7 de diciembre de 2015. De regreso de un largo semana en Carcassone, conocida por su ciudad amurallada situada en un promontorio cercano al núcleo urbano, al poco de cruzar en automóvil la frontera francoespañola, hicimos un alto en el camino en la Jonquera, a pie de autopista. A pesar de los atentados acaecidos en París que habían conmocionado a la sociedad francesa semanas antes, no parecía advertirse un incremento de la policía aduanera al paso por territorio español y, una vez cubiertos unos cuantos kilómetros, el puesto de descanso registraba en un lunes festivo muy poca actividad. Mientras mi mujer Esther y mi cuñada Silvia trataban de recuperar el apetito a base de ensaladas, me abstuve de ingerir alimento alguno y me interesé por ver el debate a cuatro programado por Atresmedia en distintos canales y emisoras. Situadas en una de las paredes que revisten el self service donde entramos, dos pantallas de televisión parecían concitar a una cinefilia invisible (Paramount Channel hacía su enésima referencia a un mundo en armas a través de una película protagonizada por Charlton Heston). Sugerí que cambiaran de canal con el ánimo de ver un programa largamente anunciado. Debía hacer algún comentario para mí mismo que las antenas de la mujer de la limpieza que actuaba por esa zona del self service donde me encontraba se subió rauda al carro de las ilusiones, viendo reflejado esa luz en sus ojos cuando hablaba que su voto sería a favor de Podemos, al tiempo que la mirada del encargado de sala parecía dirigirnos alguna suerte de letanía (anuncio de una reprimenda que quedaría fuera de campo para un servidor). En un punto intermedio, se situaba una mujer de mediana edad que se ocupaba de servir los platos, firme en su postura de comentar que todos los políticos cuando tocan poder se convierten en lo mismo y, por consiguiente, se desapuntaba a la hora de votar el próximo 20 de diciembre.
Al regresar sobre la carretera, aquella minúscula anécdota me reafirmó en la idea que Podemos ha despertado renovadas esperanzas para la base de un país que ha experimentado un grave retroceso en el último lustro en materia educativa, social, económica, sanitaria, cultural, etc. Cuando volví a tomar tierra mis pensamientos sintonizaron con ese debate a cuatro, pero me batí en retirada sin saber el contenido de ese “minuto de oro” reservado a cada uno de los participantes. Al día siguiente, entré en Youtube y me recreé en ese minuto reservado a Pablo Iglesias, en un speech que fue todo un prodigio de capacidad de síntesis de las razones del porqué votar a Podemos. Un discurso final exento de mácula, en que Iglesias colocaba en el muro de la vergüenza, casi como si se trataran de postifs, un rosario de actos punibles, denunciables amparados por el gobierno del PP (Partido Popular) con el ausente (en el debate) Mariano Rajoy al frente de la presidencia. En contraposición, la invitación a esbozar una sonrisa (la misma que parecía dibujar de manera profética la humilde trabajadora de la limpieza con la que intercambié unas palabras la noche anterior) por parte de esas clases bajas y medias si soplaban aires de cambio en vísperas de Navidad me llevó al convencimiento que Iglesias, en esa formulación dual, había dado en la diana en poco menos de un minuto “de gracia”. Esos aires de cambio parejos a los que habían soplado, de norte a sur, de este a oeste, en el territorio español a principios de los años ochenta de la mano de un PSOE (Partido Socialista Obrero Español) con Felipe González en su punta de lanza. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX y en el arranque del nuevo milenio los logros del PSOE han sido incuestionables, pero resulta más que evidente que han sido incapaces muchos de sus dirigentes por combatir una corrupción enquistada en sus órganos de gobierno, sobre todo allí donde se sigue localizando uno de sus principales graneros de voto, en la comunidad andaluza. Asimismo, los desvaríos verbales, entre otros, del que había sido el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en relación al Estatut de Catalunya aprobado a mediados de la década pasada por el Parlament, contribuyeron a abrir la caja de Pandora en forma de un independentismo que ha ido haciéndose fuerte en los últimos tiempos. Momento más que oportuno para que Artur Mas, el líder de la extinta Convergència i Unió, aprovechara la circunstancia para levantar una cortina de humo y así tratar de tapar la puerta de entrada de ese avispero de corrupción localizado en el seno de un partido que acabaría escindiéndose en el verano de 2015, en la antesala de las elecciones autonómicas con marchamo plebiscitario verbigracia de la formación/agrupación de nuevo cuño Junts Pel sí (la suma de distintas plataformas sociales, ERC i Convergència Democrática). Tratando de recomponer la figura, el PSOE ha escogido a Pedro Sánchez como su frontman para aspirar a ganar las elecciones el 20-D. Una vez puesto en evidencia frente a alguien mucho más preparado que él como es Pablo Iglesias en el debate a cuatro, con las expectativas de voto en franco declive el PSOE ha movilizado a barones y ex presidentes para contrarrestar el avance inexorable de Podemos, el partido que representa para un servidor lo mejor de aquel partido socialista —al que confié el voto al estrenar mi mayoría de edad hasta 2012, con algún que otro voto en blanco en forma de “castigo” por los asuntos de corrupción que salpicarían a algunos representantes de su cúpula y a cuadros intermedios— guiado por la dupla González-Guerra. Ahora, esa guardia pretoriana del PSOE de los años ochenta y noventa, lejos de entender la realidad de la cosas con un partido emergente que ha sabido aglutinar una ilusión, armando un discurso dictado por el sentido común (el menos común de los sentidos, dicho sea de paso) y con un claro objetivo por “rescatar” a las personas más necesitadas y dejar de que el gobierno de turno sea, entre otras cuestiones, la correa de transmisión para los intereses de una élite económica y financiera, arremete contra el partido liderado por Pablo Iglesias con una artillería de despropósitos que quizás alcance para ser recogida con entusiasmo por un sector de la población. Pero, intuyo, que gran parte de los votantes de izquierda —una etiqueta que personalmente no me entusiasma pero resulta orientativa al respecto— y aquellos instalados en el abstencionismo sine die empiezan a mirar un horizonte con esperanza gracias a una formación llamada Podemos, enraizada en la sociedad civil, a la que daré mi voto el próximo 20-D. Cada una de las palabras, frases expresadas por Pablo Iglesias el pasado 7 de diciembre en los estudios de Atresmedia en Madrid las suscribo a pies juntillas. Un minuto "de gracia" que esperemos se convierta en una legislatura "de gracia” con Podemos encabezando un gobierno del que nos podamos sentir orgullosos fuera y dentro de nuestro propio territorio. Podemos.
