A principios de este año 2015 que pronto toca a su fin se
registraría el fallecimiento de la actriz Geraldine McEwan (1932-2015), miembro
del Royal National Theatre y considerada una de las primeras damas del Teatro
británico, sin apenas relieve en el mundo de la gran pantalla pero sí, en
cambio, con una destacada producción televisiva a sus espaldas. Entre los títulos
que configuran su participación catódica cabe destacar la serie Mapp & Lucia (1985-1986), compuesta
por diez episodios one hour, en que
adapta de una manera sui generis la novela homónima de E. F. Benson (1867-1940). Geraldine McEwan daría
acomodo en la misma al personaje de Emmeline «Lucía» Lucas, una mujer resuelta a
alimentar sus aires de grandeza proyectándose en un mundo de lujo y ostentación que
despierta resentimientos y envidias en el seno de esa comunidad de Riseholme poblada de un personal heterogéneo en las formas y en el fondo de sus psiques. Una
segunda plasmación catódica del peculiar universo de Riseholme llegaría casi
treinta años más tarde, en esta ocasión en formato de miniserie compuesta de
tres capítulos. Su estreno el año pasado
en la BBC
coincidiría en el tiempo con la apuesta decidida de la editorial Impedimenta
por rendir “culto literario” a Edward Frederick Benson a través de la publicación
de la serie que pivota sobre el personaje de Lucía, no necesariamente siguiendo
un orden cronológico. Así las cosas, a la edición de Reina Lucía (1920), Mapp y
Lucía (1932) en 2012 seguiría la de Miss
Mapp (1922) al año siguiente y para el presente otoño Lucía en Londres (1927). Aguardan, pues, edición Lucia’s Progress (1935) y Trouble for Lucia (1939) para, de esta
forma, completar el ciclo de seis novelas que nos sirven de punta de lanza en
nuestro país para el conocimiento de la obra de un escritor que asimismo
cultivaría los relatos cortos con profusión. Una faceta que queda consignada en
lengua castellana, en su derivada de ghosts stories con la publicación de La habitación de la torre. 13 cuentos de fantamas (Ed. Valdemar, 2009).
Resulta curioso
constatar que Lucía en Londres se
editó por primera vez el año que hacía lo propio El gran Gatsby (1927) al otro lado del Atlántico. Una oportunidad,
por consiguiente, a la hora de evaluar el distinto tono (sobre todo en relación
al sentido del humor) utilizado por Benson y F. Scott Fitzgerald cuando colocan
el foco en ese mundo de la aristocracia del que Lucía participa activamente durante
su “destierro” en la capital inglesa, persuadida por enfrentarse a una nueva
vida tras ser beneficiaria, junto a su esposo Pepino, de una herencia
proveniente de una tía de éste llamada Amy. Desde esas primeras páginas donde tomamos la temperatura moral de esos personajes
enquistados en la realidad del pueblo de Riseholme, la lectura de Lucía en Londres fluye con igual fortuna en cada uno de sus capítulos (no numerados) merced a las artes practicadas por Benson en el uso de una ironía afilada de seducción en expresiones que
invocan a los grandes nombres de la literatura de las Islas Británicas. Una
deliciosa novela que nos vuelve a colocar sobre la pista de E. F. Benson, un
escritor que fundamenta su prosa en ofrecer aliento, alma a unos personajes cuyos pensamientos entran en perenne
contradicción con sus actos, deslizando sobre la superficie una serie de acciones y expresiones que encubren otro
plano de realidad que quisieran ver proyectadas en sus vidas y también en la de
los demás, sobre todo cuando regresa a Riseholme Lucía convertida en una celebrity por obra y gracia de su
estancia en Londres, codeándose con la jet
set de aires victorianos. O al menos así lo expresa Lucía en su particular
relato vital, buscando en Riseholme el lugar idóneo para “desconectar” de una existencia frenética (asistencia a fiestas, conciertos de ópera, representaciones teatrales, etc.) y
ganarse nuevamente el afecto y la consideración de los lugareños, asistiendo a
animadas cenas en que se dejan al descubierto la verdadera naturaleza de la que
está hecha el ser humano. Fuera de estos cauces que apelan a la moralidad y a
la ética de los personajes en liza, lo bensoniano
se cobra su particular peaje en lo
relativo a esas fugas fantásticas, un punto esotéricas, que llaman a la puerta
de Riseholme en forma de tablas Güija
manejadas por un hindú que parecen revelar
desde el más allá los asuntos que
competen a la vida social de Lucía en su “destierro” londinense. El esnobismo
galopante del que hace acopio Lucía en la capital británica se cobra no pocos
pasajes de ociosa maldad por parte de
Benson, siendo el episodio de su visita
a una galería de arte uno de los más ilustrativos al respecto: «Justo acababa de terminar cuando llegó la señora
Alingsby, y allá que se fueron juntos a una visita privada de la exposición de
los poscubistas, donde se deleitaron con las obras de esos notables artistas.
Había tantos retratos como paisajes, y por lo general era fácil distinguir los
unos de los otros, porque un escrutinio cuidadoso revelaba en los primeros un
ojo acá o una boca errabunda allá, y en los segundos un árbol o una casa. Lucía
se mostró especialmente entusiasmada con un cuadro del puente de Waterloo, pero
se había equivocado con el número de catálogo y resultó ser el retrato de la
mujer del artista». Botón de muestra de un enfoque
narrativo que funciona a distintos niveles, provocando el esbozo de una sonrisa
mientras degustamos este manjar literario brindado por un escritor que, al margen de P. G. Wodehouse y Stella Gibbons, me
recuerda de soslayo, por la carga de profundidad psicológica que infiere a
determinados personajes, a su compatriota Ian McEwan, con idéntico apellido que
la actriz que acondicionaría por primera vez en la pequeña pantalla el
personaje de Emmeline Lucas, notaria de la decadencia aristocrática victoriana
en el periodo de entreguerras. El margen temporal donde labraría su serie de novelas más
difundidas el prolífico e insigne E. F. Benson.
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