Al cumplir el medio siglo de existencia,
Pink Floyd sigue siendo una marca rentable aunque el grupo como tal parece
haber echado el cierre definitivo con la publicación de The Endless River (2014) después de veinte años de silencio discográfico.
De hecho, este disco compacto nace
precisamente de los outakes («descartes») de las sesiones de grabación de The Division Bell (1994), a imagen y
semejanza de la operación llevada a cabo años atrás por Roger Waters en The Final Cut (1983) en relación a su Opus Magna The Wall (1979). Obra referencial en el contexto de la música de
rock contemporánea, The Wall representó
un antes y un después en la historia de la banda británica. Así queda reflejado
en el libro de reciente publicación en nuestro país, Pink Floyd: tras el muro (2015), a cargo del sello Blume, en que a
lo largo de doscientas páginas (descontados los apéndices en forma de índice,
discografía, álbumes, créditos de imágenes, bibliografía seleccionada y agradecimientos) el aficionado puede asistir a la
historia del grupo a través de un despliegue fotgráfico espectacular y unos
textos que guardan un propósito periodístico dictado por Hugh Fielder,
reservando algún que otro alto en el camino para destacar las sincronías
establecidas por unos cuantos fans («con mucho tiempo libre», a juicio de un mordaz David Gilmour) entre The Dark Side of the Moon (1973) y la
producción cinematográfica El mago de Oz (1939),
la peculiar relación marcada a fuego entre Gilmour y su fiel amante la Fender Stratocaster
(incluso llegaría a editarse en 2009 un modelo de esta guitarra con su nombre)
y las razones del porqué del éxito de The Dark
Side of the Moon que, contra la creencia generalizada, a fecha de hoy sigue
superando por bastantes millones a las ventas del genuino The Wall.
No creo traicionar a mis pensamientos si
manifiesto que Pink Floyd ha sido y creo que seguirá siendo mi grupo favorito,
la piedra roseta que me abrió el camino al conocimiento de la música contemporánea.
Aquel enamoramiento adolescente al
calor de la escucha de The Wall con
su posterior aliño en forma de
propuesta cinematográfica matriculada
en la factoría de Alan Parker dejaría
paso hace unos años, dentro de la obra Historia
del rock sinfónico (2012, T&B Editores), a un extenso ensayo sobre Pink
Floyd con el revelador subtítulo «La suma de todas las partes» (una expresión que sería del agrado del batería Nick Mason). Después
de publicar otros tres libros, en este otoño de 2015 me he enfrentado a la
lectura de Pink Floyd: tras el muro con
el interés propio de alguien ocioso por bucear una vez más en el relato cronológico de una de las
bandas señeras del planeta, ampliando horizontes sobre el conocimiento de la
historia de Pink Floyd a través de una prosa que no escatima el sentido de la
reflexión, que maneja los datos con solvencia y claridad expositiva, y
desarrolla una línea de pensamiento que desemboca inexorablemente a hacer partícipe
al lector que un fenómeno musical de estas dimensiones responde a los estímulos
propios de una época donde los estadios donde se celebran conciertos
multitudinarios han acabado convirtiéndose en auténticos centros de culto, de
adoración de las masas por esas “deidades” apostadas sobre el escenario, rodeados
de todo tipo de artilugios instrumentales de nueva generación. De ello se percataría Roger
Waters durante la gira The Flesh celebrada en 1977, cuya parada final —en el estadio Olímpico de Montreal— dio pie a una anécdota que alcanzaría
rango de categoría —escupió a uno de
sus fans, especialmente impertinente en el curso del show— al encender la
mecha de lo que un par de años sería la puesta de largo de su doble álbum
conceptual The Wall. El éxito del
mismo sacaría a flote la empresa financiera que movía la maquinaria de Pink
Floyd, en el punto de mira del fisco británico tras una serie de inversiones
fallidas provocadas por un hombre de confianza que no tardaría en ingresar en
prisión. De estos avatares en paralelo a las dinámicas estrictamente creativas
de los Floyd se ocupa el presente volumen, pero la música deviene el espacio
nuclear, evaluando esos procesos creativos que sufrieron un vuelco con la
salida (forzada y forzosa) de Syd Barrett, el reverso de esa «cara oculta» del éxito que han tocado con los
dedos David Gilmour, Nick Mason, Rick Wright y Roger Waters, este último quien
se mantiene aún pegado a un muro que
le ha devuelto la ilusión por situarse encima del escenario y así conquistar nuevos
públicos. Solo así se entiende la extraordinaria recepción de sus espectáculos
en directo de The Dark Side of the Moon
y The Wall, piezas angulares de un
legado discográfico que fluye de
color de rosa, aunque bajo la
superficie haya sido en realidad un camino plagado de espinas, desde el
desinterés discográfico de propuestas que no parecían conducir a ningún sitio (Atom Heart Mother, cuya música quiso
utilizar Stanley Kubrick para La naranja mecánica, o Meddle) hasta las trifulcas judiciales libradas entre la batería de
abogados a sueldo de Waters y los abogados de la defensa del resto de los Floyd
por la utilización de un nombre cuya rentatibilidad, como advertía al inicio de
este escrito, sigue mostrando señales de fortaleza. De tal suerte, por ejemplo,
The Dark Side of the Moon vende un
cuarto de millón de copias cada año de media y todo parece indicar que la
historia de Pink Floyd, tarde o temprano, tendrá refrendo en la ficción
cinematográfica, entre cuyas líneas argumentales a buen seguro podría quedar
consignada la rivalidad sostenida en el tiempo por David Gilmour y Roger
Waters, caracteres disímiles pero con un talento común, diríase que innato,
para la música. Una disciplina, un arte que para quien suscribe estas líneas
tendría otro sentido sin el relato
musical de Pink Floyd.
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