Consolidada la propuesta editorial de Impedimenta hace
varios años, en una toma de decisión preñada de inteligencia y astucia, el
sello madrileño quiso integrar a su excelso catálogo libros ilustrados que
pueden ser saboreados indistintamente
por jóvenes y adultos. Para tal menester, cabía imaginar una suerte de colección
en paralelo a las novelas del formato clásico de la editorial y con portadas
caracterizadas por la agradable rugosidad a su tacto. En estas delicatessen reposa la esperanza de
captar a lectores a futuro, formando parte así de una estrategia que, haciendo
un símil automovilístico, se alternan las luces cortas con las largas. En el
interior de ese imaginario vehículo viajan los editores —con Enrique Redel
ocupando la plaza del conductor— y en su parte trasera los escritores e
ilustradores que han sido “invitados” a integrarse en un proyecto editorial que
arrancó hace once años. Para la ocasión, la escritora canadiense especializada
en cuentos infantiles Linda Bailey y la ilustradora barcelonesa Júlia Sardà, se
suben al automóvil de Impedimenta
para dar a conocer al público lector Mary,
que escribió Frankenstein (2018). A lo largo de ese recorrido por la «Carretera de las Letras» nos asomamos a un prodigio de
síntesis que bien hubiera podido ser el relato explicado de manea sucinta de Mary Shelley (2017), la propuesta
cinematográfica que he visto en la gran pantalla en el verano de este año. Mas,
probablemente hubiese sido el documental televisivo canadiense del mismo nombre,
fechado en 2004, el que habría contribuido a avivar el interés de Bailey por dar
acomodo a un relato centrado en Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), quien a
los dieciocho años resolvió rubricar una novela “inmortal”, un "long-long seller" con doscientos años de
antigüedad: Frankenstein o el Moderno
Prometeo (1818). Al igual que la protagonista de la función televisiva —Sarah
Allen—, es natural de la Columbia Británica donde reside desde hace tiempo y
elabora una obra de una reputación excepcional en el campo del libro infantil y
juvenil. En la edición de Impedimenta Bailey encuentra alianza con el talento
de Júlia Sardà en calidad de ilustradora. Habiendo emprendido un anterior viaje con Impedimenta en este mismo año —suyas
son las ilustraciones que podemos encontrar en el interior de Los Liszt (2018) de Kyo McLear—, Sardà
deja impreso un estilo singular en la práctica totalidad de la cincuentena de
páginas que integran este precioso volumen encuadernado en tapa dura.
Descontadas las notas de la propia autora Linda Bailey, que entre otras
cuestiones reflexiona sobre el contenido del prefacio escrito por Mary Shelley
en 1831, las dos últimas láminas cuentan con ilustraciones a sangre. Mientras
en la página impar observamos una imagen del soñado estreno londinense de
Frankenstein (1931), luciendo la imagen de un transfigurado Boris Karloff
(maquillaje cortesía de Jack Pierce con sugerencias a cargo del propio director
de la cinta, James Whale) como el «Monstruo», en su reverso —página par— aparece el retrato de la procaz
escritora concebido por Richard Rothwell y que se exhibe en la National
Portrait Gallery. En el momento que Rothwell inmortalizó su imagen en un lienzo, Mary Shelley contaba con cuarenta y tres años. Una edad que tan solo llegaría a
alcanzar su hermanastra Claire de las otras cuatro personas que quedaron a
resguardo en una casa solariega, situada a los pies del largo Lehman, en una desapacible noche de verano de 1817. En ese
momento Lord Byron retó a sus acompañantes a escribir una historia de fantasmas
cada uno de ellos. Únicamente Mary Shelley y John William Polidori (el médico de Lord Byron) llegaron a la meta
propuesta, aunque con fortuna dispar. Si bien es cierto que Mary Shelley
pasaría a la posteridad por su novela Frankenstein
o el Moderno Prometeo, Polidori presumiblemente —tal como razona la propia
Bailey— con su errática El vampiro
creó el gérmen de la otra novela —Drácula (1897) de Bram Stoker— que prácticamente todo el mundo verbaliza cuando se trata de
empezar a enumerar dos obras adscritas al género de terror gótico. Antes de
definir las líneas maestras de sus respectivas piezas literarias, Mary Shelley
y Stoker tuvieron que valerse de esos “castillos en el aire”, sinónimo de una
imaginación que en el caso de la hija de un renombrado escritor de la época (William Godwin) y
la autora de uno de los primeros tratados sobre el feminismo (Mary Wollstonecraft), empezó a
desbordarla sobre todo a partir de su “destierro” escocés, a pocos años vista de alumbrar
su Opus magna.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
lunes, 12 de noviembre de 2018
«MARY, QUE ESCRIBIÓ FRANKENSTEIN» (2018) de Linda Bailey y Júlia Sardà: CASTILLOS EN EL AIRE
