sábado, 29 de enero de 2022

«EL SEÑOR WILDER Y YO« (2020, Jonathan Coe): UN INSTANTE, UNA VIDA

No deja de resultar irónico o, cuanto menos curioso, que el escritor británico Jonathan Coe (n. 1961) encontrara inspiración para su novena novela en las visicitudes de la preproducción, rodaje y postproducción de Fedora (1978), centrado en la vida del personaje epónimo que vive recluída en una isla griega, justo en el periodo en que buena parte de la población mundial vivió un confinamiento domiciliario —amén de otro tipo de restricciones— a causa de la pandemia del COVID-19. A tenor de lo que podemos leer en las páginas finales de El señor Wilder y yo (2020), editado por el sello Anagrama, en el apartado dedicado a «Agradecimientos y fuentes», Coe fija la fecha de su reunión con el cineasta Volker Schlöndorff el 13 de marzo de 2020 en Berlín, pocos días antes que bastantes gobiernos del viejo continente aprobaran en sede parlamentaria un confinamiento domiciliario que debía levantarse en función de cómo evolucionaran los índices de contagios en el área de Europa. La cita con el director de El tambor de hojalata no supuso un mero trámite para Jonathan Coe, ya que ante la imposibilidad de haber podido entrevistar a algunos de los colaboradores más cercanos de Billy Wilder —el guionista I. A. L. Diamond (1920-1988), Jack Lemmon, Walter Matthau, etc.— Schlöndorff pasó numerosas horas conversando con el realizador vienés nacionalizado norteamericano, dando lugar semejante material a un documental-testimonio titulado ¿Cómo lo hiciste, Billy Wilder? (1988). Presumo que Coe pasó un buen número de horas visionando este documental con el convencimiento que podría capturar no pocos matices a la hora de afinar en la mentalidad y en la gestualidad de Samuel Wilder —artísticamente, Billy Wilder—, esencial para que el lector dispuesto a acercarse al contenido de su novela manufacturada durante el periodo pandémico diera validez a un ejercicio literario envuelto de una aureola cinéfila con referencias no tan solo al patrimonio inviolable del director, guionista y productor de origen centroeuropeo sino también a producciones tan dispares como Un tipo genial (1983) o Amenaza en la sombra (1972). De hecho, uno de los principales atractivos de El señor Wilder y yo reside en ese acercamiento a una personalidad un tanto poliédrica, en que la ternura y afabilidad podía enmascarar una veta sarcástica, mordaz y/o irónica, o a la inversa. Al respecto, el pasaje en que parte del equipo de producción de Fedora celebra una velada en honor al doctor (Miklós) Rózsa en Munich permite medir el sentido del  humor de su director y coguionista que, a menudo, podría resultar demoledor, en particular cuando afea a Al Pacino —por aquel entonces, pareja sentimental de la helvética Marthe Keller (Keller) y ultimando el rodaje de Un instante, una vida (1977) a las órdenes de Sydney Pollack— que pida una hamburguesa con queso en un templo de la gastronomía alemana y ordena al maître que retire los cubiertos del astro cinematográfico. Siguiendo el dictado de la narración del libro, algo más de un año antes Billy Wilder y Al Pacino habían coincidido en el comedor de un restaurante de lujo en Beverly Hills, en un episodio que serviría de punto de encuentro con el otro protagonista de la función, Calista Frangopoulou, una joven helena que se verá envuelta en la producción de Fedora merced a su conocimiento del inglés y de su lengua nativa. Más cercana a la Audrey Hepburn de Sabrina (1954) y Ariane (1957) que a cualquiera de las otras intérpretes que formaron parte de las películas dirigidas por Wilder, Calista representa la verdadera creación literaria de El señor Wilder y yo con un trazo inteligente y, a la vez sensible, a cargo de Jonathan Coe. En el propósito del escritor inglés de aquilatar el personaje de Calista en el relato más allá de los lugares comunes, se sirve de la amistad que traza con Izzy Diamond, en cierta medida, como personaje «puente» para acceder a conocer la verdadera naturaleza de Billy Wilder, quien cubría su etapa final en el medio cinematográfico situado en el «trono» de los cineastas vivos más reverenciados por sus colegas de profesión y por una legión de cinéfilos dispersos por infinidad de países. No obstante, en el ánimo de un septuagenario Wilder pesaba que su cine ya no interesaba a las nuevas generaciones de espectadores, un pensamiento que queda reforzado con la creación de otro personaje, el de una suerte de novio de Calista, con ínfulas de cineasta y comprometido con un tipo de propuestas alineadas con un renacimiento del cine precisamente en la cuna de donde surgieron numerosos cineastas (en ciernes o consolidados) que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos para apuntalar y/o dar continuidad a sus respectivas carreras cinematográficas. A tal efecto, Jonathan Coe eleva el vuelo narrativo de su propuesta cuando Wilder en la citada cena, a modo de paréntesis, relata una historia personal ante los comensales, aquella que interpela a sus años en Berlín, su posterior estancia en París y su viaje hasta la «tierra prometida», esto es, los Estados Unidos. En estas páginas en s¡ngular Coe ejerce su magisterio, aquel capaz de justificar por sí solo el interés por aproximarnos a la lectura de El señor Wilder y yo, un complemento ideal para aquellos que como un servidor tenemos en un pedestal al insigne realizador de films fundamentales de la Historia del Séptimo Arte como Perdición (1944), Con faldas y a lo loco (1959), El apartamento (1960) o La vida privada de Sherlock Holmes (1970), esta última fuente de un rico anecdotario que trasciende al conocimiento del lector, entre los que destaca la tentativa de suicidio del actor Robert Stephens (en la piel del taimado detective) o el hecho que el cineasta austriaco había sido un conspicuo lector de las novelas escritas por Arthur Conan Doyle que pivotan sobre el celebérrimo personaje mucho antes de dar inicio a un rodaje que se prolongaría por espacio de más de un año en tierras británicas, las mismas que vieron nacer al autor de esta pequeña joya literaria con aroma de cinefilia. 
 

