Ha transcurrido casi una década desde que vio la
luz mi primera novela, El enigma Haldane
(2011). A través de la evocación que hace de su padre —supuestamente muerto en
un accidente automovilístico— el personaje protagonista de la misma, Timothy
Waller destaca que entre sus aficiones se encontraba la lectura de poesía,
siendo una de sus autoras favoritas Emily Dickinson (1830-1886). Durante el
periodo que había dedicado a la escritura del libro tuve un conocimiento un
tanto vago en torno a esta poeta norteamericana de la que, en cierta manera, la
lectura de algunas de sus poemas me atrapó
al punto que la incorporé a esa cosmogonía, cuál demiurgo, que estaba moldeando
en las primeras estribaciones del siglo XXI. Precisamente, en ese periodo el
periodista, aventurero, ensayista y novelista británico Simon Worrall vio publicada la novela The Poet and the
Murderer (2002), de la que ha tardado diecisiete años en ser traducida al
castellano de la mano del sello Impedimenta. Beatriz Anson se ha encargado de
una labor que, a buen seguro, ha requerido de la necesidad de material extra que ayudara a apuntalar una traducción a la lengua de Dámaso Alonso de una obra
que puede leerse conforme a una novela de misterio, pero que evita cualquier
amago de ficción. La poeta y el asesino
sigue, pues, las coordenadas de un relato sobre la verdad de un personaje, Mark
Hoffman (n. 1954), que llegó a crear un poema haciéndolo pasar por uno de los
muchos que había escrito de su puño y letra la asceta Emily Dickinson. El punto
de partida de La poeta y el asesino
no es otro que la subasta del poema de marras en la prestigiosa Sothersby’s en
1997, vendido por veinte mil dólares a un representante de la Biblioteca Pública de
Ahmherst —la localidad de Massachusetts donde vivió recluida la totalidad de sus cincuenta y seis años la menuda poeta— tras recibir una serie de donaciones que permitieron
acceder a la puja por una obra que llenó de animosidad —y de cierta
incertidumbre, cabe decirlo— a los acérrimos admiradores del legado artístico
de Emily Dickinson.
Al
tirar del hilo de la realidad, se llegó hasta un personaje con múltiples atractivos
para que ocupara un plano de centralidad en una novela de «no ficción» —según el término acuñado
por Truman Capote, a propósito de A
sangre fría (1966)— que, para un servidor, además de conocer infinidad de detalles
que enriquecen mi interés por la figura de Emily Dickison, ha significado una
puerta al conocimiento de la creación del mundo de los mormones. No en vano,
Mark Hoffman se educó bajo la ortodoxia mormona pero, a temprana edad, iba
tomando conciencia que aquella «fortaleza» eclesiástica se había
construido con pies de barro. Óbviamente, mi fascinación sobre los mecanismos
que operan en el seno de las sectas religiosas —la de los mormones, una de las
de mayor predicamento y expansión a escala planetaria— y de la que dejo
constancia en El enigma Haldane
merced a la confección de una organización liderada por Ephraim Samsteen con el
epígrafe de la clonación de seres humanos
para operar como sociedad mercantil, han
avivado la atención por la lectura sobre todo en los capítulos centrales de La poeta y el asesino. Se trata de un trabajo
de campo a cargo de Simon Worrall que inicialmente debía haber sido publicado
por la revista Enquirer, pero que
derivó en una propuesta literaria de gran calidad. Worrall deja constancia de
su savoir faire en el manejo de un
lenguaje que no excluye un aliento poético, lírico, diríase que tocado por la
gracia de saberse agradecido que la «divina providencia» le facultara a escribir una novela que crea
adicción en el lector aunque sea un profano en las materias tratadas. El
vocablo «asesino» puede resultar el señuelo presto a captar la atención del
mayor número de lectores posible, pero sin sus cargos por doble asesinato –dos miembros
destacados de la comunidad mormona de Salt Lake City—que le han llevado a
permanecer en prisión de por vida Mark Hoffman hubiese sido un personaje digno
de estudio, con un IQ cercano a 150, y su don para falsificar firmas —en torno
a las ciento treinta de auténticas figuras de la Historia de Norteamérica— y
documentos que hizo pasar por oficiales, incluido las que podríamos colegir las
sagradas escrituras de los Mormones.
Una
vez más, Impedimenta ha demostrado su excelente olfato a la hora de recuperar
para el parque editorial de nuestro país, una gema de incalculable valor que, a
buen seguro, ganará público lector con una eventual adaptación a la gran
pantalla en forma de ficción cinematográfica. Descartado Bart Layton para no
incurrir en un exceso de repetición de temas —el director y guionista del falso
documental El impostor (2012) y la
excelente American Animals (2018)— Pienso
que Robert Zemeckis podría ser un candidato idóneo para llevarlo a cabo, toda
vez que en un par de ocasiones ha convertido material procedente del campo
documental en sendos largometrajes de ficción —El desafío (The Walk) (2016), Bienvenidos a Marwen (2018)—. Este podría ser el tercero ya que tenemos el precedente de The Man Who Forget America (2003), dirigido por Matthew Thompson, centro en el
personaje de Mark Hoffman, confinado en una prisión federal desde hace una
veintena de años. Otra prisión, la
situada en una mansión de estilo victoriano en Ahmherst, fue la que ocupó la «poeta» del título de una
novela excepcional en el amplio sentido de la palabra.
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