No han sido pocas las veces en las noches de
vigilia de esta primavera en que me he despertado dando vueltas una y otra vez
sobre el porqué la humanidad se enfrenta a una de las mayores crisis
sanitarias, financieras, económicas y sociales, cuanto menos, desde hace una
centuria. La mecha se prendió a
finales del pasado año en Wuhan, la capital de Hubei —una de las regiones más
prósperas de la China continental— y en una franja temporal de unos meses aproximadamente unos doscientos países la expansión del SARSCOV-2 ó COVID-19 ha
condicionado, hasta nueva orden, la vida de centenares de millones de
habitantes del planeta Tierra. Lo paradójico del caso es que la pandemia
de la COVID-19 no comporta per se daños
materiales en cuanto a la estructura de edificios, de plazas, de parques, de mercados, de fábricas, en definitiva, de todo aquello que el progreso de la
civilización nos ha reportado en el curso de miles de años. El «enemigo invisible» que profetizaba Bill Gates —el creador
de Microsoft reciclado a filántropo— en una conferencia que tuvo lugar en 2015
ha cobrado un impulso difícilmente imaginable, adoptando la forma propia de un grupo de virus, los reovirus, con una característica envoltura icosaédrica formada por tres tipos de proteínas. Bien es cierto que una gran mayoría de mis
conciudadanos las necesidades, cuando no urgencias de los días del
confinamiento, neutraliza cualquier amago de razonar en torno al origen de la
pandemia. Resulta más fácil colocar la lupa en la gestión de nuestra clase
política sin mirar más allá porque, al fin y al cabo, lo demás puede resultar un
ejercicio fútil. Sin renunciar a semejante escrutinio diario, aunque evitando
en la medida de lo posible socavar el equilibrio mental y emocional de un servidor, he tratado
estos días de buscar respuestas al porqué de la situación creada, confrontando
lecturas de textos científicos (entre otros, algunos manejados durante mi época
de estudiante de Ciencias Biológicas) y visionados de reportajes o documentos
que circulan por la red con el filtro incorporado para saber discernir
el grano de la paja.
A estas alturas, si hay una certeza incuestionable es que
el epicentro de la pandemia se sitúa en Wuhan. Si echamos mano de términos
detectivescos, deviene imprescindible conocer la huella del crimen. Si
para resolver el caso de un asesinato la criminología moderna ha encontrado un
aliado de excepción en el ADN (ácido desoxirribonucleico) en este caso que nos
ocupa se trata del ARN (ácido ribonucleico), la estructura molecular contenida
en el interior de la cubierta proteica del COVID-19. Al tratarse de un
microorganismo, la complejidad de su estructura capaz de replicarse una vez
penetra en el interior de la célula humana se reduce a una escala infinitesimal
(30.000 bases distribuidas en un total de 15 genes) si la comparamos con los
3.000.000 millones de bases que conforman nuestro ADN, a razón de unos 30.000
genes. Por consiguiente, la secuenciación del genoma del coronavirus COVID-19 se encuentra
al alcance de infinidad de laboratorios de biología molecular. Prosiguiendo con
el símil detectivesco, cuando saltó la noticia de los primeros casos
registrados, según fuentes gubernamentales chinas, en Wuhan en enero de 2020,
detrás del espejo estaba convocado,
en primera instancia, uno de los sospechos
habituales: el murciélago. A fecha de hoy, existen unas mil especies
censadas del único mamífero con capacidad para volar. Algunas de estas especies de quitópteros que se encuentran en complejos de cuevas situadas en distintos puntos de la
geografía de la República China —algunas de muy difícil acceso— son “viejas
conocidas” de los investigadores del Centro de Laboratorio de Wuhan, que
acredita un nivel de bioseguridad P4, el más alto existente a nivel planetario. De ese
complejo diríase que pensado cuál fortificación militar tuve conocimiento de la
distribución de sus distintas (sub)áreas a través del programa «La estirpe de los libres» que comanda Iker Jiménez y que cobra
realidad en los tiempos de confinamiento en la plataforma de internet. Guiado
