lunes, 18 de mayo de 2020

«LA TIERRA PERMANECE» (1949), de George R. Stewart: LA SOMBRA DE «SOY LEYENDA»


Para los que tratamos de cultivar una relación especial para con los libros, asignándolos un espacio dentro de nuestros hogares que, lejos de menguar, va incrementándose con el paso de los años, la tentación de volver sobre la lectura de uno de los ejemplares que conforman nuestras bibliotecas deviene casi un acto orgánico. En ocasiones una primera lectura sobre una determinada obra nos ha podido dejar un regusto (un tanto) amargo y, por consiguiente, tenemos la tendencia a pasar de largo cara a una eventual relectura cuando hacemos un barrido por esas estanterías pobladas de incunables. En esta tesitura me he encontrado al desplazar la mirada hacia la sección de novelas de ciencia-ficción y/o de anticipación. Las letras verdes sobre fondo amarillo correspondientes al lomo de la novela La tierra permanece (1949) de George R. Stewart captaron instintivamente mi antención. Recordaba haberla leído y así lo certifiqué al revisar la lista de libros que han tratado de saciar uno de mis mayores placeres. Fue a lo largo del primer trimestre de 2002, aún reciente los efectos derivados del ataque a los torres gemelas el 11-S del año anterior. Por aquel entonces, la lectura de Earth Abides no me dejó una huella lo suficientemente profunda para que, al cabo, volviera sobre la misma, pero la intuición quiso esta vez que su relectura propiciara una suerte de «revelación» de aspectos que en su momento me habían pasado desapercibidos. Una vez más, el contexto en el que nos procuramos al ejercicio de la lectura juega su papel. No en vano, la perspectiva ha cambiado debido a otro acontecimiento de magnitudes planetarias sucedido en el presente siglo que ha sacudido los cimientos de lo que podríamos definir como aldea global, el generado por la pandemia del COVID-19, cuyo epicentro se localizó en la ciudad china de Wuhan a finales del año pasado, si bien oficialmente se han empezado a conocer sus efectos devastadores en febrero de 2020, contabilizándose por millones de personas, a día de hoy, el número de infectados. Al correr la primera página de La tierra permanece, la que marca el arranque de la parte I —«titulada Mundo sin fin»—, supe dimensionar el acierto de mi elección. George Ripper Stewart Jr. (1890-1980) empleó una frase de W. M. Stanley extraído del texto científico Chemical and Engineering, publicado en la revista News en vísperas de la navidad de 1947 en que reza: «Si hoy apareciera por mutación un nuevo virus mortal… nuestros rápidos transportes podrían llevarlo a los más alejados rincones de la tierra, y morirían millones de seres humanos». Tras leer varias veces este párrafo de carácter profético contuve la respiración y, acto seguido, quedé atrapado en un relato que fía su eficacia narrativa más que a un ejercicio de excelencia en el empleo de la sintaxis un contenido que pisa en el terreno —aún yermo, descontando piezas como Diario del año de la peste (1722) de Daniel Defoe, recientemente publicado por el sello Alba Editorial, y La peste escarlata (1912) de Jack London— de piezas literarias que dibujan un panorama desolador cara a la supervivencia de la especie humana tras los efectos causados por una infección vírica sobre el que no existe un antídoto para frenar su inexorable avance.
    Publicada el mismo año que vio la luz la Opus magna 1984 de su tocayo Orwell, el profesor de Literatura Inglesa por la Universidad de California George R. Stewart desliza a lo largo del relato de Earth Abides un pronunciamiento ecologista —ligado a otras de sus obras, caso de Storm  (1941) o Fire (1948)— en que el personaje medular, Isherwood Williams se erige en abanderado de sus principios cuando trata de inculcarlos a los miembros más jóvenes de la «Tribu», aquella nacida del embrión que había supuesto su relación con Em en los estertores de un periodo de la Tierra en que la civilización parecía haber tocado a su fin. Trasuntos de «Adán» y de «Eva» , Isherwood y Emma logran construir los pilares de una nueva civilización que emerge de sus cenizas, en que la supervivencia de la misma depende de la capacidad de progresar en distintas disciplinas, desde la ingeniería hasta la medicina o la biología. Sin renunciar a un cierto aliento de «novela-río» evaluada por ciclos naturales anuales —a los que adjetiviza en su particular cuaderno de bitácora— la muerte de Em marca el cierre de una etapa de Isherwood, al que la novela —escrita en tercera persona— se refiere con su abreviación nominal, la de Ish, equiparándolo de este modo a Ishi, el considerado el último indio del estado de California en el amanecer del siglo XX. De hecho, en la novela de Stewart, además de vincular la comunidad sita en California con la denominación de tribu, la parte III lleva por título El último americano, en alusión a Ish, transformado en un personaje de resonancias bíblicas. Ecos del Libro Sagrado que asimismo encuentran acomodo en la cita que abre el presente libro, extraído del Eclesiatés I, versículo 4: «Los hombres van y vienen, pero la Tierra permanece». La misma se reproduce en la última línea de la novela. Un recurso que constituye el valor de la excepción en el campo de la literatura y que deviene la carga de la prueba que Richard Matheson tuvo en la lectura de Earth Abides un referente inexcusable a la hora de armar la escritura de Soy leyenda (1954). No por casualidad, la última frase Matheson la reserva a reproducir el título de una novela que pasaría a ser un clásico de la sci-fi. En ningún otro pasaje del libro la afortunada expresión «soy leyenda» tiene cabida, reservando para su punto final un golpe de efecto que ya había tributado un lustro antes en la novela que sirve de precedente al clásico de Matheson, en que la primera mitad de La tierra permanece presenta numerosas simetrías en relación I am a Legend, siendo el personaje de Robert Neville el espejo en el que se ve reflejado Isherwood Williams. Last Men On Earths que emanan de sendas obras surgidas en ese territorio fértil de la literatura de ciencia-ficción de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, con dotes proféticas que alientan a su (re)lectura transcurrido alrededor de unos setenta años desde sus respectivas publicaciones.                   

