John Fowles (1926-2005) vivió hasta los setenta y nueve años,
pero puede decirse que tan sólo fueron unos veinticinco los que pudo
desarrollar una actividad plena en el ejercicio profesional de la escritura. El
éxito de su novela de debut, El
coleccionista (1963), acompañado por su proverbial adaptación cinematográfica
un par de años más tarde, propiciaría que el inglés Fowles asumiera el mando de su futuro
en el campo de las letras, destinando innumerables horas a perfeccionar una técnica
literaria extraordinariamente refinada al final de esa misma década. En ese
periodo alumbraría La mujer del teniente
francés (1969), cuya traslación
en imágenes a cargo del angry young man
Karel Reisz —teórico del free
cinema— no llegaría
hasta los inicios de la década de los ochenta. En este intervalo temporal Fowles consignaría
la escritura de un ensayo sobre la naturaleza titulado de manera escueta The Tree (1979). Haciendo un alto en su “tradición”
por publicar piezas literarias, el sello Impedimenta ha acomodado a su excelente catálogo el ensayo El árbol
coincidiendo con el cumplimiento del décimo año de la muerte de Fowles,
afectado de apoplejía en los que, a la postre, serían los últimos dieciocho
años de su vida.
A falta
de certificar una autobiografía —a buen seguro, la enfermedad cerebrovascular que padeció
laminaría cualquier tentativa viable en este sentido— El árbol (con una impecable traducción al castellano de la también escritora Pilar Adón) deja
filtrar en ese suelo donde se asienta su celebrado ensayo aspectos vitales referidos
al propio Fowles, abonando así la idea que su dedicación literaria tuvo su germen
en las veleidades artísticas de su progenitor. Unas inclinaciones creativas de
la figura paterna que salieron a la luz precisamente cuando John Fowles recibió
elevados emolumentos por las ventas de El
coleccionista, una cuestión que reclamaría la atención del primero por
encima de la calidad de la escritura que atesorara esta pieza de debut. Así, al
calor del éxito comercial de The
Collector, Mr. Fowles, dedicado a un negocio de tabaco que iría languideciendo con el paso de los años, hizo entrega a su hijo de un manuscrito novelado
sobre su experiencia en la Primera Guerra
Mundial, un entorno bélico con un fondo romanticista que el incipiente escritor
utilizaría alguno de sus pasajes para incorporarlo al corpus literario de su ambiciosa El mago (1966). Una manera
de “premiar” un texto que, según el prisma de John Fowles, no tenía los márgenes
de calidad necesarios para ser considerado ni tan siquiera por un editor para
su eventual publicación. En virtud de este juicio severo, John Fowles trataría
de disuadir a su padre de que albergara cualquier esperanza porque le siguiera
los pasos profesionales. Esos pasos que condujeron a John Fowles hacia una
senda inexplorada por el autor de The
Magus, la de un ensayo sobre la naturaleza que amaga por derroteros
autobiográficos (con algún que otro apunte curioso, como su devoción,
compartida por su colega Vladimir Nabokov, por la caza de mariposas para
coleccionarlas, elemento inspirador de su opera prima) pero que, al cubrir la
lectura de sus primeras páginas, reconduce el texto hacia un propósito inicial.
Éste recibió el respaldo de una erudición nacida de ingentes lecturas relativas
a un sinfín de temáticas (algo que le permitió vincular las obras literarias primerizas
de la Historia
con una de sus constantes, la ubicación
de las mismas en espacios boscosos), pero también de la observación de esa fiel compañera durante su exilio de la
realidad urbana: la naturaleza. En cierto sentido, más que en un ensayo, El árbol muda a un follaje de
distinto color, el correspondiente a una especie de manifiesto en favor de la
preservación de una naturaleza salvaje fruto de una pulsión ecologista que había
arraigado a finales de la década de los setenta, con movimientos impulsados por
la sociedad civil que cuestionaban la seguridad de centrales nucleares, tal
como ocurrió por las fechas de la publicación de esta pequeña obra con el
accidente registrado en la central Three Mile Island, en Harrisburg (Estados Unidos). Entre líneas
podemos leer una conciencia ecológica por parte de John Fowles que amplía la
visión de un humanista dedicado en cuerpo y alma al estudio desde su refugio espiritual, una granja de Dorset, confiando que
semejante entorno privilegiado le guiara hacia la inspiración, aunque su
producción literaria fuera relativamente baja en comparativa con otros
escritores coetáneos. Con todo, cada página (del centenar que contiene el
total) de El árbol vale su peso en
oro por la lucidez de su razonamiento, avanzado en tantos aspectos a su tiempo,
proponiendo que ese propósito taxonómico que embarga al naturalista (semi)aficionado
quede en segundo plano, imponiéndose una observación medida casi con un enfoque
espiritual y dejando constancia que sigue siendo uno de los bienes más
preciados del que la humanidad puede beneficiarse. Una temática nada baladí en
tiempos donde el cambio climático puede causar estragos que, de no poner coto de
manera proactiva entre todos, resultaría irreversible. Bajo la luz de la realidad
actual del siglo XXI, las palabras de John Fowles plasmadas en El árbol encierran una orientación de
carácter profético que hace aún si cabe más recomendable su lectura.
Se lee en un suspiro, pero las lecciones que podemos extraer de la misma se
antojan imperecederas.
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