martes, 8 de noviembre de 2022

«FÁBULAS DE ROBOTS» de Stanislaw Lem: CÁPSULAS (LITERARIAS) DEL TIEMPO EN ESPACIOS REMOTOS.

Hace aproximadamente cien años el escritor checo Karel Kapek (1890-1938) utilizó por primera vez el término Robot, a propósito de la obra teatral R. U. R. (1921) que concibió con tan solo veintidós años. Declinación del vocablo checo Robota que significa en la lengua eslava Estatua humana, a partir de la tercera década del siglo pasado la expresión Robot quedó fijada a la piel de innumerables relatos o novelas de autores de ciencia-ficción, desde la «A» de (Isaac) Asimov a la «z» de (Roger) Zelazny, pasando inexcusablemente por la «L» de (Stanislaw) Lem. Nacido el mismo año que Kapek dio acomodo a su visionaria pieza teatral, Lem no tardó en familiarizarse con aquellas historias de «máquinas seudohumanas» que atraía a un público lector de Centroeuropa, a modo de válvula de escape de la triste y gris realidad que les envolvía en los tiempos de postguerra. Ya instalado en los años sesenta su febril actividad de escritor dio carta de naturaleza a «hibridar» distintos géneros literarios tan del gusto de Lem, valiéndose en ocasiones del relato corto para urdir pequeñas piezas hiladas bajo la noción de «fábula». Campo abierto, pues, para hacer volar una desbordante imaginación que parece —parafraseando el subtítulo de la biografía de Lem elaborada por Wojciech Orliński— que no es de este mundo. A diferencia de muchos escritores de su generación y sobre todo de posteriores, Stanislaw Lem (1921-2006) no parecía cómodo autocensurándose temas o diversas cuestiones que hubiesen podido acarrearle un progresivo escoramiento hacia lo marginal, quedando reducido su campo de influencia a estudiosos de su prolífica obra. Muestra inequívoca que su imaginación no parecía conocer de límites, autoimponiéndose –eso sí—un conocimiento previo en múltiples disciplinas inherentes a la ciencia —en consonancia con su coetáneo Isaac Asimov— apto para ser repercutido en sus textos literarios, deviene Fábulas de robots. Una quincena de relatos cortos que oscilan ente las siete páginas —«Los tres electroguerreros»— y las dieciocho páginas —«Los consejeros del Rey Hidropsio»— conforman este volumen editado por el sello Impedimenta —con traducción de Jadwiga Mauritzio— que tiene un encaje fácil dentro de la cosmogonía del escritor de origen polaco. Lo es por su desbocado sentido de la inventiva, por el contorsionismo de una narración que rehúye de los moldes del cánon, por una voz que resuena con un velo de humor (más irónico que mordaz) y una mirada que sirve del concepto de fábula para tejer un manto de historias que socavan una perspectiva humana de la vida, cediendo el testigo a robots que habitan, por lo general, en espacios palaciegos en tiempos remotos. Más que aplicarse a un proceso creativo en que cada expresión, cada palabra, cada frase debe ser medida y sometida a una perenne revisión antes de ser librada al editor de turno, Stanislaw Lem concibió la escritura (casi) como un acto de pura combustión, en que las ideas debían quemarse para adoptar una forma (indefinida) sobre el papel. Ciertamente, la voz anárquica de Lem se puede sentir en cada párrafo de Fábulas de robots, al tiempo que habitan reflexiones de carácter filosófico y humanista en su núcleo duro, aquel que parece inexpugnable a los ojos de lectores prestos a acercarse a un universo literario de unas proporciones gigantescas. Quizás Fábulas de robots no sea la mejor puerta de entrada principal al mundo de Lem, pero si una trampilla por la que se puede acceder al mismo y, una vez superada la experiencia lectora, tener el convencimiento que la sed de conocimiento sobre uno de los grandes pensadores del siglo XX no ha sido saciada en absoluto.


domingo, 31 de julio de 2022

«LA ESCUELA DE FREDDIE» (1982) de Penelope Fitzgerald: EL TEATRO DE LA VIDA

 

