte semejante ambivalencia se acentúa si cabe aún más al observar a través de distintas ventanas los periódicos, la televisión, internet, las mal denominadas redes sociales, etc.— la falla creada en el seno de una sociedad en que operan los opuestos en materia educativa, sanitaria, armamentística, etc. Llegados a este punto, resulta pertinente aproximarse a las voces de esos grandes escritores norteamericanos del siglo XX que fueron notarios de la “actualidad” de la pasada centuria, ubicados en esas trincheras del progresismo con la decidida voluntad de levantar acta sobre esa clase proletaria –la que se encuentra en la «sala de máquinas» de un barco llamado América-- que transita por un camino minado de obstáculos, a menudo pasando por un auténtico via crucis donde el vocablo «esperanza» puede llegar a perder su verdadero significado. Por ello cabe saludar la publicación de El invierno de mi desazón (1962) título extraído del speech de Gloucester en Ricardo III de William Shakespeare por parte de Nørdica, que se incorpora de esta forma a una suerte de «Biblioteca John Steinbeck» dentro del sello madrileño. En la misma habitan la obra de no ficción Viajes con Charley (1962) y Los crisantemos (1937), un librito ilustrado que representa un canto al anhelo de la emancipación de la mujer. Así pues, el tercer título escrito por John Steinbeck (1902-1968) que entra a formar parte del catálogo de Nørdica —con el precedente de su publicación en la Editorial Aleph en 2002, en conmemoración del centenario del natalicio de su autor deviene el primero en adoptar la categoría de novela, publicada en el original, a un año de vista de ser acreedor del Premio Nobel de Literatura «por su escritura realista e imaginativa, combinado con su humor simpático y esa clase de percepción social». Los Académicos no dejaron pasar la ocasión para poner en valor el contenido de El invierno de mi desazón, cuyas críticas recibidas en los Estados Unidos no parecían corregirse para servir de aval añadido de cara a la obtención de una de los máximos honores que pueda recibir un escritor. Aún por aquel entonces seguí colgando sobre la persona de Steinbeck la etiqueta de «novelista del proletariado», en razón de sus obras más celebradas, De ratones y hombres (1937) y Las uvas de la ira (1939), popularizadas asimismo a través de las numerosas adaptaciones teatrales, cinematográficas y televisivas de sendas piezas maestras.
   En cumplimiento de ese «deber» autoimpuesto por editoriales que, como Nørdica, tienen una visión medida al medio o largo plazo, con la idea fijada en robustecer su catálogo, sus responsables han entendido la conveniencia de ir completando en la medida de lo posible esos flancos desasistidos de escritores de la significación de John Steinbeck, quien condensó su actividad literaria en veinticinco años. Un periodo que le bastó para acreditar su condición de prosista first class, culminando —eso sí, contra su voluntad— su actividad de novelista con El invierno de mi desazón con la vocación de servir de alegoría de esa América devorada por el materialismo, situada fuera del carril de unos principios que guardan estrecha relación con la ética y la moral. Más de cuatrocientas contiene esta pieza literaria que puede sorprender a los que solo conozcan de oídas a Steinbeck, asociado a la noción de altavoz de las clases más desfavorecidas, fijado al periodo de la Gran Depresión. El acercamiento al contenido de El invierno de mi desazón nos ayuda a atender a otra dimensión literaria de Steinbeck, un virtuoso del lenguaje (se rescata la traducción de Miguel Martínez-Lage para Aleph, quien no duda en tirar de expresiones propias de la lengua castellana que no encuentran equivalencias en inglés) que demostró su capacidad para adaptarse a la condición de cronista de esa América próspera, en plena expansión (a todos los niveles) durante los años cincuenta, pero sin abandonar una pluma incisiva que escudriña en esas partes débiles del ser humano, aquellas prestas a caer en la trampa tendida por un capitalismo desbocado. Es un tendero llamado Ethan Allen Hawley el hilo conductor de un relato que avanza no sin generar un cierto desconcierto en el lector al calor de la continua entrada y salida de personajes que pululan a su alrededor hacia un tramo final donde confluyen distintos planos de una realidad en torno a una comunidad del interior de los Estados Unidos, en que las entidades bancarias sirven de palanca para que se de un escenario donde los principios morales y éticos pueden saltar por los aires. De ahí que de su lectura, junto a la reciente publicación en catalán de El número u (2018, Adesiara Editorial) de John Dos Passos, podamos extraer algunas certezas sobre la realidad de los Estados Unidos del siglo XXI en la que los hijos y los nietos de Allen Hawley presumiblemente hayan sido firmes votantes del ínclito Donald Trump, epítome de empresario manejando los hilos de la política más allá de la perspectiva que se pueda derivar del contenido de innumerables obras audiovisuales.