domingo, 28 de octubre de 2018

«EL HECHICERO» (1939): LA «NOUVELLE» RESCATADA DE VLADIMIR NABOKOV EN EL VIAJE A ITHACA


En octubre de 1998, a las puertas de conmemorarse el centenario del nacimiento de Vladimir Nabokov (1899-1977), su único hijo Dimitri anunció, a través de sus abogados, una querella ante los tribunales de justicia estadounidenses para evitar la publicación de Los diarios de Lolita, de Pia Pera. En su defensa, la editorial dispuesta a publicar el manuscrito de Pera alegó que se trataba de historias distintas y que incluso se habían cambiado el nombre de los personajes manteniendo, eso sí, el de la ninfa nacida de la pluma de Vladimir Nabokov. Así pues, además de traductor del ruso al inglés de las novelas o relatos que  su progenitor había pergeñado en su patria de origen antes de trasladarse a vivir a Norteamérica, Dimitri Nabokov (1934-2012) se consagró a la salvaguarda de su patrimonio literario. Fallecido a los setenta y ocho años en el mismo país que lo hizo su padre Suiza, Dimitri, a buen seguro, hubiese abierto otro frente judicial a la publicación en este pasado mes septiembre del ensayo The Real Lolita: The Kidnapping of Sally Horner (2018), en que su autora Sarah Weinman abona la tesis que el secuestro real de Sally Horner por parte de un paedófilo llamado Frank LaSalle, en Candem (Nueva Jersey) en junio de 1948, marca diversos puntos de contacto con la ficción literaria de Vladimir Nabokov que cursó categoría de longseller. A modo de ejemplo de semejante catalogación, en el sello Anagrama han alcanzado veintitrés ediciones de Lolita y no parece detenerse en esta cifra. Mucho más modesta, pero asimismo harto significativo del interés que sigue despertando el genio literario de Vladimir Nabokov, deviene la cuarta edición de El hechicero (1939), la nouvelle que indefectiblemente figura en el cuerpo de análisis de aquellos dispuestos a bosquejar en los orígenes de una pieza suprema de la literatura universal como Lolita. La “divina providencia”, pues, ha querido que tras la publicación del ensayo de Weinman, el sello barcelonés ha “contraprogramado” una nueva edición de El hechicero que coloca los puntos sobre las íes en la medida que las apenas setenta páginas de las que consta la última de las novelas rusas de Vladimir Nabokov anticipa la principal línea argumental de Lolita. En la mente de personalidades abocadas al ejercicio de la escritura en prosa el “principio de linealidad”, en que «A» conduce a «B», y así sucesivamente, no tiene sentido aplicar, más aún si cabe en la mente de un creador de la singularidad de Vladimir Nabokov que no concedía a la adecuación de una trama bien armada de principio a fin el andamiaje básico para construir una pieza literaria capaz de quedar perpetuada con el devenir de los años.
   El favoritismo que he mostrado durante lustros por la obra de Vladimir Nabokov me ha llevado a atender a la lectura de El hechicero con fruición. El propio afamado escrito la dio por perdida hasta que figuró entre el material que, tras un complejo traslado, "domicilió" en los Estados Unidos. A su muerte, su hijo, ya instalado en Ithaca (Grecia) se consagró a traducirla guiado "espiritualmente" por su progenitor. En el palpitar de sus páginas parecen desprenderse las sombras de las imágenes de Lolita, así como los temas que marcarían el “itinerario” de una propuesta tan desafiante para la moralidad estadounidense de la época como milimétrica en su dispositivo narrativo. Bien es cierto que las diferencias entre sendas piezas literarias un aspecto que Dimitri Nabokov recalca en su particular ensayo Sobre un libro titulado El hechicero fechado en abril de 1986, a modo de complemento de la presente edición con una sublime ilustración de la portada a cargo de Hemm Klim y traducción de Enrique Murillo— resultan palmarias en cada uno de los frentes que se quiera indagar con la salvedad de su esqueleto argumental. Con todo, en los pliegues de esa literatura pautada por el aliento poético inherente a Vladimir Nabokov reconocemos la huella primigenia de Lolita Haze plenamente afincada en el imaginario colectivo sobre todo a partir de su “representación” en la gran pantalla de la mano de Stanley Kubrick en 1962. En esa misma década, Dimitri Nabokov, compaginó el ejercicio de traductor y fiel escudero de la obra paterna con el bel canto, aquel que le llevó a subirse en los escenarios donde llegó a compartir cartel con la recientemente desaparecida Montserrat Caballé y Jaume Aragall. Pero, sin duda, donde su voz se dejó sentir con mayor fuerza fue al enfrentarse a traducir textos que, en ocasiones, obedecían a auténticos ejercicios de equilibrismo con la mente orientada a no traicionar el espíritu –en ocasiones un tanto burlón— de su insigne progenitor.                           