A falta de ver la luz su opera prima litereraria, The Golden Child (1977), la publicación de La escuela de Freddie (1982) —At Freddie’s en el original— viene a completar la totalidad de las novelas escritas por Penelope Fitzgerald (1916-2000) que, por fortuna, han encontrado traducción en la lengua de Dámaso Alonso desde la década pasada fundamentalmente de la mano del sello Impedimenta. Una vez más, en su tardía inmersión en el mundo de la escritura Mrs. Fitzgerald se valió de experiencias personales y/o profesionales acumuladas a lo largo de varias décadas para acomodar una propuesta literaria, la de La escuela de Freddie, que razona sobre un planteamiento acorde a las prerrogativas propias de una tradicción que destila un sentido del humor so british al compás de una pulsión melancólica al evocar los tiempos de una escena londinense en que aún resuena el eco de un pasado glorioso en las paredes de algunos de sus más prestigiosos y concurridos teatros. De sus enseñanzas en la Italia Academy Conti, sita en la capital inglesa, Fitzgerald extrajo buena parte del material con que hilar una novela que bordea las dimensiones de lo que podríamos calificar de «relato breve», en consonancia con la plana mayor de sus trabajos literarios. De ahí que La escuela de Freddie pueda ser observada conforme a una delicatessen, cuyas virtudes quedan bien «visibles» en la forma de mostrar un microcosmos con un pie colocado en el presente y otro en el pasado. Una docena de personajes participan, en menor o mayor medida, de esta propuesta literaria sojuzgada por la crítica en los tiempos de su puesta de largo con valoraciones de distinto signo. De cualquier modo, las mismas otorgan como denominador común el dominio narrativo de Fitzgerald, desprovisto de afectaciones cultas y de subrayados innecesarios por lo que concierne a su estilo, el propio de alguien que se siente poseída por una necesidad de contar. En su caso, experiencias que recorrieron la espina dorsal de su etapa de docente en el citado instituto privado, en que de la necesidad (de personal y, asimismo, a efectos de logística) trataron de hacer virtud sus propietarios y administradores. De aquel «juego de equilibrios» coaligado al instinto de supervivencia, Fitzgerald tomó nota para, al cabo de los años, sacar punta y plasmarlos en papel al abrigo de una cadena de éxitos literarios concentrada en unos pocos años. Con el cambio de decenio Mrs. Fitzgerald no pudo sustrearse a la idea que en el cuerpo de su obra podría tener encaje un rendido homenaje al espacio escénico y, en especial, a aquellas personalidades que mantuvieron la llama de un teatro con un diáfano marchamo popular, en el que cupieran las clases más pudientes y las de extracción social más humildes. En la manera de mostrar el personaje de Frieda Wentworth álias Freddie (un nombre ciertamente ambivalente)— la novela que nos ocupa encuentra una de sus principales fortalezas, esculpido a partir del molde de la empresaria Lilian Mary Bailis (1874-1937), figura capital de la escena teatral londinense en los estertores de la época victoriana. La muerte de ésta coincidió con el progresivo periodo de emancipación de Penelope Knox de un entorno familiar presidido por prohombres de la ciencia, de la religión y del mundo editorial, del que su progenitor Edmund Knox ejerció de factótum de Punch, la revista satírica inglesa por antonomasia. No cabe duda que, al correr de las páginas de La escuela de Freddie, la pulsión humorística de la que hizo gala Punch a lo largo de un dilatado periodo de la historia reciente de Gran Bretaña queda convenientemente reflejada en una novela de exquisito refinamiento pero sin salirse por la tangente de la pedantería y de la necesidad de epatar al lector/a.       

     

 

 

 

 


jueves, 5 de mayo de 2022

«SINSONTE» (1980), de Walter Tevis: ¿SUEÑAN LOS ANDROIDES CON LECTURAS ECLÉCTICAS?

