miércoles, 22 de marzo de 2017

«HARRY DEAN STANTON: PARTLY FICTION» (2012): EL ESTÍMULO DISPONIBLE

A punto de cruzar el puente que separa el siglo XX del siglo XXI, en un annus horribilis para la cinematografía mundial —algunos de sus peones (Andrew L. StoneBuzz Kulik), alfiles (Charles Crichton, Edward Dmytryk) y Reyes (Robert Bresson, Stanley Kubrick) fueron borrados de este tablero imaginario que compete a sus directores— el estreno de Una historia verdadera (1999) volvió a colocarnos sobre la pista de un director que llama al culto solo pronunciar su nombre: David Lynch. A nivel comercial, Lynch parecía plenamente consciente que se disparaba un tiro en el pie colocando al frente del cartel a dos octogenarios, Richard Farnsworth y Harry Dean Stanton (n. 1926). n “sacrificio” que valía la pena con tal repercutir en la gran pantalla acaso una de las últimas obras maestras filmadas en el siglo pasado. En mi memoria aún perdura asistir al pase de prensa de The Straight Story celebrado en los cines Verdi de Barcelona y salir a su conclusión con los ojos humedecidos. Al cabo, en octubre de 2000 conocíamos la noticia del fallecimiento de Farnsworth. En cambio, Harry Dean Stanton ha seguido en la brecha, pero dejando de contabilizar los largometrajes y las (mini)series de televisión en las que ha participado, la inmensa mayoría dando cobertura a personajes secundarios. El valor de la excepción lo constituye su papel de Travis en París Texas (1984) y de Bud en Repo Man (el recuperador) (1984), rodadas en un mismo año. Veintiocho y ocho años después, Harry Dean Stanton se erigió por derecho propio en el protagonista de un documental suizo que habla sobre él a través de su propia voz y de diversos directores, intérpretes y músicos que lo han tratado o siguen tratando a lo largo de los años.
   Al calor del visionado de Harry Dean Stanton: Partly Fiction (2012) podemos levantar acta de un intérprete que en los estertores de su vida, cuando su llama se va apagando, su flor marchitando, deja escrito a cámara un consejo para futuros actores: «interpretaros a vosotros mismos». Filósofo (de barra), cantante vocacional, instruido, mujeriego, solitario... Harry Dean Stanton es un personaje en sí mismo que, como señala la ex Blondie Debby Harris ha sabido mantener amistades durante muchos años, algo ciertamente complejo en un mundo como el del cine en que lo fugaz deviene la moneda de cambio común. Amistades que saben interpretar sus silencios, tan largos, tan profundos, “tan poderosos” como él mismo dice al aplicarse en esa filosofía de vida que requiere, a modo de contrapartida, ese salvavidas en forma de retribución monetaria por el sinfín de producciones en las que ha participado. De un tiempo a esta parte, de esos asuntos pecuniarios y de otros temas se ocupa Logan Sparks, quien reflexiona a cámara que Dean Stanton no comulgaba con esa vida religiosa, plegada a las ordenanzas de la Biblia, que acabarían abrazando sus dos hermanos en su Kentucky natal. Harry Dean Stanton viajaba en sentido contrario, mostrándose al llegar a ese territorio soñado —Hollywood— un outsider, alguien que podía comprometer su amistad para tirar adelante un determinado proyecto que le llamara la curiosidad. Ello le granjearía un sentido de pertenencia a una comunidad, aunque su alma solitaria ha seguido vagando de noche por rincones de la ciudad de Los Ángeles, con parada obligada en el bar de Santa Mónica Boulevard. Allí donde deja colgado a la entrada su traje de actor y se muestra conforme a la persona que es; cálida en el trato, diciendo cosas con sentido —según el propietario del local— cuando sus cuerdas vocales se tensan lo suficiente, y empinando el codo. Tampoco falta el cigarro que enciende a modo de gimnasia diaria mientras su rostro se muestra impertérrito, salvo cuando una ligera brisa, la propia de una voz amiga, activa el dispositivo de su memoria, aún con el disco duro intacto en algunas de sus partes que lo conforman. Entre esos registros de voz Dean Stanton detecta al instante la de David Lynch, quien se presta en este documental dirigido por Sophie Huber a realizar un pequeño cuestionario al veteranísimo actor. En un amago de confesión, Dean Stanton revela que Rebecca De Mornay le partió el corazón cuando lo dejó. Experiencia que le sirvió para componer el que presumiblemente sea el papel más revelador de su propia naturaleza, el de un Travis que emerge de su amnesia en París Texas para iluminar el camino de su pasado. Inocencia y autenticidad se fusionan en un mismo personaje al que da cobertura Harry Dean Stanton, quien nos habla a través de las canciones (memorable el instante en que nos deleita con un cover de “Everybody’s Talkin’” de Harry Nilsson) mientras leemos a través de su rostro angulado ese “mapa humano” lleno de melancolía, bondad y serenidad. Una “apariencia” que supone una medida de ahorro para todos aquellos directores que saben a ciencia cierta la necesidad que una imagen pueda “suplir” decenas de líneas de diálogo. A sus noventa y un años, con sesenta años de experiencia tras las cámaras, Harry Dean Stanton sigue en disposición de acogerse a ese “estímulo disponible” —expresión utilizada entre el gremio, el equivalente al encuentro del duende por estos pagos— cuando toca actuar ante las cámaras, desplegando su rica paleta de silencios en un medio al que siempre ha preferido frente al teatro donde hizo sus pinitos. Un periodo en el que Dean Stanton apenas se detiene, como tampoco el de sus años de convivencia con sus padres que acabarían divorciándose. Su rostro hace una mueca de desaprobación cuando Huber le pregunta sobre sus progenitores. En cambio, en su hogar se reserva un hueco para una foto de pequeño con su madre, al lado de otra en que luce un traje de la Marina de los Estados Unidos, cuerpo con el que sería destinado a la Batalla de Okinawa en plena Segunda Guerra Mundial. Las contradicciones propias de un ser humano único en su especie: Harry Dean Stanton.    

