«Tenemos mucho que aprender de nuestra
experiencia de siglos y siglos de malentendidos con respecto a los animales. A
los historiadores de la ciencia les gusta celebrar nuestros éxitos, pero creo
que es igualmente importante examinar nuestros fracasos, especialmente cuando
consideramos por qué la verdad puede resultarnos tan absolutamente inesperada». Así se expresa la
zoóloga británica Lucy Cooke en el primer párrafo en su pliego de conclusiones
que coloca, a mi entender, el broche de oro a un ensayo de divulgación
científica que hace acopio de un notable gusto literario y que trata de rebatir
numerosos prejuicios en torno al reino animal. Sin duda, Cooke, alumna aventajada de Richard Dawkins en la Universidad de Oxford, representa una rara avis dentro de la «especie» de los divulgadores
científicos, haciendo gala de la combinación de didactismo, sentido del humor y
de rigor documental, acudiendo a fuentes bibliográficas que se remontan a los
tiempos en que hicieron fortuna los bestiarios y a un conocimiento de campo en
torno a la temática a tratar. Al cierre de la lectura de La inesperada verdad sobre los animales (2017), editado en lengua castellana por el sello Anagrama, un servidor tiene la
convicción que las enseñanzas de Mrs.
Cooke mueven a la reflexión a la hora de poner en tela de juicio ciertos
apriorismos modulados a partir de una visión antopomórfica de la vida.
Necesariamente, debemos llegar a la conclusión que lo válido para la especie
del Homo sapiens no equivale a que
sea aplicable para el reino animal. De ahí que Lucy Cooke haya escogido una
docena de especies distintas, creando un capítulo para cada uno de ellos en que
debemos abandonar el armazón de los
convencionalismos y los lugares comunes en aras a sumergirnos en un conocimiento derivado de prácticas de campo adoptados
por la propia zoóloga, por colegas, por científicos de otras disciplinas o
simplemente por personal de un centro dedicado al cuidado de especies en vías
de extinción o de conservacionistas de un determinado enclave (remoto) del
planeta tierra. Entre una veintena y una treintena de páginas oscila el espacio
dedicado a cada capítulo del libro, en que la autora trata de poner en contexto
la razón de ser de especies que, en la plana mayor de los casos, arrastran
consigo una fama inmerecida, ya sea por el rechazo social —los buites, las
hienas, los murciélagos—, la indiferencia —los perezosos, de los que Cooke
tiene a gala ser fundadora de la «Asociación de Amigos del Perezoso» (sic)— e incluso la
veneración social ligada a ser un canje con «bandeja diplomática —el panda—.
Huelga decir que la lectura de La
inesperada verdad sobre los animales ahonda en la percepción que una
persona con un cierto conocimiento sobre la materia había tenido en torno a los
escritos sobre Historia natural anteriores al siglo XVIII, cuya autoría recayó en aristócratas con veleidades visionarias, expedicionarios de distinto pelaje y conquistadores con ínfulas intelectuales, en un
acercamiento a la realidad situada a años luz de lo que hoy en día podríamos
calibrar fruto de una observación medida desde el rigor científico. Así pues,
en el nombre de la ciencia se hicieron auténticas atrocidades, como el de
tratar de demostrar que los buitres son animales esencialmente olfativos que
apenas utilizan la visión para marcar
a sus presas. Cooke desmonta cada uno de estos apriorismos recurriendo en
inumerables ocasiones al «comodín» de un humor nacido de
un «conocimiento transversal» en numerosas materias,
llegando incluso a hacer referencia a un actor porno o al acento inglés del
cineasta bávaro Werner Herzog. Asimismo, no faltan las citas a un amplio
muestrario de obras literarias, una de las cuales —Drácula de Bram Stoker— dio pávulo a la creencia que los
murciélagos (uno de los capítulos más estimulantes y reveladores del presente
volumen) son «chupasangre» cuando la realidad lo
desmiente: solo tres de las mil quinientas censadas, a fecha de hoy, tienen inclinaciones vampíricas. En el caso de los chimpancés —la especie filogenéticamente más cercana
al ser humano— la literatura y el audiovisual ha ido alimentando con el devenir
de los años una imagen un tanto tergiversada, formando parte de programas de
estudios (seudo)académicos sobre todo a partir de los años sesenta que perseguían
un ejercicio perenne de asociación con la especie humana. La mirada «antropomórfica» que descuida, una vez
más, la singularidad de cada especie, aquella capaz de preservar un equilibrio
con su hábitat natural. Modelos de supervivencia que encuentran en el perezoso
una de sus especies más fascinantes y de la que Cooke conoce con mejor detalle,
al calor de la escritura de un triple ensayo científico sobre tan curioso «personaje» sinónimo de holgazán, anterior al de la publicación
de La inesperada verdad sobre los animales, camino de convertirse en un clásico
en su «género». Al tiempo.
