El arte la escritura lleva implícito un cierto
componente mágico, aquel capaz que al correr las páginas de un libro perviva el
sentimiento íntimo en el lector de asistir a un magisterio por parte del lector
a la hora de colocar la palabra exacta, la entonación
precisa en el empleo de una figura alegórica o el dibujo descriptivo de un paisaje que tratamos de reproducir en
nuestra mente a cada parpadeo. Por ello un elevado porcentaje de asiduos lectores
de obras literarias no creen factible que la escritura pueda llegar a convertirse
en profesión. Es un arte que, en definitiva, demanda precisión en las formas y
en el contenido, asumiendo el escritor que las palabras son las herramientas
que haciendo uso de infinitas combinaciones deben arrojar un resultado que nos
sitúe en los páramos de la
perfección, salvoconducto imprescindible para que una determinada obra sea
observada conforme a una pieza literaria presta a resistir las embestidas del paso del tiempo.
Presumiblemente Bernhard Schlink (n. 1944)
no se cuente entre los escritores que sometan de manera perenne a su intelecto
a la búsqueda de la palabra, de la entonación
más acorde para cada instante que quede sellado
en el papel. Ya sobrepasados los cincuenta años Schlink obtuvo la repercusión
mundial por una disciplina artística que hasta entonces no le había permitido
vivir de ella, cuanto menos con la holgura suficiente para alguien acostumbrado
al bienestar que le procuraba su cargo en altas instancias del poder judicial
en su Alemania natal. En cierta manera, el éxito de El lector (1995) enseñó el camino a seguir al autor germano en
relación a la importancia que adquirieron a partir de entonces en su literatura
las mujeres. No en vano, Schlink entendió que la piedra roseta de ese hallazgo
editorial pasaba por la complejidad del personaje de Hannah que había logrado
plasmar en su particular lienzo con
una delicadeza, un tacto de asombrosa sencillez en el empleo de un lenguaje.
Para alguien acostumbrado a lidiar a diario con un lenguaje técnico (el
jurídico) que, dicho sea de paso, sirvió a la causa para su serie de novelas policíacas con el denominador común
del personaje del private eye Gerhard Selby, el tipo de literatura que tuvo su pieza bautismal con El lector apostaba por una luz expositiva de formas sencillas, en
contraste con la plana mayor de los grandes nombres de la literatura germana
del siglo XX, entre otros, Thomas Mann, Heinrich Böll, Günther Grass o Siegdried Lenz. En mi cuarta lectura de una obra de Schlink, la correspondiente a Olga (2018), no hace más que constatar
el rol capital de la mujer en su literatura, en este caso en un personaje
epónimo que es observado bajo la luz de tres filtros distintos que equivalen a sendas partes de una novela en
que luce en su portada la reproducción del lienzo A Dark Pool de Laura Knight. En la misma observamos la figura de
una joven cuyo vestido se agita producto del viento que arrecia en una costa
rocosa, en una estampa que favorece al ejercicio de la reflexión por parte de
Olga. Desde un prisma metafórico con arreglo al fundamento de las cartas que
escribe a su amado Herbert, Olga parece haber lanzado al mar mensajes de una
botella sabedora que sus misivas escritas de puño y letra con el correr de los
meses, de los años ya no tendrán acuse de recibo. El espíritu aventurero de
Herbert —perteneciente a un escalafón social superior al de ella— acabará
resultando su propia tumba. Su retrato personal, minado de un ideal aventurero
y de explorador de territorios vírgenes para un Occidental en el amanecer del
siglo XX, ocupa buena parte del primer tercio de la novela, aquel que opera a
través de la voz de un narrador omniscente al que le toma el relevo un narrador
que recoge testimonio del devenir de Olga en los años cincuenta del siglo pasado en calidad de costurera en una casa
familiar de real abolengo. Schlink cierra su nueva novela editada por el sello Anagrama (fidelidad obliga) en lengua castellana con un propósito
epistolar, aquel capaz de dejar al descubierto aspectos de un personaje
femenino que se explica mejor a través de sus anhelos más que de sus propias
experiencias. Nuevamente aflora en la literatura de Schlink la dialéctica entre
el presente y el pasado (por regla general con el telón de fondo de un escenario bélico), en esa superposición de planos temporales que, como
había dejado constancia en la referida El
lector, El regreso (2006), se
revela en Olga uno de los pilares
para lograr una efectividad narrativa encofrada
de una pulsión lírica, poética que la hace tan atractiva para millones de
lectores que han accedido a su prosa por mediaciación de más de treinta
idiomas.
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