 

«Solo el sinsonte canta en la linde de un bosque»

 

Al reparar en el título original de la novela de Walter Tevis (1928-1984) recientemente editada por el sello Impedimenta puede despertar ciertas dudas la conveniencia de la traducción de «Sinsonte». Así pues, para aquellos escasamente familiarizados con el detalle de los nombres en inglés de los pájaros, Mockingbird —el título original de la novela que nos ocupa— equivaldría a «ruiseñor» en virtud del conocimiento de la obra de Harper Lee y de su asimismo célebre adaptación cinematográfica a cargo de Robert Mulligan. Semejante confusión proviene precisamente de la acertada decisión de los traductores de la editorial española a la hora de “traducir” Mockingbird por ruiseñor, dando así carta de naturaleza a un propósito alegórico al equiparar los valores de la integridad y de la nobleza que anidan en el abogado Atticus Finch —y que trata de inculcar a sus vástagos— con dicha especie de ave. En cambio, Jon Bilbao —sobre todo conocido por sus novelas publicadas precisamente en Impedimenta— atina al decantarse por el vocablo «Sinsonte» a partir del original «Mockingbird», ya que esta especie de pájaro tiene como principal característica la capacidad de imitar el sonido o el timbre de voz de aquellos humanos prestos a ser identificados conforme a supuestos agresores. Si vamos al fondo del contenido de la novela de Tevis, a las primeras de cambio atendemos a la realidad de unos robots que “imitan” el comportamiento de la especie humana, en peligro de extinción a la altura del siglo XXV debido a unos índices de natalidad situados en niveles alarmantes.

Coetáneo de Philip K. Dick, el californiano Walter Stone Tevis construyó, a caballo de la década de los setenta y ochenta, una obra adscrita a la ciencia-ficción con inequívocas trazas a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968), en que intervienen en su corpus literario cuestiones de cariz metafísico, filosófico, social a la hora de conformar su particular distopía. Por cuestiones insondables, Mockingbird ha permanecido inédita en lengua castellana hasta la primavera de 2022, en la estación del año en que el canto del sinsonte se hace sentir con más intensidad sobre todo en los bosques de América del Norte de donde es oriunda su especie. A su rescarte ha ido Impedimenta para quedar integrado para siempre en su distinguida colección. Más allá del «planeta Stanislaw Lem» no abundan en la misma novelas abonadas a la noción de distopía nacida, en el caso de Sinsonte, del desinterés mostrado por sus alumnos cuando Tevis impartía clases de Literatura en la Universidad de Ohio, en Athens. A tal efecto, en ese escenario de futuro (lejano) la lectura deviene una práctica perseguida y penalizada por las autoridades gubernamentales, fiscalizadoras de los actos llevados a cabo por una población —contradiciendo las distopías de autores como Harry Harrison— cuyo número va menguando de forma drástica a causa de las elevadas tasas de infertilidad. El detalle nominal de esta “hipoblación” (por ejemplo, el continente africano prácticamente carece de habitantes) queda reflejado en el diario narrado a tres voces, las que se van alternando los robots Spofforth, Bentley y Mary Lou. Presumiblemente, Jon Bilbao evita emplear la expresión «androide» en detrimento de «robot» para no alimentar si cabe aún más las analogías existentes entre la celebérrima novela de Dick (más conocida por el título de su adaptación cinematográfica Blade Runner) y Sinsonte, una propuesta sugerente también en su componente visionario no tan solo ceñido al escenario a futuro de marginalidad que dibuja sobre el ejercicio de la lectura sino también al hacer referencia a uno de los principales recursos fósiles que exploto por el ser humano cuya carestía deriva en la creación de una generación de robots que proveen a los de nuestra especie de la piedra rosetta para su subsistencia: «Cuando la gasolina se volvió más cara que el whisky y la mayoría de la gente decidió no salir de casa. Aquella fue la Muerte del Petróleo. Sucedió en lo que entonces se conocía como el siglo XXI. A continuación vinieron las Guerras Energéticas. Y se fabricó a Solange. Él fue el primer Máquina Nueve, que estaba fuertemente programada, no como yo, para dar a la humanidad lo que esta deseaba. Solange inventó la pila nuclear. Fusión controlada; segura, límpia e inagotable. Aprendió a alimentar su propio cuerpo de ese modo, y los Máquina Nueve fabricados con posterioridad funcionaron con energía nuclear» (pág. 218).