martes, 5 de mayo de 2020

«FESTIVAL EXPRESS» (2003): A LA SOMBRA (ALARGADA) DE WOODSTOCK

Constituidos en primera instancia en trío, a David Crosby, Stephen Stills y Graham Nash se les presentó una oportunidad de oro para promocionar su disco de debut en el marco del Festival de Woodstock, a celebrar entre el 15 y 18 de agosto de 1969 en el municipio de Belbel, situado a unos veinte kilómetros al norte de la ciudad de Nueva York. El segundo track de la cara «A» del disco Crosby, Stills & Nash (1969) quedaba reservado al tema compuesto por Graham Nash “Marrakesh Express”, que junto a “Suite: Judy Blue Eyes”, fueron escogidos los singles de esta opera prima provisionada de unos acordes folk-rock y de unas voces que les otorgaron de facto un trazo distintivo dentro de la vanguardia musical. El tema “Marrakesh Express” sonó con toda su intensidad en aquel descomunal recinto al aire libre en una de esas jornadas que para muchos de sus asistentes quedarían grabadas a fuego en sus vidas. Empero, hubo algunos grupos y solistas que evitaron a toda costa participar en eventos musicales de características similares al considerar que sus actuaciones habían quedado diluídas en el conjunto de unas sesiones maratonianas. En cambio, otros no tardaron en desaprovechar la ocasión de vivir una experiencia que combinara el sentimiento de camaradería entre músicos y el ejercicio de una profesión que requería de fuertes dosis de persevancia para cosechar el éxito anhelado. Así pues, los grupos Sha-Na-Na, Ten Years After y Grateful Dead, y la solista Janis Joplin en apenas un hiato de un año se subieron a un tren rápido cuya estación termini no era la popular ciudad de Marruecos, lugar de perenigraje recurrente para artistas iconoclastas a su paso por el norte de África, previa visita al viejo continente. La última estación programada por el Festival Express correspondía a Calgary, ciudad situada al Oeste de Canadá. La historia de ese festival que surgió tras la sombra alargada de su homólogo de Woodstock sería rescatada del ostracismo por el cineasta Bob Smeaton, especialista en documentales sobre el mundo del rock en sus distintas acepciones. El británico Smeaton trabajó sobre la base del material original registrado por la cámara de Frank Cvitanovich
    Presentado en una de las secciones no oficiales del Festival Internacional de Cine de Toronto en septiembre de 2003, Festival Express cuenta con el aliciente de mostrar la última actuación de Janis Joplin en una serie de conciertos multitudinarios celebrados en estadios al aire libre. Un volcán en erupción sobre los escenarios que deleitaría al público canadiense con esos desgarros vocales, acompasado con unos movimientos eléctricos que llegan al paroxismo con el tema “Tell Mama”. Smeaton contó con la participación del veterano director de fotografía galés Peter Biziou –colaborador de Alan Parker, Jim Sheridan y Peter Weir, entre otros— a la hora de armar una pieza documental de indudable valor para los seguidores de esa estrella fugaz llamada Janis Lynn Joplin fallecida pocos meses después de la conclusión del Festival Express. Pocas señales de deterioro físico y sobre todo anímico muestra