jueves, 17 de junio de 2021

«LA PODA» (2008) de Laura Beatty: EL BOSQUE DE LOS SUEÑOS

Hace 130 años el crítico literario y novelista Walter Besant fundó el Author’s Club, llamado a convertirse en un punto de encuentro entre escritores anglosajones. Con el devenir de los años pasaron a ocupar la presidencia del Author’s Club, sito en Londres, nombres tan ilustres como los de C. S. Forester, Graham Greene, H. G. Welles y Thornton Wilder, entre otros. No sería hasta superado con creces el ecuador del siglo pasado cuando los estatutos del Author’s Club recogieron las bases para la creación de un premio exclusivo para escritores debutantes, el denominado Author’s Club Best First Novel Award. A juzgar por los distinguidos con semejante premio literario en sus estatutos no parece haber límite de edad para concurrir a los mismos. De tal suerte, por ejemplo encontramos en su «cuadro de honor» a la escocesa Katharine Gordon, ganadora por su obra The Emerald Peacock (1978) cuando ya había cumplido los sesenta y dos años. En contraposición, Frances Vernon fue acreedora del premio por Privileged Children (1982) cuatro años más tarde cuando tan solo contaba con dieciséis años de edad, en caso de precocidad similar a la de Susan E. Hinton (The Rumble Fish) o Joanna Crawford  (The Birch Interval) si nos remitimos a la segunda mitad del siglo XX.

    Más acordes a unos parámetros estándars de edad a la hora de acceder a premios literarios con una primera obra se sitúan Brian Moore y Alan Sillitoe galardonados por Judith Hearne (1955) y Sábado noche, domingo mañana (1959), respectivamente. Sendos escritores computan entre los distinguidos con el Author’s Club Best First Novel Award, al igual que Laura Beatty (n. 1963) con su pieza literaria La poda (2008), editado esta primavera por el sello Impedimenta. Por consguiente, estas tres obras laureadas con el Author’s Club Best First Novel Award han quedado integradas al catálogo de Impedimenta, dejando patente en cada uno de los casos de un dominio del lenguaje que no pasó desapercibido por los distintos jurados convocados para la ocasión. Si Sábado noche, domingo mañana acabaría erigiéndose en su traducción a la gran pantalla en una de las piezas bautismales del free cinema —ya en su formato de largometraje— La solitaria pasión de Judith Hearne, en su traspaso al celuloide de la mano de Jack Clayton, se inscribe en las coordenadas de una producción so british pasado por el tamiz de la exquisita sensibilidad de su director. Por lo que concierne a La poda resulta difícil imaginar cuál podría ser el cineasta o la cineasta más capacitado(a) para trascender su texto y transformarlo en una especie de poema visual despojado de artificios. Con todo, intuyo que el universo que presenta Beatty en su opera prima conjuga bien con la sensibilidad de Kelly Reichardt (First Cow), una de las cineastas independientes de los Estados Unidos que despiertan un mayor entusiasmo entre una cinefilia que defiende los valores del ecologismo, de la igualdad de géneros y del culto a una forma de vida adherida a la naturaleza. Pero más allá de cuál podría ser su efecto en su traducción en imágenes cortesía de Reichardt o de otros cineastas cortados por un similar patrón acorde a nuestro tiempos, La poda encuentra su verdadera razón de ser en la capacidad de Beatty por ofrecer el retrato de un universo en que lo «inanimado» cobra vida, creando una simbiosis entre Anne la joven protagonista adolescente que trata de vivir una nueva realidad alejada del foco de una familia disfuncional— y la naturaleza que la envuelve. Al respecto, algunos de los pasajes de La poda devienen una pura invocación a la alegoría, otorgando categoría de personajes a cada uno de los elementos que configuran ese «bosque de los sueños»: «No le gusta la nueva carretera. Lleva viviendo en el bosque lo suficiente como para alcanzar a sentir la asfixia lenta de los árboles, para preocuparse por el gemido de las raíces bajo aquel peso nuevo». En sintonía con este pronunciamiento alegórico, Beatty «humaniza» el comportamiento de esa naturaleza que entra en danza y que procura una vida observada bajo el filtro de la felicidad por parte de su protagonista («debía ser mediodía porque el sol bizqueaba justo por entre las copas y el bosque se estaba llenando de quienes salían a pasear a la hora del almuerzo»). Por ello, me resulta complicado elegir un mejor libro que La poda a la hora de llegar a procurar un ejercicio de «empatía» para con la Madre Naturaleza, sometida cada vez más al acecho del ser humano con el ánimo de exprimir sus fuentes de riqueza sin que gran parte de la sociedad no haya tomado conciencia aún de que éstas no son inagotables. Una obra, en definitiva, especialmente pertinente en tiempos de «rearme» de una conciencia ecológica que había arraigado con fuerza en los años setenta, precisamente una década en que los Author’s Club Best First Novel Award adoptaron un acento netamente femenino en virtud del rosario de mujeres galardonadas.          