De lectura “obligada” para los amantes de los relatos distópicos con un inequívoco sentido de la reflexión sobre el futuro que compromete a nuestra especie, la publicaciónd de Sinsonte coincide en el tiempo con la emisión de la producción televisiva El hombre que cayó a la tierra (2022) dividida en dos episodios— y de la exitosa miniserie Gambito de dama (2021), a través de las plataformas Showtime y Netflix, respectivamente. Sendas piezas corresponden a adaptaciones de novelas escritas por Walter Tevis, quien a pesar de su relativa corta existencia falleció a los cincuenta y seis años— su hijo Jamie Griggs Tevis tuvo material suficiente para acomodar una biografía My Life with the Hustler (2003)— en que hace referencia explícita a la novela que le puso en el mapa de los escritores norteamericanos susceptibles de escuchar los cantos de sirena de Hollywood, como así fue. Otros cantos, los propios del sinsonte computan en esta modélica y, a la par, singular novela que redobla el culto hacia la obra de Walter Tevis por estos lares cuando llevamos camino de cubrir el primer cuarto del siglo XXI.                   

sábado, 30 de abril de 2022

«KURT VONNEGUT A TRAVÉS DEL TIEMPO» (2021), de Robert B. Weide: TRIBUTO AL CENTENARIO DE UN LEGENDARIO ESCRITOR-HUMANISTA

 

Fiel lector de Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007) desde mi etapa universitaria, en el año que se cumple el centenario de su natalicio he regresado sobre la pista del escritor de Indianápolis merced al documental visto en la plataforma de Filmin Kurt Vonnegut a través del tiempo (Unstruck in Time (2021), escrito, producido y dirigido por Robert D. Weide (n. 1959). En realidad, Weide (guionista de la nada desdeñable adaptación cinematográfica de Madre noche protagonizada por Nick Nolte) tardó casi cuarenta años para que cristalizara un documental a mayor gloria de Vonnegut si nos atenemos al contenido explicativo que podemos escuchar al inicio de este largometraje por boca del propio cineasta. Sin lugar a dudas, el paso del tiempo ha jugado a favor para que el sueño de Weide fuese cumplido al haber recopilado un material audiovisual que, a los ojos de los admiradores de Vonnegut, se releva un tesoro de incalculable valor historiográfico, a la par que sentimental. Lejos de mostrarse impaciente para que viera la luz el proyecto lo antes posible, Vonnegut se mostró considerado para con el desempeño de Weide, quien revela a cámara la deuda contraída para con una de sus profesoras de la universidad cuando dio a leer a los alumnos de su clase El desayuno de los campeones (1971), una propuesta literaria hija de su tiempo, el de una «contracultura» que arraigaba con fuerza en los campus universitarios de los Estados Unidos. Una vez fallecido Vonnegut a los ochenta y cuatro años de edad, Weide sopesó la forma cómo encarar la estructura definitiva del documental, llegando a la conclusión que el mejor tributo posible pasaba inexorablemente por practicar el ejercicio de la heterodoxia, de lo subversivo. Con arreglo a semejante perspectiva, el cineasta norteamericano se autoconcedió un protagonismo (un aspecto que contradice la propia esencia del documentalista) que persigue, entre otras consideraciones, dimensionar el carácter humanista de Vonnegut Jr., con quien llegó a trabar una profunda amistad. En esta tesitura, se revela especialmente emotivo el pasaje en que Weide relata la muerte de la hermana mayor de Kurt, Alice Vonnegut, un par de días después de conocer el fatal desenlace del marido de ésta en un accidente que sesgó decenas de vidas. En un gesto que habla por sí solo de la bondad de Kurt Vonnegut y de su primera esposa, acogieron a los cuatro hijos huérfanos de la finada pareja en su refugio de Cap Cod. Casi por arte de magia, los cuatro vástagos de Alice Vonnegut aparecen sentados en un sofá uno al lado del otro, explicando sus respectivas experiencias en aquel santuario que todo escritor aspira a tener, pero con el hándicap de ver merodear a diario a siete muchachos o niños a su alrededor. Con todo, Kurt Vonnegut cosechó sus años de mayor flujo creativo, dejando constancia de ello la publicación de algunas de sus obras literarias más (re)conocidas a escala internacional, siendo Matadero Cinco (1969) la punta de lanza que le situó entre los escritores más venerados para toda una generación de jóvenes que vieron en el texto del autor oriundo de Indianápolis una lúcida metáfora sobre el absurdo de la guerra. Por edad a Vonnegut le correspondió participar activamente en la Segunda Guerra Mundial, como así fue. De aquella experiencia extrajo la arcilla con la que dar forma a su escultural novela, capaz de seducir a diversas generaciones a través de un sentido del humor que le serviría de «antídoto» para no sucumbir al hundimiento personal al haber asistido in situ al bombardeo de Dresden que dejó a la ciudad germana prácticamente borrada del mapa. Aquel episodio devastador le acompañaría de por vida, pero Vonnegut suposo hacer de la necesidad virtud con unas decenas de novelas que lucen alineadas, en el caso de Weide, conforme a joyas en las estanterías de su despacho. Allí donde el cineasta pasaría ingentes horas revisando material proveniente de distintas fuentes, pero sobre todo de una familia con mención especial para su hermano mayor Bernard (una eminencia en el estudio de la climatología y el responsable de introducirlo en el imperio de la General Electric) y sus dos hijas Nanny y Edie— entregada a preservar la memoria de un legado humano más allá de una obra concebida para ser (re)leída y asimilada como parte de nuestra enseñanza vital salpimentada de un humor que puede llegar a provocar una risa contagiosa.         


