lunes, 15 de febrero de 2021

«FRANK SERPICO» (2017) de Antonio D’Ambrossio: PRISIONERO DE SÍ MISMO

 

En la reciente biografía Sidney Lumet: A Life  (Thomas Dunne Books, 2019) Maura Spiegel detalla algunas cuestiones poco conocidas sobre los entresijos de buena parte de los rodajes en los que intervino el cineasta de ascendencia judía. Aunque Evans descuida el hecho que Lumet tomó el relevo a Franklin J. Schaffner y a Arthur Hiller en las producciones de Doce hombres sin piedad (1957) y El prestamista (1965), respectivamente, sí se ocupa de los pormenores de la filmación de Sérpico (1973), en que John G. Avildsen había sido la primera elección para posicionarse tras las cámaras por parte de la compañía administrada por el tycon Dino de Laurentiis. A éste le bastó leer las diez primeras páginas de la novela escrita por el periodista Peter Maas (1929-2001) para entender que había material presto a «visitar» la gran pantalla, escogiendo para la ocasión al menudo Avildsen para encargarse de tomar las riendas de un rodaje, en clave biográfica, en torno a un excéntrico policía que destapó la corrupción instalada en el seno del Cuerpo en la ciudad de Nueva York. Avildsen, a espaldas de Dino de Laurentiis, propuso al genuino Frank Serpico (n. 1936), que se interpretara a sí mismo. Ambos congeniaron a las primeras de cambio. A oídos del productor italoamericano debió llegar tan esperpéntica propuesta teniendo en cuenta que Frank Serpico no poseía las tablas suficientes para ejercer de intérprete. Eso sí, en el preludio del documental Frank Serpico (2017), en que Antonio D’Ambrossio asume la condición de «hombre-orquesta» —director, productor y guionista— el octogenario ex policía rememora que se miraba frente al espejo mientras mentalmente se preparaba para «actuar» cuando tocaba salir a la calle y aplicarse en el ejercicio de su profesión, parte de la cual denostaba. Nieto de mineros italianos, su llegada a la "tierra prometida" en compañía de sus padres y de su hermano mayor Pasquale estuvo presidido por un sabor agridulce. A golpe de humillaciones —los italianos del sur eran considerados por las autoridades neoyorquinas a un nivel similar a los africanos, según uno de los historiadores que interviene en el documental—, los Serpico trataron de abrirse camino, siendo el benjamín de la familia quien llegó a formar parte del Departamento de Policía de Nueva York durante trece años, los comprendidos entre 1959 y 1972.

   Cuarenta y cinco años después de su salida por la puerta de atrás de la NYPD Frank Serpico conocido por la traducción al español de su nombre de pila, Paco— él mismo se muestra ante las cámaras para hacer un recorrido por aquellos lugares que siguen siendo parte de su paisaje emocional, como el de la casa familiar donde residieron en los años cincuenta, su apartamento en el Greenwich Village —uno de los centros neurálgicos del hipismo en la ciudad de Nueva York— y el inmueble donde estuvo a punto de perder la vida y que le acabó causando un auténtico suplicio al quedar restos de metralla en su organismo, incluido en la vena carótida. D’Ambrossio alterna este relato en «primera persona» no exento de algunas notas de emotividad –por ejemplo, el reencuentro con su amigo, el fiscal del distrito Ramsey Clark que lo defendió en un juicio que colocaba contra las cuerdas a parte de la cúpula policial de la megápolis neoyorquina en el amanecer de la década de los setenta— con el testimonio de algunos de sus compañeros de oficio —John O’Connor, John Bal, Londen Davis, Eddie Mamet, etc.—, amigos del Greenwich Village —en singular, la bailarina Janet Panetta— o Burtt Harris, uno de los asistentes más fieles a Sidney Lumet, quien da fe de una jugosa anécdota del rodaje de Sérpico, a propósito de la dicotomía entre la ficción y la realidad. Si bien el film dirigido por Lumet y protagonizado por Al Pacino cuyo testimonio tan solo se ofrece a través de una voz en off— propició una inusitada fama al genuino Francisco Vincent Serpico, la contrapartida de la misma le llevó a abandonar los Estados Unidos, máxime al haber sido considerado un soplón. Una acusación que rebate merced a una sinceridad y honestidad que quedó refrendada en lo que llegó a ser denominada la «comisión Knapp», un punto de inflexión que afectó sobremanera a la moral de un cuerpo policial integrado por millares de agentes que, de manera cíclica, incurren en repetir una historia provisionada de prácticas de corrupción y sobornos. De aquella hoguera llegó a escapar Paco Sérpico, siendo la localidad de Haarlem su refugio holandés con la única compañía de uno mismo. La mejor manera posible de reencontrarse y empezar de nuevo en la edificación de una vida apacible, sin ataduras, cultivando la tierra y quedando al cuidado de diversas especies de animales. Con todo, Francisco Serpico, en edad provecta, sigue siendo un «prisionero de sí mismo», en una acertada síntesis sobre la realidad de un policía que desafió al Sistema y, a partir de entonces, acabaría siendo engullido por la leyenda al asociar una acción presidida por la honestidad en el cuerpo policial a un apellido de origen transalpino.