Presumiblemente fue
durante una proyección de El club de los
poetas muertos (1989) en un preestreno celebrado el mes de enero de 1990
cuando Robin Williams empezó para mí a ser un rostro familiar. Para un
porcentaje considerable de jóvenes universitarios o de cursos medios que
atendimos a una propuesta como Dead Poets
Society salimos de la proyección con el ánimo renovando, presumiendo que
habíamos «conocido» a aquel
profesor que nos hubiera gustado tener en el plano de la realidad. Al cabo de
los años supe que durante el rodaje del film dirigido por Peter Weir Williams
atravesaba por un periodo traumático, al hacerse efectivo el divorcio con su
primera esposa Valerie Velardi, madre de Zachary y el principal soporte
emocional para superar una adicción a los estupefacientes fruto del cambio de
vida generado por un éxito televisivo de audiencias millonarias, el que sin
margen a error sería uno de los primeros spin-off
de la historia que cursaron en la pequeña pantalla, “Mork and Mindy”
(1978-1982). Entonces, el deceso de su amigo John Belushi acaecida en 1982,
llegó en forma de aviso y, de esta forma, Robin Williams procedió a alejarse de
las drogas, ahuyentando así el fantasma de
una temprana muerte. El documental firmado por Marina Zenovich En la mente de Robin Williams (2018) que he
podido contemplar a través de la plataforma de HBO levanta acta de este periodo
en el que el actor natural de Detroit se movió por el lado salvaje de la vida hasta su redención, buscando en Velardi la figura protectora. Ambos fijaron residencia en un rancho situado lejos del mundanal
ruido, pero el agente de Robin Williams no paraba de llamarle para que la rueda de la fortuna siguiera girando si
quería alcanzar el status para el que se había preparado con tesón, a golpe de
participaciones en pequeños locales nocturnos exhibiendo músculo de cómico con propensión a las imitaciones para luego
quedar al cargo de John Houseman en la prestigiosa Juilliard School en calidad
de alumno avanzado en el tercer curso de interpretación.
Al concluir el visionado de En la mente de Robin Williams me reafirmo en el pensamiento que aún no tenemos la perspectiva suficiente —incluso habiendo transcurrido prácticamente siete años desde su fallecimiento— para calibrar la importancia de un artista situado por derecho propio en la franja de los genios. Su mente operaba a una velocidad de la que muy pocos de sus colegas podrían presumir, provocando por ello un efecto de inferioridad y/o de sumisión del director de turno cuando debía lidiar en el plató con un «pura sangre» de la interpretación. A tal efecto, el cineasta Mark Romanek relata en el documental de marras que Robin Williams, contraviniendo cualquier regla escrita, bromeaba instantes antes de colocarse en la piel de un empleado en una tienda de revelado de fotografías en el drama con elementos de misterio Retrato de una obsesión (2002), otra de esas portentosas performances que tuercen el brazo a aquellos que despachan con displicencia al actor norteamericano tildándolo de «histrión». Si Dead Poets Society enseñó el camino de la mano de Weir de sus aptitudes para componer personajes dramáticos —sin abandonar del todo un sentido del humor que se dibuja en sus labios de una forma burlona—, El indomable Will Hunting (1997) lo reafirmaría para situarlo con el cambio de milenio en ese espacio privilegiado en que Williams se sabía capaz de enfrentarse a cualquier papel. Con todo, la voz del niño que siempre fue le animaba a seguir ganándose el afecto de nuevas generaciones de espectadores infantes que, a la entrada de los complejos de salas comerciales, señalaban con el dedo al actor favorito que querían ver en la gran pantalla. En esa tesitura, Robin Williams daba la medida de una humanidad que quedaría plenamente certificada en la vida real, haciendo acto de presencia en distintos puntos del golfo pérsico para animar a las tropas norteamericanas. Hombres curtidos en la operación «Tormenta del desierto» o niños que apenas superaban el metro de estatura podrían mostrar un similar afecto por Robin Williams. Paradojas de la vida, esa mente maravillosa que procesaba a la velocidad de crucero, aprovechando cualquier ocasión para desplegar su natural talento para la improvisación —especialmente impagable deviene el episodio del documental en que en 2003 fue el único de los tres candidatos de los premios Critic’s Choice al Mejor Actor Principal en no ser reconocida su interpretación, provocando una viñeta propia de Groucho Marx cuando toma el mando de las operaciones, reduciendo a la anécdota la presencia de sus competidores Daniel Day-Lewis y Jack Nicholson—, acabarían siendo devoradas sus neurona por los denominados cuerpos de Levy, una extraña enfermedad difícil de diagnosticar. Billy Cristal, uno de sus mejores amigos y compañero de reparto en cuatro ocasiones, eleva a categoría la anécdota en que, después de salir de una proyección cinematográfica, sin apenas mediar palabra, Robin Williams se abrazó a él. Su mente se estaba apagando. El suicidio propagado por las redes el mismo día de certificarse su deceso —el 11 de agosto de 2014— no era una opción para alguien que seguía aferrándose a la vida pese a la adversidad y acudió a su cita con los platós cinematográficos y televisivos, situándolo por derecho propio entre los intérpretes más prolíficos de su generación. Siete años después de conocer tan trágica noticia la llama de Robin Williams sigue encendida. El genio de la interpretación que muestra su lado más humano en este sensacional documental, que encuentra un complemento idóneo para una doble sesión en El deseo de Robin (2020), dirigido por Tylor Norwood. Éste, fundamentalmente se centra en dejar testimonio de la enfermedad que padeció Robin Williams en los últimos años de su vida, con la comparecencia proactiva ante las cámaras de su tercera esposa, Susan Schneider, quien se ausentó de participar en el documental de Zenovich quizás con el presentimiento que podría perjudicar el proyecto que por aquel entonces llevaba entre manos. En cualquier caso, sendos trabajos sirven para rendir tributo a aquel actor que se colocó en la piel de John Keating y propició que un servidor calibrara la capacidad interpretativa, empleando términos ciclistas —el deporte que practicó para dejar, ni que fuera por unas horas, su mente en blanco en esos trayectos de más de cien kilómetros por carretera— « fuera de categoría».
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