domingo, 25 de agosto de 2019

«OLGA» (2018) de Bernhard Schlink: AMORES SIN «CORRESPONDENCIA»

El arte la escritura lleva implícito un cierto componente mágico, aquel capaz que al correr las páginas de un libro perviva el sentimiento íntimo en el lector de asistir a un magisterio por parte del lector a la hora de colocar la palabra exacta, la entonación precisa en el empleo de una figura alegórica o el dibujo descriptivo de un paisaje que tratamos de reproducir en nuestra mente a cada parpadeo. Por ello un elevado porcentaje de asiduos lectores de obras literarias no creen factible que la escritura pueda llegar a convertirse en profesión. Es un arte que, en definitiva, demanda precisión en las formas y en el contenido, asumiendo el escritor que las palabras son las herramientas que haciendo uso de infinitas combinaciones deben arrojar un resultado que nos sitúe en los páramos de la perfección, salvoconducto imprescindible para que una determinada obra sea observada conforme a una pieza literaria presta a resistir las embestidas del paso del tiempo.
Presumiblemente Bernhard Schlink (n. 1944) no se cuente entre los escritores que sometan de manera perenne a su intelecto a la búsqueda de la palabra, de la entonación más acorde para cada instante que quede sellado en el papel. Ya sobrepasados los cincuenta años Schlink obtuvo la repercusión mundial por una disciplina artística que hasta entonces no le había permitido vivir de ella, cuanto menos con la holgura suficiente para alguien acostumbrado al bienestar que le procuraba su cargo en altas instancias del poder judicial en su Alemania natal. En cierta manera, el éxito de El lector (1995) enseñó el camino a seguir al autor germano en relación a la importancia que adquirieron a partir de entonces en su literatura las mujeres. No en vano, Schlink entendió que la piedra roseta de ese hallazgo editorial pasaba por la complejidad del personaje de Hannah que había logrado plasmar en su particular lienzo con una delicadeza, un tacto de asombrosa sencillez en el empleo de un lenguaje. Para alguien acostumbrado a lidiar a diario con un lenguaje técnico (el jurídico) que, dicho sea de paso, sirvió a la causa para su serie de novelas policíacas con el denominador común del personaje del private eye Gerhard Selby, el tipo de literatura que tuvo su pieza bautismal con El lector apostaba por una luz expositiva de formas sencillas, en contraste con la plana mayor de los grandes nombres de la literatura germana del siglo XX, entre otros, Thomas Mann, Heinrich Böll, Günther Grass o Siegdried Lenz. En mi cuarta lectura de una obra de Schlink, la correspondiente a Olga (2018), no hace más que constatar el rol capital de la mujer en su literatura, en este caso en un personaje epónimo que es observado bajo la luz de tres filtros distintos que equivalen a sendas partes de una novela en que luce en su portada la reproducción del lienzo A Dark Pool de Laura Knight. En la misma observamos la figura de una joven cuyo vestido se agita producto del viento que arrecia en una costa rocosa, en una estampa que favorece al ejercicio de la reflexión por parte de Olga. Desde un prisma metafórico con arreglo al fundamento de las cartas que escribe a su amado Herbert, Olga parece haber lanzado al mar mensajes de una botella sabedora que sus misivas escritas de puño y letra con el correr de los meses, de los años ya no tendrán acuse de recibo. El espíritu aventurero de Herbert perteneciente a un escalafón social superior al de ella— acabará resultando su propia tumba. Su retrato personal, minado de un ideal aventurero y de explorador de territorios vírgenes para un Occidental en el amanecer del siglo XX, ocupa buena parte del primer tercio de la novela, aquel que opera a través de la voz de un narrador omniscente al que le toma el relevo un narrador que recoge testimonio del devenir de Olga en los años cincuenta del siglo pasado en calidad de costurera en una casa familiar de real abolengo. Schlink cierra su nueva novela editada por el sello Anagrama (fidelidad obliga) en lengua castellana con un propósito epistolar, aquel capaz de dejar al descubierto aspectos de un personaje femenino que se explica mejor a través de sus anhelos más que de sus propias experiencias. Nuevamente aflora en la literatura de Schlink la dialéctica entre el presente y el pasado (por regla general con el telón de fondo de un escenario bélico), en esa superposición de planos temporales que, como había dejado constancia en la referida El lector, El regreso (2006), se revela en Olga uno de los pilares para lograr una efectividad narrativa encofrada de una pulsión lírica, poética que la hace tan atractiva para millones de lectores que han accedido a su prosa por mediaciación de más de treinta idiomas.

viernes, 16 de agosto de 2019

UNA LEYENDA DOMINICANA: CHICHO SIBILIO (1958-2019)