por un similar espíritu al de un servidor porque salga a la luz la verdad de
lo ocurrido en el último trimestre de 2019 en la capital de Hubei, Jiménez, entre los múltiples datos aportados en su programa fruto de una labor de investigación encomiable por parte de su equipo y/o de colaboradores eventuales (entre los que figuran epidemiólogos de reconocido prestigio) hay uno que me llamó poderosamente la atención y que ha quedado silenciado o en penumbra
para la inmensa mayoría de medios de comunación. Cerca del mercado húmedo de
Wuhan donde al parecer se localizó al «paciente 1», a unos doscientos cincuenta metros se localiza un edificio
consagrado a la investigación con microorganismos que preserva una cierta
independencia en relación al referido Laboratorio Central localizado a unos
veinte kilómetros de la «zona cero». El edificio en cuestión fue levantado
muchos años después de la existencia del mercado de marras. Casi como un escalofrio
me sobrevino el pensamiento que aquel edificio con apariencia de agencia de
viajes o de panel de oficinas vinculadas al negocio inmobiliario (el enfoque de Google Maps
ofrece una imagen nítida del mismo) podría tener una función similar a la
fábrica textil que sirve de tapadera para encubrir la realidad que se esconde
una vez traspasada una puerta que se abre merced a un dispositivo hidráculo en Plan diabólico (1966), una de las piezas
maestras dirigida por John Frankenheimer. En contraste con el core business que compete a la
organización secreta en la trama cinematográfica nacida de una novela corta de
David Ely, el edificio que alberga a un nutrido número de investigadores del
mundo de la ciencia encierra uno de los secretos mejor guardados de los últimos
tiempos, aquel que aún a día de hoy nos sigue planteando la disyuntiva de si
uno de sus residentes (ya sea por negligencia o por otra consideración que se nos escapa) fue un
hipotético «paciente
1» que no llegó a pasar por el mercado de
Wuhan o bien entre las muestras recogidas por las autoridades chinas —así lo
certifica documentalmente el programa «La estirpe de los libres»— antes que se borraran las mismas justificando la necesidad de desinfectar la zona, el COVID-19
ya estaba presente en el mercado, siendo el animal-vector de la transmisión de
murciélago a humano presumiblemente la civeta o el pangolín. Aún más escalofriante resulta
conocer que la secuencia genómica del coronavirus que se encuentra, a modo de
reservorio, en el Rhinolupus affinis —una de las especies de murciélago cuya morfología nos remite a un ser vivo surgido del Averno— estudiada en los susodichos laboratorios de Wuhan coincide en cerca de
un noventa por ciento con la primera cepa del COVID-19. En esta compleja
ecuación queda todavía por despejar si
ha habido una recombinación natural o ha sido una recombinación inducida en el
laboratorio, presumiblemente al trabajar con el SARS-COV-2 y el VIH o virus de la SIDA, cuya proteína S (localizada en la estructura proteíca en forma de bastón característica de los coronavirus) es clave para entender el mecanismo de infección que se lleva a cabo en el interior de las células
humanas. De esta segunda hipótesis es partidario el premio Nobel Luc Montagnier por ser uno de los descubridores del VIH. De todo el proceso que
se llevó a cabo para su investigación, no exento de polémica, se ocupa la
tvmovie de la HBO And the Band Played On
(1993), en la que el propio Motagnier toma protagonismo, adoptando para la ocasión las facciones del actor Patrick Bauchau. En virtud del éxito cosechado por Philadelphia (1993), otro film que aborda el tema del SIDA pero
desde una perspectiva distinta, And the Band Played On entró a formar parte de
la cartelera de nuestro país bajo el título En
el filo de la duda. Un título más propio de una intriga criminal que bien podría servir de cara a uno de los primeros capítulos relativos a la particular historia que lleva camino de
cambiar nuestras vidas, cuento menos, al corto y medio plazo.
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