Presumiblemente no sea más de setecientos metros
los que separa la vivienda de mis padres del pabellón del CB L’Hospitalet de
Llobregat. Recién cumplidos los ocho años, en enero de 1976 el CB L’Hospitalet
celebraba su torneo anual de equipos de club juveniles y junior donde se
concitaban scoutings con la mirada
puesta en descubrir nuevos talentos para el baloncesto patrio. A este torneo
que en tiempos cosechó un considerable prestigio, de manera regular habían sido
invitadas selecciones de categorías pre-senior de distintos países, recibiendo la
invitación en ese año de inicio de un cambio de paradigma en el estado español —muerto
el dictador, muerta la dictadura— el combinado de la República Dominicana. Por
aquel entonces, la sección de básket del Barcelona quedaba relegado a la
condición de segundón en una l«iga
dominada por el Real Madrid, al punto que en el ecuador de la década de los
setenta se llegó a registrar un resultado que hoy en día podría resultar
inverosímil: el equipo blaugrana salió derrotado por sesenta puntos de diferencia
en la pista del equipo blanco. Acuciado por los malos resultados, el técnico
Ranko Zeravica acudió a ese recinto deportivo que sería tan familiar para un
servidor en los años ochenta, reparando en un ala-pivot de dieciséis años que
representaba al país antillano. La apuesta de Zeravika no estaba exenta de
riesgo, ya que los frutos de aquellos fichajes concentrados en un corto espacio
de tiempo debían evaluarse al medio plazo. Cándido «Chicho» Sibilio Hughes llegaría
a ser considerado, junto al alero Juan Antonio San Epifanio «Epi» (n. 1959) y Nacho
Solozábal (n. 1958) la columna vertebral
de aquel FC Barcelona que, en paralelo a la transición vivida en el estado
español, su sección de baloncesto experimentó otra transición hacia una de las
etapas más gloriosas de su Historia. A ese «diamante en bruto» procedente de la República Dominicana que, a
buen seguro anhelaba algún día jugar en la NBA, los distintos entrenadores que
estuvieron bajo su tutela —el mencionado Zeravika, Antoni Serra y Aito García Reneses—
trataron de extraerle el máximo rendimiento posible. Vi jugar en diversas
ocasiones en directo a Sibilio e infinidad de veces por televisión. Cuando en
1984 la ACB instauró la línea de tres puntos en un radio de 6,15 m (al cabo
pasó a los 6,25 m) Sibilio llevaba tiempo encestando más allá de esa distancia.
Su mecánica de tiro sirvió de ejemplo en las innumerables escuelas formativas
de básket que diseminadas a lo largo y ancho del país, a las que me sentí
llamado pero pronto mi pasión por este deporte derivó a la condición de árbito
y de entrenador de categorías inferiores en distintas etapas de mi vida. Como
diría el llorado Andrés Montes, hay jugadores que se desenvuelven por las
canchas como si llevaran frac. Entre estos jugadores tocados por la elegancia
cabía situar a Chicho Sibilio, alguien capaz de promediar casi veinte puntos
por partido a lo largo de trece temporadas. Junto a Epi con registros
anotadores similares —aunque con un estilo de juego distinto, más aferrado a la
noción de pundonor y épica— formaban un tándem de ala-pivots mortífero que
mereció la admiración de múltiples pistas del continente europeo. Una «hermandad» que conoció otra figura
clave, la del base Nacho
Solozábal, la inteligencia materializada en la cancha de juego, encomendado a
marcar aquellas jugadas que indefectiblemente pasaba por las manos de Epi y
Sibilio para resolver con un elevado porcentaje de aciertos tiros que hacían
temible el juego exterior del FC Barcelona. Sin duda, el equipo blaugrana
encontró en semejante triunvirato la piedra roseta de un proyecto ganador con
carácter hegemónico a lo largo de la década de los ochenta, desfilando por sus
distintas formaciones con el denominador común de Solozábal-Epi-Sibilio
jugadores del talento del danés nacionalizado canadiense Lars Hansen o el
estadounidense Audie Norris, entre otros.
Transcurridos varios días desde el conocimiento de la noticia del deceso
de Chicho Sibilio, a los sesenta años, regreso sobre esa mirada que conservo
grabada de un jugador que contribuyó sobremanera a definir la esencia de un
deporte, ese dorsal 6 que solo la sinrazón evitó que colgara en ese imaginario «palco de autoridades» que luce en lo alto del Palau, la pista mágica que ofreció
tardes y noches de gloria a una sección que hoy en día ha dejado de poseer el significado
de antaño. Como bien recalcó Sibilio en una entrevista realizada por el
periodista Lluís Canut hace unos años, la pertenencia a un club se gana desde
el afecto al mismo antes incluso de ser considerado jugador con la elástica,
en su caso, blaugrana con un total de 616 partidos en su haber. Gracias, Chicho, allí donde estés, por haber sido uno de
los jugadores que más hicieron para amar un deporte que puede llegar a
representar una filosofía de vida. Descanse en paz un «gigante» del básket.
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