«Dios
mío, concédeme la serenidad
para
aceptar las cosas que no puedo cambiar,
el
valor para cambiar las cosas que sí puedo cambiar
y la sabiduría para distinguirlas»
Reinhold
Niebuhr (1892-1971)
Desde que tuvo
uso de razón, sobre todo a partir de la experiencia vivida durante la Segunda Guerra
Mundial con los bombardeos sobre la ciudad de Dresden (de ahí sacaría las notas necesarias para su ficción literaria Matadero Cinco), Kurt Vonnegut Jr. (1922-2007)
supo las cosas que sí podía cambiar, empezando por evaluarse a sí mismo. Militó
en el “Partido Humanista”, siendo un firme defensor de los derechos civiles
individuales y colectivos de su país: «Habiendo sido un amante de los indios
durante toda mi vida, siempre me escandaliza conocer a blancos que viven cerca
de una comunidad india a la que desprecian. No abundan, y por lo que yo he
visto, casi todos los miembros de este partido político que defiende la
supremacía blanca y el darwinismo social, el partidos de los presidentes Ronald
Reagan y George Bush: los Republicanos». Y ya se sabe que la música amansa a las
fieras. Él fue una de ellas, una fiera
literaria que expresaba sus pensamientos en voz alta, en tribunas académicas o
periodísticas sin importarle demasiado herir la sensibilidad en especial de los
poderosos. La música que le amansaría
durante sus largas horas frente a una máquina de escribir sería esencialmente
la ligada a un estilo musical con un color
reconocible en su proceso de fermentación:
«La gente a la que se considera negra, y que se considera negra a sí misma, es
una minoría pequeña y fácil de derrotar, cosa del diez por ciento de todos
nosotros. No obstante, esa gente ha realizado en este hemisferio la que tal vez
sea la contribución que más consuelo e inofensivos estímulos ha aportado a la
civilización mundial: el jazz». Un entretenimiento preferible, en todo caso, a
los contenidos de la “caja tonta” de la que Vonnegut expresa que «la
televisión norteamericana es muy parecida a una excavadora, en el sentido de
que lo convierte todo en algo limpio, pulcro, plano y carente de vida y de
personalidad. De todos modos, la mejor analogía de la tele en el continuo espacio-temporal sería un
agujero negro en que los mayores crímenes y estupideces, por no hablar de
continentes enteros, podían hundirse hasta desaparecer de nuestras conciencias». Toda
esta retahíla de razonamientos vonnegutianos
los podemos localizar en el ensayo «El último de Tasmania» incluido en la edición
de La cartera del cretino (2013) a
cargo del sello de nuevo cuño Malpaso. La imagen icónica de Kurt Vonnegut —una cabellera rizada,
una gorra convenientemente ladeada, un bigote poblado, unos ojos saltones y
unas ojeras prominentes— domina la fajita que recubre la tapa del libro editado
por Malpaso con la intención que pronto mude a otro en que se pueda leer con
riqueza tipográfica 2ª edición y así sucesivamente hasta alcanzar la categoría
de longseller. Lo será si la mayoría
de aficionados a la literatura de cariz subversivo —ciertamente, están/estamos
de enhorabuena en los últimos tiempos con a publicación de textos de David
Nobbs, Hunter S. Thompson, etc.— acierten en localizar a Vonnegut una figura
referencial inexcusable, cuya virtud literaria no estuvo tanto en sobre lo qué escribió sino cómo lo escribió. Y lo hizo con un estilo suelto, sobre la base de
un fraseo corto, sin demasiado
abalorios aunque el episodio inicial —«Entre tibio y Tumbuctú»—
de serie de siete que comprende Sucker’s
Portafolio pueda desmentirlo. En el mismo, Vonnegut muestra esa inclinación
hacia un relato en el que planea la sombra de la muerte, uno de los temas que
le obsesionarían al encarar la recta final de su tramo final, al que pertenece
el citado ensayo de 1992 «El último de Tasmania». Más atrás en el
tiempo nos debemos remontar para localizar el grueso de los distintos relatos
cortos que conforman La cartera del
cretino, algunos deudores de su veta teatral administrada no con demasiado
fervor crítico en Feliz cumpleaños, Wanda June (1970) con traducción
cinematográfica prácticamente opaca al conocimiento del espectador del siglo
XXI. Se trata del Episodio dos, «Roma»,
no demasiado alejado de un guión que hubiera podido llevar la rúbrica de Woody
Allen en la línea de Balas sobre Broadway
(1994) si no fuera porque la heroína de la función, Melody lo carga el diablo
de vitriolo de Vonnegut con frases del jaez de Nunca ha visto la televisión. Nunca
he visto una película. Nunca he visto una obra de teatro. Papá dice que los
libros, el cine, la televisión y demás son los que ensucian hoy en día la mente
de los jóvenes». Un alma
pura, en suma, en el erial vonnegutiano
atestado de personajes cínicos, ventajistas, inmorales, mezquinos (entre ellos,
el viejo Arthur Futz del episodio «París», nativo de Indianápolis, con unas señas de
identidad sospechosamente cercanas al entorno afectivo del escritor de idéntica
localidad)… y cretinos. Ese cretino al que hace alusión el episodio central de
este volumen, un auténtico delicatessen
de veinticinco páginas con sorpresa final. Una soberana lección de literatura
creativa de tramo corto y preciso, conciso y por encima de todo brillante,
calificativo indisociable a un escritor que bebió de muy distintas fuentes —por
ejemplo, su interés por la
Antropología le llevó a estudiar en profundidad sobre la
materia, aunque su tesis no fue admitida a
trámite— y que haría de la observación de la propia estupidez humana la
herramienta más útil para articular un pensamiento encauzado en una docena de
novelas, múltiples ensayos, piezas teatrales e incluso una autobiografía. “Píldoras”
de ésta se pueden acceder a través de la lectura del texto que antecede a su
inacabado cuento «La ciudad robot y el señor Caslow».
Para entonces, La cartera del cretino
ya ha proveído al lector de un arte que se mide desde la ironía y la necesidad
de entender el mundo con distanciamiento si no queremos caer en un estado de
perplejidad absoluta. Palabra de Vonnegut.
Enlace a la página web de Malpaso Ediciones
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