martes, 7 de marzo de 2017

«LOS CASOS DE HORACE RUMPOLE, ABOGADO» (1978) de John Mortimer: EL BUEN JUICIO DE UN ILUSTRE ESCRITOR

Aunque la Editorial Impedimenta va camino de la publicación de más de ciento treinta obras, no deja de resultar curioso que en su catálogo convivan piezas literarias, escritas por separado, del matrimonio formado por Penelope y John Mortimer. En 2014 vio la luz en las librerías El devorador de calabazas (1962) y tres años más tarde, en febrero de 2017, Impedimenta ha lanzado al mercado Los casos de horace Rumpole, abogado (1978), cuyo autor John Mortimer, a diferencia de su consorte durante veintidós años, se mostró proactivo en diversos ámbitos en calidad de guionista (indistintamente para televisión y cine), dramaturgo y ensayista, llegando a ser considerado uno de los escritores británicos más prolíficos de la segunda mitad del siglo XX. Produce vértigo solo asomarse a la contribución en distintas disciplinas artísticas de Sir John Mortimer, al que la vida continuamente le deparaba “distracciones” suficientes, ya sea dentro o fuera de su ámbito familiar, para ir fermentando historias que quedaran refrendadas en papel. Sin duda, su condición de abogado le procuraría “munición” suficiente para armar, a partir de finales de la década de los setenta (batiéndose en retirada en el frente cinematográfico), una serie de novelas que pivotan sobre el estrafalario Horace Rumpole, en buena lid inspirado en su figura paterna, Clifford Mortimer, cuya ceguera no le impidió seguir en el ejercicio de su profesión. Los casos de Horace Rumpole, abogado abre el fuego editorial, en una apuesta dedicida del sello Impedimenta para que vaya creciendo en su catálogo el número de referencias vinculadas a un humor so british, uno de los rasgos distintivos de la idiosincrasia de las Islas, que funciona a modo de antídoto cuando lo dramático sobrevuela en un determinado entorno y/o afecta a una determinada persona. En cierta manera, Horace Rumpole no se encuentra demasiado alejado del Reginald Perry, la criatura literaria de David Nobbs rescatado del olvido en su momento por parte de Impedimenta—, pero la particularidad del primero radica en su ámbito de trabajo, el inherente al estamento judicial en que la hipocresía, lo ruín, el sentido de la traición y la soberbia campan a sus anchas. De la lectura de Rumpole of the Bailey el título original se desprende esa capacidad corrosiva, a ratos mordaz y aisladamente irónica de John Mortimer a la hora de describir una realidad que conoció en primera persona y asimismo a través de las historias que le contaba su progenitor, más “adornadas” si cabe a medida que su visión se iba apagando y su oído se iba afinando. De aquellas escuchas surgió la pieza teatral A Voyage Round My Father (1963).    
    Bien es cierto que el acto de escribir ficción implica necesariamente que soltamos lastre, de manera consciente o inconsciente, de nuestra propia realidad. En el caso de John Mortimer el cóctel preciso para dar rienda a una critatura literaria de las características de Horace Rumpole requería de la combinación de las experiencias propias que afectarían al ámbito conyugal: «Ella, la que ha de ser obedecida», no es difícil asociarla con Penelope Mortimer y de un padre que actuó de banister preferentemente en el periodo de entreguerras. De tal suerte, John Mortimer “revivió” a su progenitor en un total de once novelas, editadas en la lengua de John Milton entre 1978 y 1992. Al alcanzar la condición de septuagenario, John Mortimer se plegó a la escritura de sus memorias Murderers and Other Friends: Another Part of Live (1995) y, de manera puntual, regresaría sobre el personaje de Horace Rumpole a través de la publicación de nuevas viñetas de una cotidianeidad judicial transformada al albur de las nuevas tecnologías. Fallecido en 2009 a los ochenta y cinco años, presumo que aún no tenemos la perspectiva suficiente para poner en valor la enorme contribución de John Mortimer en su dilatada actividad vinculada a las letras. Precisamente, en el año de su deceso se consignaría la emisión televisiva del documental John Mortimer: A Life in Words (2009), en que desfilan ante las cámaras, entre otros, el actor Sinéad Cusack, su hijastro Ross Bentley, su hija (la actriz) Emily Mortimer, Penelope Mortimer y Jon Lord, miembro de Deep Purple. Al igual que en el caso de esta legendaria formación británica adscrita al hard-rock, John Mortimer había ejercido la defensa de los Sex Pistols y de la actriz porno Linda Lovelace en los juzgados. Por ello no resulta nada extraño que se deslice en la pieza bautismal consagrada al díscolo Horace Rumpole referencias a los Rolling Stones en la primera parte de un libro que se cierra con un episodio referido a los hermanos Delgardo, en cierta manera trasuntos de los hermanos Quay que dominaron los bajos fondos de la ciudad de Londres en la década de los sesenta. En ese periodo John Mortimer ya mostraba sus garras de hábil guionista cinematográfico contribuyó a la escritura de los libretos de las magistrales adaptaciones del relato de Henry James Otra vuelta de tuerca y de la novela de Marryam Modell Bunny Lake Is Missing, pero con el cambio de decenio le aguardaba un plato que había “recalentado” en su mente en infinitas ocasiones y que acabaría siendo degustado por esos comensales ávidos de literatura con un sello de alta calidad.