Atrapados en esa
fiebre consumista en los aledaños del periodo navideño no rehuyo la mirada de
esos «sin techo», parias
de la sociedad que ya no obedecen a un perfil definido antaño sino que han acabado
en el sumidero de la marginación inclusive
al poco de cumplir los treinta años, siendo indistintamente del género
masculino o femenino, procedentes de esas clases medias que han caído en las brasas de un sistema gubernamental que
funciona cuál apisonadora sobre la base de cargas fiscales con un efecto estrangulador
de la economía productiva. Entonces, echo mano de la discoteca personal relativa
al rock y, al llegar a la altura de la «J»,
me detengo en Jethro Tull para extraer de su fondo musical el célebre Aqualung (1971), un disco que muestra en
su portada la imagen de un homeless (el
propio Ian Anderson) enfundado en un
abrigo de tonos cobrizos mientras al margen derecho superior del plano podemos
leer en el encabezamiento de un cartel pegado en la pared la leyenda «Spend Christmas». Sin duda, para el conocimiento de la obra de
Jethro Tull pasa inexcusablemente, en su particular abecedario, por iniciar el
recorrido por la «A» de Aqualung, título sugerido por los estímulos
sensitivos de Mr. Anderson al acomodar el sonido de desgaste expresado por un
mendigo en una noche de frío invierno en forma de bufido con la del pulmón acuático
que portan a sus espaldas los buzos. Así de sutil
se mostraría Ian Anderson en aquellos tiempos felizmente casado con su primera
esposa Jennie. Un matrimonio que, además de compartir techo, lo haría en los créditos
del tema del álbum epónimo, aunque la realidad fue sustancialmente diferente
dado que Jennie tan solo dio el pie
(la fotografía de un homeless y un
par de versos introductorios) a un texto cincelado por Ian Anderson, elocuente
sobre esa vida misérrima soportada a la intemperie («Do
you still remember December foggy freeze / When the ice that clings on to your
beard is screaming agony») por un personaje inventado, el de Aqualung, que
vuelve a cobrar protagonismo en “Cross Eyed Marry”.
En los estertores del franquismo, a los
censores de la dictadura se les acumularía trabajo. Todo lo que sonaran a
pernicioso, que atentara contra el orden moral y las buenas costumbres, era
susceptible de eliminarse. Por tanto, en el punto de mira de los censores
estaba inexorablemente ese rock proveniente de las Islas Británicas o del otro
lado del Atlántico. Por ejemplo, Zuma
(1975) de Neil Young debió publicarse en nuestro país sin el tema “Cortez the Killer”. Otro tanto
de lo mismo sucedería con “Locomotive Breath”, la canción de cierre (en su cara
«B» a efectos de su edición en vinilo) de Aqualung cuyas alusiones religiosas («He
picks up Gideons Bible / Open at page one / God he Stole the Andel and the
train won’t stop going / No way to slow down») no debieron agradar
a la censura. La chapuza acabaría de consumarse cuando la editora discográfica
se avino a reemplazar “Locomotive Breath” por el tema “Glory Row”, descarte del
posterior disco de Jethro, War Child (1974).
Por fortuna, las distintas reediciones de Aqualung
contienen uno de los temas más apreciados por los tullianos. La que posee un servidor data de 1996, en conmemoración
del 25 aniversario de la publicación de un álbum presidido por numerosos
problemas en su fase de grabación. De ello levanta acta Ian Anderson en uno de
los cortes del disco-tributo —en forma de bonus
tracks— en que rememora con voz calma y, a la par solemne, esos días de
invierno de la temporada 1970-71 en los estudios de nuevo cuño Island Records,
sitos en la londinense Basing Street. Allí se dieron cita los Led Zeppelin para
rubricar asimismo su cuatro álbum, el que les otorgaría un pasaporte a la fama
mundial con “Stairway to Heaven”. Esas escaleras
al cielo del rock que para Jethro Tull significaría un álbum erróneamente
señalado de conceptual, pero que infunde un interés prioritario por mostrar un
bestiario en forma de seres camino o instalados en la marginalidad, al tiempo
que desprende un aroma autobiográfico
(“Cheap Day Return”). Una ráfaga de
aire que involucra a Ian Anderson con su figura paterna, intuida tan solo en el
conjunto de ese vendaval que se
levanta al paso del aliento de la
locomotora donde en sus vagones se registra la imagen sombría de un homeless. Ajeno a que algún revisor
advierta su presencia y le haga apearse en la siguiente estación, Aqualung
sigue el ritmo de los acordes al bajo de Jeffrey Hammond —Glenn Cornick le
cedería el testigo tras su participación en tres álbumes en estudio, a saber This Was (1968), Stand Up! (1969) y Benefit (1970)—,
de la guitarra eléctrica de Martin Barre, de la percusión y la batería de Clive
Bunker, del piano y del órgano (con acople del melotrón, instrumento “impositivo”
del rock sinfónico de la época) de John Evan, y de la guitarra acústica y la
flauta de Mr. Anderson. Una line-up
de verdadero calado que principia en la esencia del arte tulliano que en su primer disco de la década de la 70 embestiría con fuerza contra algunos de
los pilares “sacrosantos” de las instituciones de la sociedad dispuesta a dar
la espalda a los desarraigados, sombras que deambulan bajo las luces de una
Navidad en que las apariencias engañan.
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