A la altura de mediados los
años cuarenta del siglo pasado aún seguía prevaleciendo el pensamiento entre
expertos en la materia que las islas que conforman la Polinesia tuvieron en el
continente asiático (la cuna de la
civilización) sus primeros moradores. Así pues, se encontraban en minoría los
que sostenían el razonamiento que provenían de América del Sur, pero su
demostración pasaba por la prueba empírica de un viaje a mar abierto
reproduciendo similares condiciones a las empleados siglos atrás. Thor
Hegerdahl (1914-2002), atraído desde hacía tiempo por ese enclave del planeta y
poseído por un espíritu aventurero que no tuvo límite hasta el fin de sus días,
convenció a cuatro de sus compatriotas noruegos —Tornstein Raaby, Knut Haugland,
Herman Watzinger y Erik Hasselberg— y al sueco Beng Danielsson con el ánimo de
construir una balsa de madera bautizada con el nombre Kon-Tiki («dios blanco del sol»). Antes de partir con el artilugio
flotante, la teoría sostenida por Hegerdahl era que podrían alcanzar el
objetivo propuesto (desembarcar en una de las islas de la Polinesia) merced a
los vientos alíseos que se mostraban imperturbables en la dirección adoptada
desde tiempos inmemoriales, las propias de la edad de la tierra. Planteado en
términos de desafío procurado por un sexteto de escandinavos que, a juicio de
una pléyade de expertos, éstos no parecían encontrarse en sus cabales,
Hegerdahl se puso al frente del timón
de la nave Kon-Tiki. La habilidad de Hegerdahl y su equipo no recaló tan solo
en atender a cualquier tipo de contratiempo que se interpusiera en el camino
con tal de lograr tamaña proeza partiendo desde el puerto de Callao (Perú) en
1947, sino en dejar constancia visual de la expedición de la Kon-Tiki, surcando
las aguas del Pacífico. En tiempos que la ficción cinematográfica empezaba a
tejer historias libradas en alta mar
Rodado en blanco y negro,
aunque se conservan imágenes en color tal como atestigua el material extra que
acompaña la edición en formato digital de Kon-Tiki:
el documental (1950), la “proeza” fílmica administrada por la cámara de Hegerdahl
obtuvo la recompensa de un Oscar en su categoría. Lejos de obedecer al
“mandato” de una estrategia comercial dispuesta a situar a Kon-Tiki en una posición franca a alcanzar la preciada estatuilla
dorada, su premio obedece a cuestiones que escapan a la comprensión de sus
principales artífices, al frente de los cuales asomaría la figura de Hegerdhal.
Su carácter de leyenda quedaría plenamente refrendado al calor de nuevos retos
que él mismo se consagró a filmar, imbuido de una orientación de documentalista
pionero al más puro estilo de Robert J. Flaherty. De tal suerte, el “héroe
nacional” noruego natural de Larvik dirigió los documentales Galápagos (1955), Aku-Aku (1960) y Ra
(1971), completando así una tetralogía con el leit motiv de expediciones que
aportaron conocimiento a aquellas comunidades científicas donde el testimonio
de Hegerdhal a veces parecía generar un pozo de controversia. No en vano, él
había colocado sobre el tapete una realidad enfrentada a ciertos razonamientos
que se habían convertido en una especie de dogma de fe.
Poco
después de haber fallecido, a los ochenta y siete años de edad, bajo pabellón
noruego se llevó a cabo una producción cinematográfica, en clave dramática, con
idéntico título al del documental de marras. Un título que, al cabo, sería
observado en forma de talismán ya que Kon-Tiki
(2012) mereció una nominación al Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa.
Más que el noruego, el lenguaje que
se habla en esta producción es el propio de la gramática marina, aquella dispuesta a mostrar una realidad minada
de adversidades (arrecifes, tiburones, oleajes, etc.) antes de llevar a buen
puerto una hazaña con aroma de utopía.
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