Nadie
que tenga un mínimo conocimiento de la historia de la música en el siglo XX le
puede negar a Bob Dylan la condición de artista escogido entre los escogidos,
autor de uno de los legados más valiosos, más brillantes e influyentes de la
era que nos ha tocado vivir. Y entre los muchos calificativos que los
musicólogos de las últimas cinco décadas han dedicado a Dylan quizá el más
resonante sea el que tiene que ver con su aptitud para la escritura de letras
de canciones. Las aseveraciones maximalistas siempre son peligrosas, pero
existe un bastante amplio consenso en considerar a Dylan como, simplemente, el mejor
escritor de canciones del mundo. Se le consideró así ya desde una edad muy
temprana, cuando a los veintipocos años, y al poco tiempo de llegar al caldeado
escenario creativo y musical de Greenwich Village, se significó como el profeta
de la generación contracultural, primero recogiendo la tradición left wing de trovadores como Woody
Guthrie, después afinando su talento en la órbita de la generación beatnik. La cascada inaudita de grandes
canciones que van desde Blowin’ in the
Wind o Masters of War a Like a Rolling Stone o Just Like a Woman aún son consideradas
en líneas generales —o más bien bajo el barómetro de lo acumulativo, pues, y
resulta ciertamente pasmoso, esa batería prodigiosa de canciones son escritas y
grabadas en un lapso inferior a un lustro, entre 1962 y 1966— las más valiosas
de su repertorio. Pero Dylan nunca dejó de estar ahí, de reinventarse, de jugar
al escondite con el público y la crítica, de sacar discos o capitanear
proyectos musicales de órdago con aliados de lujo. Han ido pasando las décadas
y el músico de Duluth ha ido engrandeciendo su legado en registros bien
distintos pero en los que siempre se ha caracterizado, por encima de juicios particulares,
por tres elementos característicos que son los que en definitiva resumen —si
ello es posible— lo dylaniano: la
efervescencia poética de las lyrics,
el dejarse acompañar por grandes músicos —en deriva cada vez más franca a la
vena blues—, y el acento en
radiografías humanistas y de corte social (que es una definición más amplia que
la lectura ideológica o meramente política de las protest songs de sus inicios).
Pues
bien, si damos por bueno ese consenso y le otorgamos a Dylan la condición de
uno de los mejores, sino el mejor, escritor de letras de canciones de la
historia, de entre la muy abundante bibliografía que existe en España
consagrada al músico hay dos libros que ningún estudioso de la música —no digo
ya un dylanita— debe perderse, y que
de hecho se complementan como lo hace un vademécum técnico y su correspondiente
soporte practicum. Uno, el tomo Bob Dylan. Letras 1962-2001, publicado
por Global Rythm en 2011, contiene precisamente eso, las letras, en lengua
original y su traducción al castellano, de todas sus canciones hasta el álbum Love and Theft (2001). El otro, en
realidad más valioso desde un punto de vista analítico, es el majestuoso
volumen que Blume ha editado recientemente y que aquí nos ocupa, Bob
Dylan. Todas sus canciones, en el que los ensayistas Philippe Margotin y
Jean-Michel Guesdon nos proponen adentrarnos en la génesis creativa y entraña
artística de todas y cada una —se dice deprisa— de las 492 canciones editadas
por el trovador de Minnesota hasta 2015.
En esta
“crónica de un repertorio”, como los propios autores tildan la obra, el
aficionado puede, a priori, pensar
que va a encontrarse uno de esos voluminosos trabajos cuyo mayor esmero es la
labor de presentación y la profusión de documento gráfico. Se equivocan. No
porque no sea así, ya que el volumen, haciendo buena la política editorial de
Blume, se caracteriza por la excelencia en esos apartados formales. Pero lo que
es más sorprendente, lo que convierte la obra en imprescindible, es la
sabiduría y el tesón implicados en la confección de un documento que aúne lo
exhaustivo con lo metódico, fruto de un trabajo de investigación sin duda
arduo, y que Margotin y Guesdon han rubricado con éxito. Los autores hacen
sencillo lo complejo proponiendo ese recorrido de forma rigurosamente
cronológica –de tal modo que las primeras canciones analizadas, por ejemplo, no
son las que corresponden al álbum epónimo que Dylan publicó en primer lugar,
sino a tres grabaciones pretéritas por mucho que hayan visto la luz después, en
la celebrada serie de los Bootlegs–,
dedicando una presentación descriptiva de cada uno de los álbumes publicados del
autor para después adentrarse en cada una de sus canciones, cosa que se aborda
desde una doble perspectiva: la génesis y la letra por un lado, y la
realización o ejecución musical por otra. Y eso sirve para cada uno de los
treinta y cinco álbumes de estudio publicados por Dylan hasta Shadows in the Night, pero cediendo
igualmente espacio a los singles, los recopilatorios, las bandas sonoras y los outtakes o rarezas que,
mayoritariamente, han ido engrosando la citada colección The Bootlegs Series. Se hace evidentemente un mayor hincapié en las
canciones más memorables, pero no resulta de ello una descompensación. Y, en
buena lógica de lo afirmado, el resultado es un libro que roza la condición
enciclopédica, un volumen de consulta más que una de esas obras que el dylanita devora con fervor en tres
noches de insomnio. Su pretensión de entregar un trabajo de absoluta referencia
resultaba difícil a estas alturas (pues, como se ha dicho, es abundante y
notable la bibliografía sobre lo dylaniano),
pero Margotin y Guesdon salen airosos por su capacidad para glosar toda esa
galaxia Dylan recurriendo, como corresponde a un buen trabajo de estudio —por
mucho que en nuestro país se estile poco, al menos en lo que concierne al
estudio de la música y el cine—, no tanto a la apreciación personal –siempre
discutible, siempre mutable– cuanto a multitud de testimonios de los propios
interesados —Dylan, sus músicos, acompañantes de gira, periodistas que las
cubrieron, etc— y referencias periodísticas que del modo más escrupuloso son
citadas y debidamente referenciadas en un apartado final bibliográfico, en el
que también comparece un valioso índice onomástico de todas las canciones —de
Dylan y de otros— citadas a lo largo del texto. Chapeau.
Dylan
es el músico, el profeta, el escapista, el poeta, el maestro, el genio. Dylan
es inagotable. Cambió el paisaje de la música rock para siempre; pero, mucho
más que eso, se puede decir que el mundo es mejor gracias a su eminente legado
artístico. Por eso no quiero resultar altisonante cuando manifiesto, con total
convicción, que su obra debería estudiarse en las escuelas. Y si así fuera, sus
discos serían el material docente y este extraordinario volumen de Blume sería
el complemento idóneo, el libro de texto que da las claves más precisas para
encontrar esa puerta mágica que, cuando uno abre, ya no cierra jamás.
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