sábado, 29 de enero de 2022

«EL SEÑOR WILDER Y YO« (2020, Jonathan Coe): UN INSTANTE, UNA VIDA

No deja de resultar irónico o, cuanto menos curioso, que el escritor británico Jonathan Coe (n. 1961) encontrara inspiración para su novena novela en las visicitudes de la preproducción, rodaje y postproducción de Fedora (1978), centrado en la vida del personaje epónimo que vive recluída en una isla griega, justo en el periodo en que buena parte de la población mundial vivió un confinamiento domiciliario —amén de otro tipo de restricciones— a causa de la pandemia del COVID-19. A tenor de lo que podemos leer en las páginas finales de El señor Wilder y yo (2020), editado por el sello Anagrama, en el apartado dedicado a «Agradecimientos y fuentes», Coe fija la fecha de su reunión con el cineasta Volker Schlöndorff el 13 de marzo de 2020 en Berlín, pocos días antes que bastantes gobiernos del viejo continente aprobaran en sede parlamentaria un confinamiento domiciliario que debía levantarse en función de cómo evolucionaran los índices de contagios en el área de Europa. La cita con el director de El tambor de hojalata no supuso un mero trámite para Jonathan Coe, ya que ante la imposibilidad de haber podido entrevistar a algunos de los colaboradores más cercanos de Billy Wilder —el guionista I. A. L. Diamond (1920-1988), Jack Lemmon, Walter Matthau, etc.— Schlöndorff pasó numerosas horas conversando con el realizador vienés nacionalizado norteamericano, dando lugar semejante material a un documental-testimonio titulado ¿Cómo lo hiciste, Billy Wilder? (1988). Presumo que Coe pasó un buen número de horas visionando este documental con el convencimiento que podría capturar no pocos matices a la hora de afinar en la mentalidad y en la gestualidad de Samuel Wilder —artísticamente, Billy Wilder—, esencial para que el lector dispuesto a acercarse al contenido de su novela manufacturada durante el periodo pandémico diera validez a un ejercicio literario envuelto de una aureola cinéfila con referencias no tan solo al patrimonio inviolable del director, guionista y productor de origen centroeuropeo sino también a producciones tan dispares como Un tipo genial (1983) o Amenaza en la sombra (1972). De hecho, uno de los principales atractivos de El señor Wilder y yo reside en ese acercamiento a una personalidad un tanto poliédrica, en que la ternura y afabilidad podía enmascarar una veta sarcástica, mordaz y/o irónica, o a la inversa. Al respecto, el pasaje en que parte del equipo de producción de Fedora celebra una velada en honor al doctor (Miklós) Rózsa en Munich permite medir el sentido del  humor de su director y coguionista que, a menudo, podría resultar demoledor, en particular cuando afea a Al Pacino —por aquel entonces, pareja sentimental de la helvética Marthe Keller (Keller) y ultimando el rodaje de Un instante, una vida (1977) a las órdenes de Sydney Pollack— que pida una hamburguesa con queso en un templo de la gastronomía alemana y ordena al maître que retire los cubiertos del astro cinematográfico. Siguiendo el dictado de la narración del libro, algo más de un año antes Billy Wilder y Al Pacino habían coincidido en el comedor de un restaurante de lujo en Beverly Hills, en un episodio que serviría de punto de encuentro con el otro protagonista de la función, Calista Frangopoulou, una joven helena que se verá envuelta en la producción de Fedora merced a su conocimiento del inglés y de su lengua nativa. Más cercana a la Audrey Hepburn de Sabrina (1954) y