domingo, 11 de noviembre de 2018
SANDY DENNY (1947-1978): «ESCALERAS AL CIELO» DEL FOLK-ROCK BRITÁNICO
Entre las numerosas curiosidades que adornan
el untitled cuarto álbum en estudio
de Led Zeppelin se encuentra la participación de Sandy Denny (1947-1978) para
complementar las voces que se escuchan en la grabación del tema “The Battle of
Evermore”, que hace alusión a la confrontación de ingleses y británicos en el
siglo XV. Óbviamente, la canción nacida de unos acordes creados por Jimmy Page a
la mandolina (instrumento raro de localizar el abecedario de los Zeppelin), quedó
de inmediato eclipsada por ese “milagro” musical llamado “Stairway to Heaven”
que computó en el siguiente surco de
un disco que contribuyó a elevar a los altares del rock a la banda británica
liderada por Robert Plant. A pesar de que los caminos de Denny no volvieron a
cruzarse, Plant sentenció: «ella es mi cantante
favorita de todas las chicas británicas que hayan existido». La frase lapidaria encabeza el texto
del libreto rubricado por Clinton Heylin para el disco recopilatorio Sandy Denny: No More Sad Refrains. The
Anthology (2000). Un título cargado de cierta ironía que el propio Heylin
utilizó para la publicación de una biografía que llegó al circuito comercial
dos años más tarde, dando así a conocer los pormenores de una vida truncada a
los treinta y un años de edad, tras una serie de complicaciones derivadas de
una caída en que su cabeza golpeó contra el suelo. Aquella cabeza provisionada
de una revuelta melena rubia de la que surgirían composiciones direccionadas hacia esas
almas afligidas por el dolor, el sentimiento del abandono y/o la necesidad de la
búsqueda de renovadas motivaciones alejadas de entornos hostiles. Con un hiato de catorce años, otra biografía --si acaso menos contemplativa que la de Heylin al abordar cuestiones un tanto escabrosas--, Sandy Denny: The Tragic Story of Britain's Unsung Folk Heroine (2016) de Len Brown, reforzaría el interés por conocer cuestiones relativas a este ángel caído.
En un viaje por tierras holandeses que tuvo
lugar este pasado verano reparé en una tienda de Utrech en el doble disco
compacto Sandy Denny: No More Sad Refrains.
The Anthology. Por aquel entonces, para un servidor la obra de Denny era
sinónimo de un eco lejano, de tonadas que presumiblemente había escuchado en mi
prospección a finales del siglo XX por las voces femeninas, casi todas adscritas
a figuras musicales procedentes del continente norteamericano. Al calor de
varias escuchas de este CD que contiene la integridad de las canciones que
jalonan los dos primeros álbums en solitario de Denny —The North Star Grassman and the Ravens (1971) y Sandy (1972)—, su música ha ejercido una
especie de hechizo en mi persona. Su voz se contorsiona
hasta adoptar aires inherentes al folk, rock, de canción tradicional irlandesa, pop e incluso country. Su escucha se hace especialmente favorable cuando el termómetro de nuestros sentimientos situado
en zonas valle, arropando la calidez
de su voz en esas noches de vigilia a la espera que amaine el temporal que
sopla con intensidad. Es entonces cuando la música de Sandy Denny —parafraseando
una de sus emblemáticas canciones— suena como
un viejo vals, aquel provisionado para rememorar cada uno de sus compases ¾
en lo más recóndito de nuestra memoria. No me cabe duda que si Sandy Denny,
cuanto menos hubiese alcanzado la cincuentena, hoy en día seguiría siendo
venerada por una legión de fans. El infortunio quiso que Alexandra Elene
MacLean Denny —cuyos ancestros por parte de madre se ubican en la tierra de
William Wallace— expirara al poco de cumplir la treintena, dejando tras de sí
un reguero de piezas maestras abordadas en solitario, y una carrera musical asociada
a la historia de Fairport Convention. De esencias folk, la banda en cuestión se
benefició de la participación de Sandy Denny para algunos de sus discos más
emblemáticos, pero decidió descabalgarse de Fairport Convention para seguir su
propio instinto, aquel adueñado de la idea de edificar una actividad profesional
en calidad de cantautora en solitario, dejando para los anales un total de cuatro discos de
estudio a lo largo de los años setenta. Espero que llegue el momento para
atender a la escritura de un ensayo en forma de libro que ayude a redimensionar
la importancia de esas féminas cantautoras, responsables de esa revolución
silenciosa arbitrada desde los tiempos del flower power y que alcanza hasta
nuestros días. Sin duda, un apartado quedará reservado a Sandy Denny, la autora
de proezas compositivas y vocales como “Man of Iron”, “Solo”, “One More Chance”
o Late November”.
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