lunes, 12 de noviembre de 2018

«MARY, QUE ESCRIBIÓ FRANKENSTEIN» (2018) de Linda Bailey y Júlia Sardà: CASTILLOS EN EL AIRE


Consolidada la propuesta editorial de Impedimenta hace varios años, en una toma de decisión preñada de inteligencia y astucia, el sello madrileño quiso integrar a su excelso catálogo libros ilustrados que pueden ser saboreados indistintamente por jóvenes y adultos. Para tal menester, cabía imaginar una suerte de colección en paralelo a las novelas del formato clásico de la editorial y con portadas caracterizadas por la agradable rugosidad a su tacto. En estas delicatessen reposa la esperanza de captar a lectores a futuro, formando parte así de una estrategia que, haciendo un símil automovilístico, se alternan las luces cortas con las largas. En el interior de ese imaginario vehículo viajan los editores —con Enrique Redel ocupando la plaza del conductor— y en su parte trasera los escritores e ilustradores que han sido “invitados” a integrarse en un proyecto editorial que arrancó hace once años. Para la ocasión, la escritora canadiense especializada en cuentos infantiles Linda Bailey y la ilustradora barcelonesa Júlia Sardà, se suben al automóvil de Impedimenta para dar a conocer al público lector Mary, que escribió Frankenstein (2018). A lo largo de ese recorrido por la «Carretera de las Letras» nos asomamos a un prodigio de síntesis que bien hubiera podido ser el relato explicado de manea sucinta de Mary Shelley (2017), la propuesta cinematográfica que he visto en la gran pantalla en el verano de este año. Mas, probablemente hubiese sido el documental televisivo canadiense del mismo nombre, fechado en 2004, el que habría contribuido a avivar el interés de Bailey por dar acomodo a un relato centrado en Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), quien a los dieciocho años resolvió rubricar una novela “inmortal”, un "long-long seller" con doscientos años de antigüedad: Frankenstein o el Moderno Prometeo (1818). Al igual que la protagonista de la función televisiva —Sarah Allen—, es natural de la Columbia Británica donde reside desde hace tiempo y elabora una obra de una reputación excepcional en el campo del libro infantil y juvenil. En la edición de Impedimenta Bailey encuentra alianza con el talento de Júlia Sardà en calidad de ilustradora. Habiendo emprendido un anterior viaje con Impedimenta en este mismo año —suyas son las ilustraciones que podemos encontrar en el interior de Los Liszt (2018) de Kyo McLear—, Sardà deja impreso un estilo singular en la práctica totalidad de la cincuentena de páginas que integran este precioso volumen encuadernado en tapa dura. Descontadas las notas de la propia autora Linda Bailey, que entre otras cuestiones reflexiona sobre el contenido del prefacio escrito por Mary Shelley en 1831, las dos últimas láminas cuentan con ilustraciones a sangre. Mientras en la página impar observamos una imagen del soñado estreno londinense de Frankenstein (1931), luciendo la imagen de un transfigurado Boris Karloff (maquillaje cortesía de Jack Pierce con sugerencias a cargo del propio director de la cinta, James Whale) como el «Monstruo», en su reverso página par— aparece el retrato de la procaz escritora concebido por Richard Rothwell y que se exhibe en la National Portrait Gallery. En el momento que Rothwell inmortalizó su imagen en un lienzo, Mary Shelley contaba con cuarenta y tres años. Una edad que tan solo llegaría a alcanzar su hermanastra Claire de las otras cuatro personas que quedaron a resguardo en una casa solariega, situada a los pies del largo Lehman, en una desapacible noche de verano de 1817. En ese momento Lord Byron retó a sus acompañantes a escribir una historia de fantasmas cada uno de ellos. Únicamente Mary Shelley y John William Polidori (el médico de Lord Byron) llegaron a la meta propuesta, aunque con fortuna dispar. Si bien es cierto que Mary Shelley pasaría a la posteridad por su novela Frankenstein o el Moderno Prometeo, Polidori presumiblemente —tal como razona la propia Bailey— con su errática El vampiro creó el gérmen de la otra novela —Drácula (1897) de Bram Stoker— que prácticamente todo el mundo verbaliza cuando se trata de empezar a enumerar dos obras adscritas al género de terror gótico. Antes de definir las líneas maestras de sus respectivas piezas literarias, Mary Shelley y Stoker tuvieron que valerse de esos “castillos en el aire”, sinónimo de una imaginación que en el caso de la hija de un renombrado escritor de la época (William Godwin) y la autora de uno de los primeros tratados sobre el feminismo (Mary Wollstonecraft), empezó a desbordarla sobre todo a partir de su “destierro” escocés, a pocos años vista de alumbrar su Opus magna.                  