Ariane (1957) que a cualquiera de las otras intérpretes que formaron parte de las películas dirigidas por Wilder, Calista representa la verdadera creación literaria de El señor Wilder y yo con un trazo inteligente y, a la vez sensible, a cargo de Jonathan Coe. En el propósito del escritor inglés de aquilatar el personaje de Calista en el relato más allá de los lugares comunes, se sirve de la amistad que traza con Izzy Diamond, en cierta medida, como personaje «puente» para acceder a conocer la verdadera naturaleza de Billy Wilder, quien cubría su etapa final en el medio cinematográfico situado en el «trono» de los cineastas vivos más reverenciados por sus colegas de profesión y por una legión de cinéfilos dispersos por infinidad de países. No obstante, en el ánimo de un septuagenario Wilder pesaba que su cine ya no interesaba a las nuevas generaciones de espectadores, un pensamiento que queda reforzado con la creación de otro personaje, el de una suerte de novio de Calista, con ínfulas de cineasta y comprometido con un tipo de propuestas alineadas con un renacimiento del cine precisamente en la cuna de donde surgieron numerosos cineastas (en ciernes o consolidados) que tuvieron que emigrar a los Estados Unidos para apuntalar y/o dar continuidad a sus respectivas carreras cinematográficas. A tal efecto, Jonathan Coe eleva el vuelo narrativo de su propuesta cuando Wilder en la citada cena, a modo de paréntesis, relata una historia personal ante los comensales, aquella que interpela a sus años en Berlín, su posterior estancia en París y su viaje hasta la «tierra prometida», esto es, los Estados Unidos. En estas páginas en s¡ngular Coe ejerce su magisterio, aquel capaz de justificar por sí solo el interés por aproximarnos a la lectura de El señor Wilder y yo, un complemento ideal para aquellos que como un servidor tenemos en un pedestal al insigne realizador de films fundamentales de la Historia del Séptimo Arte como Perdición (1944), Con faldas y a lo loco (1959), El apartamento (1960) o La vida privada de Sherlock Holmes (1970), esta última fuente de un rico anecdotario que trasciende al conocimiento del lector, entre los que destaca la tentativa de suicidio del actor Robert Stephens (en la piel del taimado detective) o el hecho que el cineasta austriaco había sido un conspicuo lector de las novelas escritas por Arthur Conan Doyle que pivotan sobre el celebérrimo personaje mucho antes de dar inicio a un rodaje que se prolongaría por espacio de más de un año en tierras británicas, las mismas que vieron nacer al autor de esta pequeña joya literaria con aroma de cinefilia. 
 

martes, 11 de enero de 2022

«MAESTRAS DEL ENGAÑO» (2019) de Tori Telfer: VIDAS AL LÍMITE

 

En su prospección por las historias que atañen a asesinas de distintos periodos y latitudes y que, a la postre, dieron cuerpo a su libro de debut, presumiblemente Tori Talfer dejara aparcado en un cajón féminas susceptible de estar relacionadas con algún acto homicida. No obstante, éstas escaparon de la carga probatoria de un delito de sangre y “tan solo” pesaría una pena por “delitos menores”, tales como la estafa o la usurpación de personalidad. De ahí que, a rebujo del éxito de Damas asesinas (2017) publicada dos años más tarde por Impedimenta, Telfer ya tuviera cubierto parte del trabajo de campo para su siguiente volumen, el que responde al genérico Maestras del engaño (2019), igualmente publicado por el sello madrileño en el último trimestre del segundo año «pandémico».