la cantante y compositora texana al reparar en el contenido de este documental tutelado tras las cámaras por Bob Smeaton. Más bien Joplin se siente «hermanada» con aquel espíritu comunitario que reinaba en aquel tren de alta velocidad que cubrió buena parte de la red ferroviaria de Canadá, desde el arranque en Toronto hasta Calgary con una parada «imprevista» en el itinerario marcado por los organizadores. Sería la que se produjo en Saskattont, bajándose del express multitud de músicos con el objetivo de reponer las bebidas, inexistentes una vez cubierto algo más del ecuador del trayecto. La propia Joplin, acompañada por el frontman de los Grateful Dead Jerry García sobre los escenarios de Calgary, se mostraba exultante al haber recibido como regalo una botella de tequila en el curso de una noche en que resonaría su característico aullido vocal con ecos de blues. Un territorio abonado a otros de los viajeros del Festival Express, Buddy Guy, quien transcurridos más de treinta años desde aquel evento, no podía borrar de su memoria el haber compartido una experiencia de tal calibre junto a Joplin, los Grateful Dead o The Flying Burrito Brothers, entre otros, aunque ello comportara que no pudiese conciliar el sueño más de una hora en el interior de esos vagones aromatizados de marihuana. Por el contrario, al ser considerados conforme a un emblema nacional, los canadienses The Band quedaron confinados en uno de los vagones, a resguardo de la posibilidad que el sueño roto y un exceso etílico propiciara una deficiente actuación sobre los escenarios. La ejecución de los temas “Slippin’ & Sliddin”, “The Weight” y “I Shall Be Released” muestran el poderío de un quinteto de músicos Levon Helm, Rick Danko, Richard Manuel, Garth Hudson y el «capitán» Robbie Robertson— a los que les aguardaba al final de esa década un concierto-homenaje de despedida que se situaría entre lo más granado de los documentales sobre música: The Last Waltz (1978). Su director, Martin Scorsese, había ganado experiencia en esta especialidad del documental precisamente como miembro del  equipo de montadores de Woodstock (1970), abonado a una tarea ingente a tenor de las centenares de horas de grabación que se quedarían fuera del montaje final. Por lo que atañe al Festival Express, Bob Smeaton y su equipo barajaron incluir en el final cut actuaciones de Traffic, pero por cuestiones de derechos quedaron fuera de esta valiosa pieza documental cuya puesta de largo en el estado español corrió a cargo del Festival In-edit en octubre de 2003, solo un mes después que pudiera verse por primera vez en la ciudad que vio arrancar el 27 de junio de 1970 ese tren trufado de figuras del blues, del rock y del folk contratados por la empresa de Eddie Kramer, un promotor que no dudó en propinar un puñetazo al alcalde de Calgary cuando éste dio la orden que el concierto a celebrar en su ciudad sería gratuito. Si hubiese sido de esta forma, el descalabro financiero estaba servido. Con su acción pugilística, salvaría algunos de los muebles. Con todo, la experiencia valió la pena y en un acto de fe Walker expresa a cámara que volvería a repetirla, pero haciendo algunos cambios.