martes, 16 de octubre de 2018

LA «NAVE» MUSICAL DE «STARMAN» JOHN CARPENTER, ATERRIZÓ EN SITGES

Sin margen de error, 1987 —en vísperas de cumplir mi veinte aniversario— fue el año que empecé a seguir la pista de John Carpenter, un director cuyo rostro asociaba por aquel entonces con Mike D’Antoni, el playmarket estadounidense que llegó a formar parte de una de las más celebradas plantillas del equipo de básket de Milán. Dificilmente podré olvidar el impacto que causó en mi persona la proyección en una copia doblada en 16 m/m de Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976) en la última sesión del primer día del mes de septiembre de aquel año. Arranque, pues, de un curso cinematográfico que concluyó en los cines Nàpols (hoy en día reformulada en la sala Phenomena) con la proyección de La cosa (1982), en régimen de reposición, en agosto de 1988. Posiblemente estos sean dos de los títulos de la filmografía de Carpenter que siguen atrapándome al revisarlas, la primera porque representa un ejemplo paradigmático de que la economía de medios puede fomentar el ingenio, y la otra porque soporta el paso del tiempo dado que nació con la denominación de origen de “clásico instantáneo”, todo un dechado de virtudes con resabios hawskianos. En cierto sentido, la seminal The Thing marcó un punto de inflexión en relación a la consideración crítica que podría merecer hasta entonces la obra de Carpenter. No obstante, las noticias que llegaban del otro lado del Atlántico hablaban de una enfermedad que se le había diagnosticado. Ciertamente, año tras año el Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges cursaba invitación a Carpenter para asistir al certamen catalán, pero había la negativa por respuesta parapetándose en la enfermedad que, al parecer, padecía. Su deterioro físico en cuestión de pocos años no iba encaminado a desmentirlo. Han tenido que transcurrir treinta y seis años desde entonces para que John Howard Carpenter hiciera acto de presencia en Sitges, pero con un camuflaje distinto al que podría presuponerse. Lo hizo ejerciendo de frontman del sexteto de músicos que tocan mayoritariamente piezas de su repertorio en calidad de compositor de bandas sonoras de sus producciones cinematográficas y que se encuentran de gira este otoño por distintos puntos del planeta.
   Liberado de mis obligaciones como jurado de un par de secciones Órbita y Fantastic Discovery— de la 51 edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, acudí en compañía de mi mujer Esther Solías al concierto que la banda de John Carpenter dio el pasado 13 de octubre de 2018 en su estelar jornada de cierre. La jornada se iniciaba con una visita al vetusto y, a la par, entrañable cine El Prado para contemplar La noche de Halloween (1978) un film que me ha ido ganando con el correr de los años— antes de la hora de comer. Una manera adecuada para empezar a sintonizar la emisora musical de Mr. Carpenter en un espacio deslumbrante como el Auditori Melià la sede central del certamen de la Blanca Subur, en que el público asistente cerca de un millar, con el aforo prácticamente lleno— quiso, antes que nada, en un acto reflejo fijar la mirada en el centro del rectángulo para, presumo, que la espera de tanto años años para muchos de nosotros había valido la pena. En la víspera del evento, alguien me comentó que John Carpenter estaba de vuelta del cine. A la luz de lo escuchado y visto en aquel prodigioso sábado con el cielo encapotado niego la mayor. Carpenter sigue aferrado al cine, pero siendo observado desde otro flanco, acaso el más desconocido para el común de los mortales. A pesar de la escasa hora de concierto no se escucharon reproches. Carpenter cumplió un sueño para la plana mayor de los que asistimos a un concierto en que se hizo un repaso de sus trabajos cinematográficos a través de composiciones (en su inmensa mayoría) propias y ajenas (Starman y La cosa, cortesía de Jack Nitzsche y Ennio Morricone, respecitvamente). En distintas fases del concierto llegaron a intervenir tres bajistas (John Koresky, Scott Server y Daniel Davies, el más virtuoso de todos ellos), formando un particular combo junto a dos teclados (administrados por padre e hijo, Cody Carpenter) y batería (John Spiker). Sin duda, uno de los high points de la velada fue la ejecución del tema medular de In the Mouth of Madnsess, en que se respiraban aires de blues en ese mar de secuencias musicales programadas al ordenador por el maestro de ceremonias. Con aderezo de algunos temas que no tienen correspondencia con la hacienda cinematográfica, la velada resultó un viaje a ese cine ordeñado con una proverbial capacidad de síntesis, al compás de una música que se define por su sencillez y eficacia. Pocas notas bastan, por ejemplo, para adentrarnos en la boca del miedo de propuestas como La noche de Halloween o Asalto a la comisaría del Distrito 13. Al filo de las diez de la noche, en aquella jornada inolvidable los astros se conjuraron una vez más para contemplar en pantalla gigante y en calidad 4K 2001: una odisea del espacio (2001). No en vano, al igual que para tantos de su generación, para un veinteañero John Carpenter representó toda una “revelación”. En mi caso, en la misma franja de edad esa añeja proyección de Assault On Precinct 13 despertó la atención y el interés por un cineasta irrepetible y singular, entre otras consideraciones, por su desdoblamiento en compositor con apenas unos someros conocimientos teóricos en esta materia. El ejercicio del autodidacta elevado a la enésima potencia. Carpenter, en definitiva, triunfó en esa jornada de cierre de una excepcional edición concebida bajo el influjo del monolito de 2001, leit motiv del cartel del festival.