martes, 2 de marzo de 2021

«JILL» (1946) de Philip Larkin: VIDA UNIVERSITARIA EN TIEMPOS DE GUERRA

Sobrepasados los ciento cincuenta títulos editados, a fecha de hoy, si bien el sello Impedimenta ha extendido sus «tentáculos» a autores pertenecientes a un número considerable de países diseminados a lo largo y ancho de cinco continentes, Gran Bretaña sigue siendo «parada obligada» a la hora de ir al rescate de escritores que apenas sus obras han sido traducidas al castellano o, en el mejor de los casos, llevan tiempo aguardando a ser (re)editadas aquellas piezas menos conocidas de sus trayectorias literarias. Con la publicación de Jill (1946) de Philip Larkin, Impedimenta logra un curioso hito, el de «hermanar» bajo un mismo manto editorial a tres escritores que compartieron estudios en el St. Johns College de Oxford durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, esto es, Kingsley Amis (1922-1995), Bruce Montgomery (álias Edmund Crispin) (1921-1978) y Philip Larkin (1922-1985). Más allá de ese periodo que causó auténticos estragos en la población británica, Larkin siguió cultivando una franca amistad con Kingsley Amis hasta el fin de sus días, a una edad relativamente temprana que, empero, no le impidió ser considerado uno de los poetas más notables surgidos en Gran Bretaña en el siglo pasado. Con todo, Larkin dejó para la posteridad un par de novelas, Una chica en invierno (1947) y Jill, que han merecido ser publicadas por Impedimenta, «conviviendo» con tres de las piezas literarias urdidas por Amis y seis cuya autoría descansa en Edmund Crispin con el denominador común de su personaje literario por antonomasia, el investigador Gervaise Fen. El genio de Crispin no tardó en florecer, llegando incluso a destacar como compositor de cine y de televisión. Larkin reserva parte de los primeros capítulos del libro —eliminada su enumeración para la presente edición— precisamente a la persona de Edmund Crispin, cuyo carácter reservado y tímido no impidió que sintiera un interés especial. Para Edmund el estudio convulsivo representaba el «salvoconducto» con el que presentarse a ese «nuevo mundo», el del St. Johns College, tan opuesto al de la realidad de una familia de condición humilde que acudió a la llamada del profesor Crouch en aras a evaluar las expectativas de futuro de un joven encadenado a un conocimiento sobre numerosos materias, aquellas prestas a moldear un personaje polifacético por excelencia.    

   Escrita apenas estrenada la veintena, Jill no desmerece de la calidad literaria que atesoran las obras de sus compañeros de pupitre y amigos Crispin y Amis, pero la llamada de la poesía pronto tocaría a su puerta. Inopinadamente, Jill manifiesta este veta poética en no pocos de sus pasajes —«Desde ese lado, el oeste, el sol trataba de abrirse paso y su luz amarilla arrancaba destellos a cada ramita»— y encuentra en el personaje epónimo una especie de «licencia poética» en forma de ser que gravita en ese mundo imaginario de John Larkin, aquel que trata de apartarlo de esos comportamientos terrenales tan lesivos a su sensibilidad, el propio de jóvenes universitarios atacados por la soberbia y la altivez incluso en un marco devastador a propósito de una guerra que cubriría más de un lustro antes de tocar a su fin. En su capacidad de describir al detalle no tan solo los espacios físicos si no también lo intangible referido a los sentimientos y las emociones— a través del empleo de una voz omniscente, reside gran parte del encanto de una pieza de orfebrería que el talento precoz de Philip Arthur Larkin cinceló con la maestría propia de un veterano de la escritura con miles de lecturas a sus espaldas.                   

 

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