«No sé nada de Nelle, aunque leí en una revista que “se había
retirado” a escribir su segunda novela». Este párrafo extraído del contenido de una carta fechada el
5 de mayo de 1962 y escrita por Truman Capote en su destierro voluntario en el municipio de Palamós, en la Costa Brava,
razona sobre las verdaderas intenciones de la autora de Matar un ruiseñor (1960) por querer emprender la actividad
artística que le dio relevancia a escala internacional. La misiva en cuestión
tuvo como destinatario el matrimonio formado por Alvin y Marie Dewey, y puede
leerse en el volumen Un placer fugaz:
Correspondencia (2006, Ed. Lumen) junto al contenido de centenares de
cartas que conservaría como oro en paño Truman Capote hasta el fin de sus días.
Empero, ninguna de estas tienen a «Nelle» Harper
Lee (1926-2016) por expreso deseo de ésta, quien quiso preservar su privacidad,
máxime a partir de ser distinguida con el premio Pulitzer al año siguiente de
la publicación de To Kill a Mockingbird.
No cabe duda que esta postura alimentaría el mito sobre una escritora que había
forjado una sólida amistad con Truman Capote a lo largo de la infancia de ambos
en Monroeville, la pequeña localidad del estado de Alabama que sirvió de fuente
de inspiración para el «escenario» natural (el contado de Maycomb) que habilita el relato de Matar un ruiseñor. Poco debió importar a
Capote que el personaje secundario en la «ficción» literaria de la opera prima de Lee llamado Dill encontrara
su molde en aquella figura enjuta y resabiada que acompañaba a todas horas en
el periodo estival a Scout y/o Jem, los hijos del abogado local Atticus Finch. De
algún modo, Lee le devolvió la «moneda» tras
atender a la lectura de Otras voces,
otros ámbitos (1948), en que una de las gemelas del debut literario del
precoz Capote —Idabel— había sido ideado sobre los trazos más volubles de la
personalidad de su amiga del alma en
tiempos en que el futuro autor de Desayuno en Tiffany’s era observado bajo la
lupa de los lugareños de Monroeville conforme a un «cuerpo extraño». Truman Capote nunca negó que Otras voces, otros ámbitos obedeciera a
una pieza literaria de diáfano calado autobiográfico. En cambio, la negativa
sistemática de Harper Lee a conceder entrevistas (sobre todo aquellas con
cierta carga de profundidad) dejó en suspenso que cobraran carta de naturaleza paralelismos
entre la realidad y la ficción con la salvedad del personaje de Dill. Así pues,
la clave para descrifrar el «enigma Harper Lee» podía provenir del propio Capote, quien en otra de sus
misivas contenidas en el volumen Un
placer fugaz: Correspondencia no dudó en subrayar que los personajes de la
novela Matar un ruiseñor hicieron su prospección por la realidad. Abundando en esta tesis, Gregory Peck,
una vez escogido para encarnar a Atticus Finch en la versión cinematográfica de
To Kill a Mockingbird, mantuvo largas
conversaciones con Amasa Coleman Lee, el padre de Nelle. Poco margen para la duda
cabe, pues, a la hora de emparentar a A. C. Lee con su traducción literaria, la de Atticus Finch, epítome de honestidad en
el contexto de un entorno rural en que quedaba al descubierto un racismo latente
en la sociedad estadounidense aún hoy en día.
Mientras he ido siguiendo el dictado de la
actualidad con el enésimo episodio de racismo en los Estados Unidos —cuyo detonante
fue el asesinato del ciudadano de raza negra George Floyd por asfixia debido a
las malas prácticas de la policía local del estado de Minnesota— me he
consagrado a la lectura de Ve y pon un
centinela (2015), aquella segunda novela que Harper Lee había ido moldeando
a renglón seguido de obtener el premio Pulitzer. Presumiblemente, en el fuero
interno de Lee pesaba el hecho que su opera prima llegara a una cuotas de
aceptación que jamás hubiese imaginado con el respaldo de una adaptación
cinética que respetaba el «espíritu» de la misma y cuyo «antihéroe» Atticus Finch no podía tener un mejor huésped que Gregory
Peck, merecidamente acreedor de un Oscar por su excelsa intepretación. A raíz
del estreno del film en los Estados Unidos a las puertas de las navidades de 1962, el personaje de Atticus Finch ha aparecido en la cabecera de las listas de hombres garantes en la gran
pantalla de los valores propios de la integridad y —como he señalado— y la honestidad,
en defensa de aquellos más desfavorecidos. Un personaje capriano en toda regla que Harper Lee iría esculpiendo a partir de
la figura de su progenitor —asimismo abogado—, siendo uno de los mayores «hallazgos» de una novela que he vuelto a releer en los días de
(post)confinamiento con el objetivo de fijar un criterio más certero sobre el
contenido y el «continente» de Ve
y pon un centinela. Sin lugar a dudas, lejos de la especulación, a todas luces
infundada, que Go Set a Watchman
hubiese sido un borrador de To Kill a
Mockingbird, la segunda novela de Lee —descubierta bien entrado el siglo XXI entre
los textos manuscritos de Lee— atiende a la condición de continuación. Lee recupera, a
modo de flashbacks, algunos de esos
espacios cautivos de la infancia de Scout, Jem y Dill, pero la historia gira en
torno a las visicitudes de una joven de veintiséis años afincada en Nueva York llamada Jean Louise
(AKA Scout) a su regreso temporal a los dominios de Monroeville. Un hiato de unos dieciocho años sirve de pórtico de entrada para tomar la temperatura de unos personajes que siguen anclados, en cierta
manera, en el pasado. En buena lid, la novela en cuestión puede sorprender
al lector familiarizado con Matar un
ruiseñor por cuanto despoja de esa imagen icónica de humanista a Atticus
Finch, descubriendo algunos aspectos de su pasado —en especial, su vinculación fugaz
con el Ku Klux Klan, aunque fuese para satisfacer su curiosidad sobre la
identidad de sus integrantes— que entran en franca contradicción con su
inmaculado comportamiento en tiempos de reclamación de derechos civiles e
individuales para con la comunidad afroamericana. Harper Lee hace acopio de
infinidad de citas cultas —muchas de ellas referidas a personalidades
circunscritas a la realidad del Sur de los Estados Unidos, desde clérigos hasta
militares, escritores o políticos— para salpimentar un relato que compromete
su clímax al enfrentamiento entre Jean Louise y un renqueante Atticus Finch —a sus
setenta y dos años— en el terreno ideológico, pero no lo suficientemente
consistente para romper unos vínculos afectivos larvados desde que la madre y
esposa (Jean Graham) desapareciera casi de improviso, a consecuencia de un ataque cardíaco, tal como se detalla en una página de un
libro que fue publicado sin la necesidad de ser sometido a un ejercicio de
revisión. Sea como fuere, Ve y pon una vela
deja al descubierto que Harper Lee parecía más que capaz para armar una carrera
literaria de indudable interés, sumándose a las «voces sureñas» que expresan cuestiones que competen al ámbito de la
fragilidad humana y que encontraría (por duplicado) en Jean Louise Finch AKA
Scout un reflejo de su propia personalidad, aquella presta a preservar las
lecciones dictadas a través de la conciencia de su progenitor. Esa conciencia
que equivale al centinela que actúa de sustantivo del título de la novela
cuya puesta de largo se dio un año antes del deceso de Nelle Harper Lee, a pocos meses de alcanzar la condición de octogenaria.
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