Presumiblemente no sea más de setecientos metros los que separa la vivienda de mis padres del pabellón del CB L’Hospitalet de Llobregat. Recién cumplidos los ocho años, en enero de 1976 el CB L’Hospitalet celebraba su torneo anual de equipos de club juveniles y junior donde se concitaban scoutings con la mirada puesta en descubrir nuevos talentos para el baloncesto patrio. A este torneo que en tiempos cosechó un considerable prestigio, de manera regular habían sido invitadas selecciones de categorías pre-senior de distintos países, recibiendo la invitación en ese año de inicio de un cambio de paradigma en el estado español muerto el dictador, muerta la dictadura— el combinado de la República Dominicana. Por aquel entonces, la sección de básket del Barcelona quedaba relegado a la condición de segundón en una l«iga dominada por el Real Madrid, al punto que en el ecuador de la década de los setenta se llegó a registrar un resultado que hoy en día podría resultar inverosímil: el equipo blaugrana salió derrotado por sesenta puntos de diferencia en la pista del equipo blanco. Acuciado por los malos resultados, el técnico Ranko Zeravica acudió a ese recinto deportivo que sería tan familiar para un servidor en los años ochenta, reparando en un ala-pivot de dieciséis años que representaba al país antillano. La apuesta de Zeravika no estaba exenta de riesgo, ya que los frutos de aquellos fichajes concentrados en un corto espacio de tiempo debían evaluarse al medio plazo. Cándido «Chicho» Sibilio Hughes llegaría a ser considerado, junto al alero Juan Antonio San Epifanio «Epi» (n. 1959) y Nacho Solozábal (n. 1958)  la columna vertebral de aquel FC Barcelona que, en paralelo a la transición vivida en el estado español, su sección de baloncesto experimentó otra transición hacia una de las etapas más gloriosas de su Historia. A ese «diamante en bruto» procedente de la República Dominicana que, a buen seguro anhelaba algún día jugar en la NBA, los distintos entrenadores que estuvieron bajo su tutela el mencionado Zeravika, Antoni Serra y Aito García Reneses— trataron de extraerle el máximo rendimiento posible. Vi jugar en diversas ocasiones en directo a Sibilio e infinidad de veces por televisión. Cuando en 1984 la ACB instauró la línea de tres puntos en un radio de 6,15 m (al cabo pasó a los 6,25 m) Sibilio llevaba tiempo encestando más allá de esa distancia. Su mecánica de tiro sirvió de ejemplo en las innumerables escuelas formativas de básket que diseminadas a lo largo y ancho del país, a las que me sentí llamado pero pronto mi pasión por este deporte derivó a la condición de árbito y de entrenador de categorías inferiores en distintas etapas de mi vida. Como diría el llorado Andrés Montes, hay jugadores que se desenvuelven por las canchas como si llevaran frac. Entre estos jugadores tocados por la elegancia cabía situar a Chicho Sibilio, alguien capaz de promediar casi veinte puntos por partido a lo largo de trece temporadas. Junto a Epi con registros anotadores similares aunque con un estilo de juego distinto, más aferrado a la noción de pundonor y épica— formaban un tándem de ala-pivots mortífero que mereció la admiración de múltiples pistas del continente europeo. Una «hermandad» que conoció otra figura clave, la del base Nacho Solozábal, la inteligencia materializada en la cancha de juego, encomendado a marcar aquellas jugadas que indefectiblemente pasaba por las manos de Epi y Sibilio para resolver con un elevado porcentaje de aciertos tiros que hacían temible el juego exterior del FC Barcelona. Sin duda, el equipo blaugrana encontró en semejante triunvirato la piedra roseta de un proyecto ganador con carácter hegemónico a lo largo de la década de los ochenta, desfilando por sus distintas formaciones con el denominador común de Solozábal-Epi-Sibilio jugadores del talento del danés nacionalizado canadiense Lars Hansen o el estadounidense Audie Norris, entre otros.
   Transcurridos varios días desde el conocimiento de la noticia del deceso de Chicho Sibilio, a los sesenta años, regreso sobre esa mirada que conservo grabada de un jugador que contribuyó sobremanera a definir la esencia de un deporte, ese dorsal 6 que solo la sinrazón evitó que colgara en ese imaginario «palco de autoridades» que luce en lo alto del Palau, la pista mágica que ofreció tardes y noches de gloria a una sección que hoy en día ha dejado de poseer el significado de antaño. Como bien recalcó Sibilio en una entrevista realizada por el periodista Lluís Canut hace unos años, la pertenencia a un club se gana desde el afecto al mismo antes incluso de ser considerado jugador con la elástica, en su caso, blaugrana con un total de 616 partidos en su haber. Gracias, Chicho, allí donde estés, por haber sido uno de los jugadores que más hicieron para amar un deporte que puede llegar a representar una filosofía de vida. Descanse en paz un «gigante» del básket.