Presumiblemente, una de las etapas más críticas
en el ciclo vital del ser humano sea la que se da cita al cruzar el umbral del
medio siglo de existencia. En este periodo confluyen tres cuestiones que nos
mueven a una reflexión medida desde la experiencia. En primera instancia,
tomamos conciencia de una vida sojuzgada por el sentimiento de lo que
aspirábamos a convertirnos pero la realidad nos ha llevado por otros
derroteros. Un amago de frustración envuelve nuestros pensamientos cuando queda
patente que el recorrido para conquistar nuestros anhelos ha quedado varado en el territorio de la
resignación o, cuanto menos, del conformismo o del posibilismo. Asimismo, en
ese cruce de caminos imaginario que asoma de manera inusitada al empezar a
cubrir la quinta década de nuestras existencias la fatalidad de la pérdida de
las personas que te dieron la vida deviene moneda de cambio común salvo
excepciones. Los menos tenemos el privilegio de contar aún con la opción de
compartir tiempo con nuestros progenitores, en una suerte de prórroga “divina” concebida
bajo el manto de unos recuerdos
cincelados de una emotividad que se dibuja en las miradas y en un esbozo de
sonrisa franca. A todo ello cabe sumar un tercer elemento que emerge en el
territorio de nuestros pensamientos y sentimientos al ir quemando etapas: la
noción de la muerte. Tomamos conciencia que nuestra presencia (terrenal) tiene
fecha de caducidad, máxime cuando nos asomamos al frontispicio de una realidad
que se ha llevado por delante la vida de uno de nuestros amigos.
Tradición obliga, mediados de septiembre sigue siendo el periodo del año
en que se da inicio el curso escolar. El 15 de septiembre de 2019 regresábamos
a la escuela de la Educación General
Básica (EGB) varias de las personas de la «Generación del 67» (con alguna excepción, la de Carlos Ibáñez) que
pasamos buena parte de nuestras infancias y los primeros estadíos de la
adolescencia en les Escoles Lacinia, sito en el barrio de Santa Eulàlia de
L’Hospitalet de Llobregat. Lo hicimos de una manera espontánea, inconsciente
con el ánimo de honrar la memoria de nuestro querido Pedro Hernández Aguilera. El
recuerdo por los tiempos vividos en aquellos años se activó a medida que nos
íbamos sumando a un improvisado corrillo, en una especie de mecanismo
(auto)protector que trataba de reprimir un sentimiento de dolor propio de
personas que han experimentado en periodos más o menos recientes la pérdida de
seres queridos. A buen seguro, Pedro hubiese querido que aquella jornada
dominical donde el dolor era el sentimiento común para cada uno de nosotros, abrir
de par en par la ventana del recuerdo
de aquellos tiempos remotos, dejando
filtrar una brisa de inocencia, camaradería y una amistad tallada sobre hierro.
En ese «paraíso perdido» que se corresponde con
la infancia reside para un servidor el genuino ideal de felicidad. El «plan divino» del ciclo vital
registra en las fases primigenias del ser humano los mayores picos de felicidad
al albur de un aprendizaje constante, el anhelo del descubrimiento a cada día
vencido —incluído el enamoramiento bañado de inocencia— y el fortalecimiento de
unos lazos de amistad que valen para una eternidad.
Al cabo, cada uno de nosotros aprendimos a volar
fuera del nido. El guión de la vida nos ha llevado por
caminos disímiles, pero existen señales luminosas
en la cuneta que nos advierten de la
pérdida de seres queridos. Un alto en el camino en el que afloran sentimientos
encontrados. Acostumbrados a lidiar con los reproches, las falsas promesas, las envidias en el
entorno profesional, las presiones cotidianas inherentes al mundo de los
adultos, en esos puntos de encuentro que nos depara el río de la vida fruto de una amistad sin fecha de caducidad ni
condicionantes de ningún tipo el tiempo parece detenerse y volvemos a la escuela primaria. Allí donde Pedro
asumía el rol de «hermano mayor», dejándonos entrever la
puerta de una madurez que él ya había
conquistado con el físico propio de un gladiador y una voz rocosa que parecía
surgida del Averno. Una voz que seguirá resonando para siempre en el hueco de mi memoria y
de tantos amigos de la escuela que tuvieron el privilegio de conocer de primera
mano de su bondad, franqueza y honestidad. Descansa en paz, amigo del alma.
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