 

martes, 8 de junio de 2021

«EN LA MENTE DE ROBIN WILLIAMS» (2018) de Marina Zenovich: EL GENIO Y EL SER HUMANO

 

Presumiblemente fue durante una proyección de El club de los poetas muertos (1989) en un preestreno celebrado el mes de enero de 1990 cuando Robin Williams empezó para mí a ser un rostro familiar. Para un porcentaje considerable de jóvenes universitarios o de cursos medios que atendimos a una propuesta como Dead Poets Society salimos de la proyección con el ánimo renovando, presumiendo que habíamos «conocido» a aquel profesor que nos hubiera gustado tener en el plano de la realidad. Al cabo de los años supe que durante el rodaje del film dirigido por Peter Weir Williams atravesaba por un periodo traumático, al hacerse efectivo el divorcio con su primera esposa Valerie Velardi, madre de Zachary y el principal soporte emocional para superar una adicción a los estupefacientes fruto del cambio de vida generado por un éxito televisivo de audiencias millonarias, el que sin margen a error sería uno de los primeros spin-off de la historia que cursaron en la pequeña pantalla, “Mork and Mindy” (1978-1982). Entonces, el deceso de su amigo John Belushi acaecida en 1982, llegó en forma de aviso y, de esta forma, Robin Williams procedió a alejarse de las drogas, ahuyentando así el fantasma de una temprana muerte. El documental firmado por Marina Zenovich En la mente de Robin Williams (2018) que he podido contemplar a través de la plataforma de HBO levanta acta de este periodo en el que el actor natural de Detroit se movió por el lado salvaje de la vida hasta su redención, buscando en Velardi la figura protectora. Ambos fijaron residencia en un rancho situado lejos del mundanal ruido, pero el agente de Robin Williams no paraba de llamarle para que la rueda de la fortuna siguiera girando si quería alcanzar el status para el que se había preparado con tesón, a golpe de participaciones en pequeños locales nocturnos exhibiendo músculo de cómico con propensión a las imitaciones para luego quedar al cargo de John Houseman en la prestigiosa Juilliard School en calidad de alumno avanzado en el tercer curso de interpretación.

   Al concluir el visionado de En la mente de Robin Williams me reafirmo en el pensamiento que aún no tenemos la perspectiva suficiente incluso habiendo transcurrido prácticamente siete años desde su fallecimiento— para calibrar la importancia de un artista situado por derecho propio en la franja de los genios. Su mente operaba a una velocidad de la que muy pocos de sus colegas podrían presumir, provocando por ello un efecto de inferioridad y/o de sumisión del director de turno cuando debía lidiar en el plató con un «pura sangre» de la interpretación. A tal efecto, el cineasta Mark Romanek relata en el documental de marras que Robin Williams, contraviniendo cualquier regla escrita, bromeaba instantes antes de colocarse en la piel de un empleado en una tienda de revelado de fotografías en el drama con elementos de misterio Retrato de una obsesión (2002), otra de esas portentosas performances que tuercen el brazo a aquellos que despachan con displicencia al actor norteamericano tildándolo de «histrión». Si Dead Poets Society enseñó el camino de la mano de Weir de sus aptitudes para componer personajes dramáticos sin abandonar del todo un sentido del humor que se dibuja en sus labios de una forma burlona, El indomable Will Hunting (1997) lo reafirmaría para situarlo con el cambio de milenio en ese espacio privilegiado en que Williams se sabía capaz de enfrentarse a cualquier papel. Con todo, la voz del niño que siempre fue le animaba a seguir ganándose el afecto de nuevas generaciones de espectadores infantes que, a la entrada de los complejos de salas comerciales, señalaban con el dedo al actor favorito que querían ver en la gran pantalla. En esa tesitura, Robin Williams daba la medida de una humanidad que quedaría plenamente certificada en la vida real, haciendo acto de presencia en distintos puntos del golfo pérsico para animar a las tropas norteamericanas. Hombres curtidos en la operación «Tormenta del desierto» o niños que apenas superaban el metro de estatura podrían mostrar un similar afecto por Robin Williams. Paradojas de la vida, esa mente maravillosa que procesaba a la velocidad de crucero, aprovechando cualquier ocasión para desplegar su natural talento para la improvisación especialmente impagable deviene el episodio del documental en que en 2003 fue el único de los tres candidatos de los premios Critic’s Choice al Mejor Actor Principal en no ser reconocida su interpretación, provocando una viñeta propia de Groucho Marx cuando toma el mando de las operaciones, reduciendo a la anécdota la presencia de sus competidores Daniel Day-Lewis y Jack Nicholson, acabarían siendo devoradas sus neurona por los denominados cuerpos de Levy, una extraña enfermedad difícil de diagnosticar. Billy Cristal, uno de sus mejores amigos y compañero de reparto en cuatro ocasiones, eleva a categoría la anécdota en que, después de salir de una proyección cinematográfica, sin apenas mediar palabra, Robin Williams se abrazó a él. Su mente se estaba apagando. El suicidio propagado por las redes el mismo día de certificarse su deceso el 11 de agosto de 2014— no era una opción para alguien que seguía aferrándose a la vida pese a la adversidad y acudió a su cita con los platós cinematográficos y televisivos, situándolo por derecho propio entre los intérpretes más prolíficos de su generación. Siete años después de conocer tan trágica noticia la llama de Robin Williams sigue encendida. El genio de la interpretación que muestra su lado más humano en este sensacional documental, que encuentra un complemento idóneo para una doble sesión en El deseo de Robin (2020), dirigido por Tylor Norwood. Éste, fundamentalmente se centra en dejar testimonio de la enfermedad que padeció Robin Williams en los últimos años de su vida, con la comparecencia proactiva ante las cámaras de su tercera esposa, Susan Schneider, quien se ausentó de participar en el documental de Zenovich quizás con el presentimiento que podría perjudicar el proyecto que por aquel entonces llevaba entre manos. En cualquier caso, sendos trabajos sirven para rendir tributo a aquel actor que se colocó en la piel de John Keating y propició que un servidor calibrara la capacidad interpretativa, empleando términos ciclistas el deporte que practicó para dejar, ni que fuera por unas horas, su mente en blanco en esos trayectos de más de cien kilómetros por carretera « fuera de categoría».