martes, 11 de enero de 2022

«MAESTRAS DEL ENGAÑO» (2019) de Tori Telfer: VIDAS AL LÍMITE

 

En su prospección por las historias que atañen a asesinas de distintos periodos y latitudes y que, a la postre, dieron cuerpo a su libro de debut, presumiblemente Tori Talfer dejara aparcado en un cajón féminas susceptible de estar relacionadas con algún acto homicida. No obstante, éstas escaparon de la carga probatoria de un delito de sangre y “tan solo” pesaría una pena por “delitos menores”, tales como la estafa o la usurpación de personalidad. De ahí que, a rebujo del éxito de Damas asesinas (2017) publicada dos años más tarde por Impedimenta, Telfer ya tuviera cubierto parte del trabajo de campo para su siguiente volumen, el que responde al genérico Maestras del engaño (2019), igualmente publicado por el sello madrileño en el último trimestre del segundo año «pandémico».

Siguiendo el mismo esquema de su monografía precedente incluido el detalle de las notas de pie de página situadas en las últimas páginas del volumen, toda una rara avis dentro de los parámetros de edición de Impedimenta, Maestras del engaño: estafadoras, timadoras y embaucadoras de la historia asiste a no menos de una veintena de relatos de otras tantas mujeres, algunas de las cuales quedan bajo el paraguas de las etiquetas «Las espiritistas» o «Las anastasias». Sobre estas últimas razona uno de los pasajes más estimulantes de la presente obra, en que Tori Telfer se explaya en mostrar al lector un grupo de féminas con el denominador común de haber sido (auto)proclamadas Anastasia, una de las tres hijas de Nicolás II y Alejandra. Con el asesinato de éstos se puso el punto final a la dinastía de los Románov. Particularmente impactante resulta el relato de una de estas «Anastasia», Franciska Schanzkowska, quien llegó a perder el juicio (mental) y, al parecer, sufrió del síndrome de Diógenes, llegando a contabilizar una sesentena de gatos (¡!) en un inmueble con unas condiciones higiénicas y de salubridad deplorables. La parte final del capítulo de «Las anastasias» eleva una conclusión con marchamo de sentencia en el siguiente párrafo: «La larga y tortuosa cuestión del destino de los Románov se resolvió de forma definitiva en 2009. Los dos últimos cuerpos aparecieron al fin en una segunda tumba no muy alejada de la primera, y el ADN confirmó que esos eran los huesos de Alexéi y de la hermana que faltaba. Ya era oficial: nadie había sobrevivido a los eventos del sótano de la Casa Ipátiev. Ninguna de las mujeres que iban por el mundo afirmando que eran Anastasia decía la verdad. La primera solo había vivido hasta los diecisiete años». Menos taxativa se muestra Telfer en el pliego de conclusiones que encuentran acomodo en el grueso de los pasajes de Maestras el engaño, en que el arco de estafas y de timos deviene amplio y variopinto, con mención especial para Bonny Lee Bakely, en el que podríamos destacar conforme a uno de los capítulos más hilarantes, salpimentado de un jugoso anecdotario, en que queda convocado uno de los actores de A sangre fría (1967), Robert Blake. Intérprete precoz aparece de manera episódica, a los once años, en El tesoro de Sierra Madre (1948), Blake contrajo matrimonio con Bonny Lee, en una decisión que no tardó en lamentar. Al llevar al altar al menudo actor Bonny Lee vio cumplido su deseo de casarse con un famoso después de haber perseguido infructuosamente a Jerry Lee Lewis durante diez años (¡!), hacer creer a su círculo de amistades que había sido novia de Elvis Presley o de haberse carteado con el primogénito de Marlon Brando —Christian, mientras éste cumplía pena de prisión por asesinato. Con todo, para el capítulo final de esta serie de relatos Telfer reserva el recorrido por la historia de Sante Kimes (1934-2014) al que se la otorgan una infinidad de álias y/o seudónimos, de largo el personaje más abyecto y vil, capaz de «esclavizar» a sus criadas sopena de devolverlas a sus respectivos lugares de origen. Lugares habitados de miseria y penurias de distintas índole, caldo de cultivo propicio para que buena parte de estas féminas que desfilan por la presente monografía abracen un ideal de felicidad en que el dinero representa un salvoconducto indispensable. Para ello se recurre a las armas de mujer, en que la apariencia representa el primer mandamiento para captar la atención de varones con una cuenta corriente generosa que, de la noche a la mañana, pueden desaparecer sus fondos o, cuanto menos, menguar de manera ostensible. La lectura, pues, de Maestras del engaño tiene un sentido de crescendo en cuanto a la intensidad de sus últimos episodios, llevándose la palma Sante Kimes, situada en esa frontera del crimen y, por consiguiente, con un pie puesto en la otra parte del díptico, el de Damas asesinas, la pieza bautismal de la escritora norteamericana atrapada durante años en la telaraña del «Mal» con su interminable escala de grises.