Al regresar sobre la carretera, aquella minúscula anécdota me reafirmó en la idea que Podemos ha despertado renovadas esperanzas para la base de un país que ha experimentado un grave retroceso en el último lustro en materia educativa, social, económica, sanitaria, cultural, etc. Cuando volví a tomar tierra mis pensamientos sintonizaron con ese debate a cuatro, pero me batí en retirada sin saber el contenido de ese “minuto de oro” reservado a cada uno de los participantes. Al día siguiente, entré en Youtube y me recreé en ese minuto reservado a Pablo Iglesias, en un speech que fue todo un prodigio de capacidad de síntesis de las razones del porqué votar a Podemos. Un discurso final exento de mácula, en que Iglesias colocaba en el muro de la vergüenza, casi como si se trataran de postifs, un rosario de actos punibles, denunciables amparados por el gobierno del PP (Partido Popular) con el ausente (en el debate) Mariano Rajoy al frente de la presidencia. En contraposición, la invitación a esbozar una sonrisa (la misma que parecía dibujar de manera profética la humilde trabajadora de la limpieza con la que intercambié unas palabras la noche anterior) por parte de esas clases bajas y medias si soplaban aires de cambio en vísperas de Navidad me llevó al convencimiento que Iglesias, en esa formulación dual, había dado en la diana en poco menos de un minuto “de gracia”. Esos aires de cambio parejos a los que habían soplado, de norte a sur, de este a oeste, en el territorio español a principios de los años ochenta de la mano de un PSOE (Partido Socialista Obrero Español) con Felipe González en su punta de lanza. A lo largo de las últimas décadas del siglo XX y en el arranque del nuevo milenio los logros del PSOE han sido incuestionables, pero resulta más que evidente que han sido incapaces muchos de sus dirigentes por combatir una corrupción enquistada en sus órganos de gobierno, sobre todo allí donde se sigue localizando uno de sus principales graneros de voto, en la comunidad andaluza. Asimismo, los desvaríos verbales, entre otros, del que había sido el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en relación al Estatut de Catalunya aprobado a mediados de la década pasada por el Parlament, contribuyeron a abrir la caja de Pandora en forma de un independentismo que ha ido haciéndose fuerte en los últimos tiempos. Momento más que oportuno para que Artur Mas, el líder de la extinta Convergència i Unió, aprovechara la circunstancia para levantar una cortina de humo y así tratar de tapar la puerta de entrada de ese avispero de corrupción localizado en el seno de un partido que acabaría escindiéndose en el verano de 2015, en la antesala de las elecciones autonómicas con marchamo plebiscitario verbigracia de la formación/agrupación de nuevo cuño Junts Pel sí (la suma de distintas plataformas sociales, ERC i Convergència Democrática). Tratando de recomponer la figura, el PSOE ha escogido a Pedro Sánchez como su frontman para aspirar a ganar las elecciones el 20-D. Una vez puesto en evidencia frente a alguien mucho más preparado que él como es Pablo Iglesias en el debate a cuatro, con las expectativas de voto en franco declive el PSOE ha movilizado a barones y ex presidentes para contrarrestar el avance inexorable de Podemos, el partido que representa para un servidor lo mejor de aquel partido socialista —al que confié el voto al estrenar mi mayoría de edad hasta 2012, con algún que otro voto en blanco en forma de “castigo” por los asuntos de corrupción que salpicarían a algunos representantes de su cúpula y a cuadros intermedios— guiado por la dupla González-Guerra. Ahora, esa guardia pretoriana del PSOE de los años ochenta y noventa, lejos de entender la realidad de la cosas con un partido emergente que ha sabido aglutinar una ilusión, armando un discurso dictado por el sentido común (el menos común de los sentidos, dicho sea de paso) y con un claro objetivo por “rescatar” a las personas más necesitadas y dejar de que el gobierno de turno sea, entre otras cuestiones, la correa de transmisión para los intereses de una élite económica y financiera, arremete contra el partido liderado por Pablo Iglesias con una artillería de despropósitos que quizás alcance para ser recogida con entusiasmo por un sector de la población. Pero, intuyo, que gran parte de los votantes de izquierda —una etiqueta que personalmente no me entusiasma pero resulta orientativa al respecto— y aquellos instalados en el abstencionismo sine die empiezan a mirar un horizonte con esperanza gracias a una formación llamada Podemos, enraizada en la sociedad civil, a la que daré mi voto el próximo 20-D. Cada una de las palabras, frases expresadas por Pablo Iglesias el pasado 7 de diciembre en los estudios de Atresmedia en Madrid las suscribo a pies juntillas. Un minuto "de gracia" que esperemos se convierta en una legislatura "de gracia” con Podemos encabezando un gobierno del que nos podamos sentir orgullosos fuera y dentro de nuestro propio territorio. Podemos.
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