Siguiendo el mismo esquema de su monografía precedente incluido el detalle de las notas de pie de página situadas en las últimas páginas del volumen, toda una rara avis dentro de los parámetros de edición de Impedimenta, Maestras del engaño: estafadoras, timadoras y embaucadoras de la historia asiste a no menos de una veintena de relatos de otras tantas mujeres, algunas de las cuales quedan bajo el paraguas de las etiquetas «Las espiritistas» o «Las anastasias». Sobre estas últimas razona uno de los pasajes más estimulantes de la presente obra, en que Tori Telfer se explaya en mostrar al lector un grupo de féminas con el denominador común de haber sido (auto)proclamadas Anastasia, una de las tres hijas de Nicolás II y Alejandra. Con el asesinato de éstos se puso el punto final a la dinastía de los Románov. Particularmente impactante resulta el relato de una de estas «Anastasia», Franciska Schanzkowska, quien llegó a perder el juicio (mental) y, al parecer, sufrió del síndrome de Diógenes, llegando a contabilizar una sesentena de gatos (¡!) en un inmueble con unas condiciones higiénicas y de salubridad deplorables. La parte final del capítulo de «Las anastasias» eleva una conclusión con marchamo de sentencia en el siguiente párrafo: «La larga y tortuosa cuestión del destino de los Románov se resolvió de forma definitiva en 2009. Los dos últimos cuerpos aparecieron al fin en una segunda tumba no muy alejada de la primera, y el ADN confirmó que esos eran los huesos de Alexéi y de la hermana que faltaba. Ya era oficial: nadie había sobrevivido a los eventos del sótano de la Casa Ipátiev. Ninguna de las mujeres que iban por el mundo afirmando que eran Anastasia decía la verdad. La primera solo había vivido hasta los diecisiete años». Menos taxativa se muestra Telfer en el pliego de conclusiones que encuentran acomodo en el grueso de los pasajes de Maestras el engaño, en que el arco de estafas y de timos deviene amplio y variopinto, con mención especial para Bonny Lee Bakely, en el que podríamos destacar conforme a uno de los capítulos más hilarantes, salpimentado de un jugoso anecdotario, en que queda convocado uno de los actores de A sangre fría (1967), Robert Blake. Intérprete precoz aparece de manera episódica, a los once años, en El tesoro de Sierra Madre (1948), Blake contrajo matrimonio con Bonny Lee, en una decisión que no tardó en lamentar. Al llevar al altar al menudo actor Bonny Lee vio cumplido su deseo de casarse con un famoso después de haber perseguido infructuosamente a Jerry Lee Lewis durante diez años (¡!), hacer creer a su círculo de amistades que había sido novia de Elvis Presley o de haberse carteado con el primogénito de Marlon Brando —Christian, mientras éste cumplía pena de prisión por asesinato. Con todo, para el capítulo final de esta serie de relatos Telfer reserva el recorrido por la historia de Sante Kimes (1934-2014) al que se la otorgan una infinidad de álias y/o seudónimos, de largo el personaje más abyecto y vil, capaz de «esclavizar» a sus criadas sopena de devolverlas a sus respectivos lugares de origen. Lugares habitados de miseria y penurias de distintas índole, caldo de cultivo propicio para que buena parte de estas féminas que desfilan por la presente monografía abracen un ideal de felicidad en que el dinero representa un salvoconducto indispensable. Para ello se recurre a las armas de mujer, en que la apariencia representa el primer mandamiento para captar la atención de varones con una cuenta corriente generosa que, de la noche a la mañana, pueden desaparecer sus fondos o, cuanto menos, menguar de manera ostensible. La lectura, pues, de Maestras del engaño tiene un sentido de crescendo en cuanto a la intensidad de sus últimos episodios, llevándose la palma Sante Kimes, situada en esa frontera del crimen y, por consiguiente, con un pie puesto en la otra parte del díptico, el de Damas asesinas, la pieza bautismal de la escritora norteamericana atrapada durante años en la telaraña del «Mal» con su interminable escala de grises.