Existe vida después del cine. Muchos me vinculan a este campo. Este blog está dedicado a mis otros intereses: hablaré de música, literatura, ciencia, arte en general, deportes, política o cuestiones que competen al día a día. El nombre del blog remite al nombre que figura en mi primera novela, "El enigma Haldane", publicada en mayo de 2011.
martes, 24 de septiembre de 2019
«LA INESPERADA VERDAD SOBRE LOS ANIMALES» (2017) de Lucy Cooke: DESMONTANDO EL «REINADO» DE LOS PREJUICIOS
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domingo, 15 de septiembre de 2019
«LOS PARAÍSOS PERDIDOS»: A LA MEMORIA DE PEDRO HERNÁNDEZ AGUILERA
Presumiblemente, una de las etapas más críticas
en el ciclo vital del ser humano sea la que se da cita al cruzar el umbral del
medio siglo de existencia. En este periodo confluyen tres cuestiones que nos
mueven a una reflexión medida desde la experiencia. En primera instancia,
tomamos conciencia de una vida sojuzgada por el sentimiento de lo que
aspirábamos a convertirnos pero la realidad nos ha llevado por otros
derroteros. Un amago de frustración envuelve nuestros pensamientos cuando queda
patente que el recorrido para conquistar nuestros anhelos ha quedado varado en el territorio de la
resignación o, cuanto menos, del conformismo o del posibilismo. Asimismo, en
ese cruce de caminos imaginario que asoma de manera inusitada al empezar a
cubrir la quinta década de nuestras existencias la fatalidad de la pérdida de
las personas que te dieron la vida deviene moneda de cambio común salvo
excepciones. Los menos tenemos el privilegio de contar aún con la opción de
compartir tiempo con nuestros progenitores, en una suerte de prórroga “divina” concebida
bajo el manto de unos recuerdos
cincelados de una emotividad que se dibuja en las miradas y en un esbozo de
sonrisa franca. A todo ello cabe sumar un tercer elemento que emerge en el
territorio de nuestros pensamientos y sentimientos al ir quemando etapas: la
noción de la muerte. Tomamos conciencia que nuestra presencia (terrenal) tiene
fecha de caducidad, máxime cuando nos asomamos al frontispicio de una realidad
que se ha llevado por delante la vida de uno de nuestros amigos.
Tradición obliga, mediados de septiembre sigue siendo el periodo del año
en que se da inicio el curso escolar. El 15 de septiembre de 2019 regresábamos
a la escuela de la Educación General
Básica (EGB) varias de las personas de la «Generación del 67» (con alguna excepción, la de Carlos Ibáñez) que
pasamos buena parte de nuestras infancias y los primeros estadíos de la
adolescencia en les Escoles Lacinia, sito en el barrio de Santa Eulàlia de
L’Hospitalet de Llobregat. Lo hicimos de una manera espontánea, inconsciente
con el ánimo de honrar la memoria de nuestro querido Pedro Hernández Aguilera. El
recuerdo por los tiempos vividos en aquellos años se activó a medida que nos
íbamos sumando a un improvisado corrillo, en una especie de mecanismo
(auto)protector que trataba de reprimir un sentimiento de dolor propio de
personas que han experimentado en periodos más o menos recientes la pérdida de
seres queridos. A buen seguro, Pedro hubiese querido que aquella jornada
dominical donde el dolor era el sentimiento común para cada uno de nosotros, abrir
de par en par la ventana del recuerdo
de aquellos tiempos remotos, dejando
filtrar una brisa de inocencia, camaradería y una amistad tallada sobre hierro.
En ese «paraíso perdido» que se corresponde con
la infancia reside para un servidor el genuino ideal de felicidad. El «plan divino» del ciclo vital
registra en las fases primigenias del ser humano los mayores picos de felicidad
al albur de un aprendizaje constante, el anhelo del descubrimiento a cada día
vencido —incluído el enamoramiento bañado de inocencia— y el fortalecimiento de
unos lazos de amistad que valen para una eternidad.
Al cabo, cada uno de nosotros aprendimos a volar
fuera del nido. El guión de la vida nos ha llevado por
caminos disímiles, pero existen señales luminosas
en la cuneta que nos advierten de la
pérdida de seres queridos. Un alto en el camino en el que afloran sentimientos
encontrados. Acostumbrados a lidiar con los reproches, las falsas promesas, las envidias en el
entorno profesional, las presiones cotidianas inherentes al mundo de los
adultos, en esos puntos de encuentro que nos depara el río de la vida fruto de una amistad sin fecha de caducidad ni
condicionantes de ningún tipo el tiempo parece detenerse y volvemos a la escuela primaria. Allí donde Pedro
asumía el rol de «hermano mayor», dejándonos entrever la
puerta de una madurez que él ya había
conquistado con el físico propio de un gladiador y una voz rocosa que parecía
surgida del Averno. Una voz que seguirá resonando para siempre en el hueco de mi memoria y
de tantos amigos de la escuela que tuvieron el privilegio de conocer de primera
mano de su bondad, franqueza y honestidad. Descansa en paz, amigo del alma.
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