domingo, 11 de noviembre de 2018

SANDY DENNY (1947-1978): «ESCALERAS AL CIELO» DEL FOLK-ROCK BRITÁNICO

Entre las numerosas curiosidades que adornan el untitled cuarto álbum en estudio de Led Zeppelin se encuentra la participación de Sandy Denny (1947-1978) para complementar las voces que se escuchan en la grabación del tema “The Battle of Evermore”, que hace alusión a la confrontación de ingleses y británicos en el siglo XV. Óbviamente, la canción nacida de unos acordes creados por Jimmy Page a la mandolina (instrumento raro de localizar el abecedario de los Zeppelin), quedó de inmediato eclipsada por ese “milagro” musical llamado “Stairway to Heaven” que computó en el siguiente surco de un disco que contribuyó a elevar a los altares del rock a la banda británica liderada por Robert Plant. A pesar de que los caminos de Denny no volvieron a cruzarse, Plant sentenció: «ella es mi cantante favorita de todas las chicas británicas que hayan existido». La frase lapidaria encabeza el texto del libreto rubricado por Clinton Heylin para el disco recopilatorio Sandy Denny: No More Sad Refrains. The Anthology (2000). Un título cargado de cierta ironía que el propio Heylin utilizó para la publicación de una biografía que llegó al circuito comercial dos años más tarde, dando así a conocer los pormenores de una vida truncada a los treinta y un años de edad, tras una serie de complicaciones derivadas de una caída en que su cabeza golpeó contra el suelo. Aquella cabeza provisionada de una revuelta melena rubia de la que surgirían composiciones direccionadas hacia esas almas afligidas por el dolor, el sentimiento del abandono y/o la necesidad de la búsqueda de renovadas motivaciones alejadas de entornos hostiles. Con un hiato de catorce años, otra biografía --si acaso menos contemplativa que la de Heylin al abordar cuestiones un tanto escabrosas--, Sandy Denny: The Tragic Story of Britain's Unsung Folk Heroine (2016) de Len Brown, reforzaría el interés por conocer cuestiones relativas a este ángel caído.
   En un viaje por tierras holandeses que tuvo lugar este pasado verano reparé en una tienda de Utrech en el doble disco compacto Sandy Denny: No More Sad Refrains. The Anthology. Por aquel entonces, para un servidor la obra de Denny era sinónimo de un eco lejano, de tonadas que presumiblemente había escuchado en mi prospección a finales del siglo XX por las voces femeninas, casi todas adscritas a figuras musicales procedentes del continente norteamericano. Al calor de varias escuchas de este CD que contiene la integridad de las canciones que jalonan los dos primeros álbums en solitario de Denny —The North Star Grassman and the Ravens (1971) y Sandy (1972)—, su música ha ejercido una especie de hechizo en mi persona. Su voz se contorsiona hasta adoptar aires inherentes al folk, rock, de canción tradicional irlandesa, pop e incluso country. Su escucha se hace especialmente favorable cuando el termómetro de nuestros sentimientos situado en zonas valle, arropando la calidez de su voz en esas noches de vigilia a la espera que amaine el temporal que sopla con intensidad. Es entonces cuando la música de Sandy Denny —parafraseando una de sus emblemáticas canciones— suena como un viejo vals, aquel provisionado para rememorar cada uno de sus compases ¾ en lo más recóndito de nuestra memoria. No me cabe duda que si Sandy Denny, cuanto menos hubiese alcanzado la cincuentena, hoy en día seguiría siendo venerada por una legión de fans. El infortunio quiso que Alexandra Elene MacLean Denny —cuyos ancestros por parte de madre se ubican en la tierra de William Wallace— expirara al poco de cumplir la treintena, dejando tras de sí un reguero de piezas maestras abordadas en solitario, y una carrera musical asociada a la historia de Fairport Convention. De esencias folk, la banda en cuestión se benefició de la participación de Sandy Denny para algunos de sus discos más emblemáticos, pero decidió descabalgarse de Fairport Convention para seguir su propio instinto, aquel adueñado de la idea de edificar una actividad profesional en calidad de cantautora en solitario, dejando para los anales un total de cuatro discos de estudio a lo largo de los años setenta. Espero que llegue el momento para atender a la escritura de un ensayo en forma de libro que ayude a redimensionar la importancia de esas féminas cantautoras, responsables de esa revolución silenciosa arbitrada desde los tiempos del flower power y que alcanza hasta nuestros días. Sin duda, un apartado quedará reservado a Sandy Denny, la autora de proezas compositivas y vocales como “Man of Iron”, “Solo”, “One More Chance” o Late November”.