A lo
largo de sus aproximadamente noventa años de existencia el cine sonoro ha
creado sus propios códigos narrativos que tienen en la entrada reservada a la
letra «M» de su singular diccionario un término
de raíz anglosajona: McGuffin. El inglés Alfred
Hitchcock, acaso una de las personalidades cinematográficos más influyentes en
el devenir de la Historia del Séptimo Arte una vez vencido el periodo silente del
que participó activamente, acuñó el término en cuestión. En este vocablo se
condensa la idea que un determinado elemento que de partida parece cobrar
relevancia de cara al avance o desarrollo de la trama, al final no tiene
incidencia alguna en la misma. Puede interpretarse, por consiguiente, conforme
a un elemento de distracción sobre todo especialmente pertinente en tramas de
suspense.
Cuando vuelvo la mirada hacia atrás y trato
de reflexionar sobre lo acontecido en mi tierra —Catalunya— el pasado 1 de
octubre de 2017, interpreto las urnas como el equivalente del término McGuffin. Esa película que para buena parte de mis paisanos pasaría a ser la más
importante de sus vidas duró varias semanas y tuvo su clímax el 1-O. En ese relato
cinético el elemento que estaba en boca de todo el mundo se correspondía con
las urnas, alimentando un juego especulativo sobre su procedencia, si habían podido llegar a territorio catalán y un largo
etcétera en forma de múltiples variables. Más propio del plot de una comedia de la Ealing —pienso, por ejemplo, en Whisky Galore! (1949)—, a toro pasado
hemos sabido de esas historietas de cómo el ingenio humano —combinado con la
ingenuidad (valga el eufemismo) de los servicios de inteligencia (sic) del
estado español— hizo posible mantener en secreto la ubicación de miles de urnas
diseminadas por todo el territorio, al punto que en algunos casos las mismas se
encontraban en el interior de garajes o trasteros situados a decenas o escasos
centenares de metros de los colegios donde se iba a proceder a un amago de
referéndum. De la Diada del 11-S se pasó al Día «D» del 1-O.
Ambas fechas habían sido marcadas en rojo en el calendario de los afines al
independentismo, en que el fervor de la una –el 11 de septiembre— debía servir
para reforzar, potenciar un sentimiento de motivación y, a la par de
resistencia para la jornada dominical del primer día de octubre de 2017. Sendas
jornadas, pues, habían servido para tender un puente de plata hacia Itaca, en
busca del Santo Grial del independentismo a los que un elevado porcentaje de
catalanes quedamos (auto)excluidos. La imagen cegadora de una Catalunya
independiente nubló la capacidad de razonar de infinidad de personas que en su
quehacer diario aplican el seny. Poco
o nada importaba que los partidos mal llamados “unionistas” o “constitucionalistas”
no participaran de lo que consideraban una farsa, una propuesta de referéndum
en que solo una de las partes hizo campaña. De esta forma, el concepto
referéndum perdía todo sentido, disolviéndose como un azucarillo en un mar de
proclamas a la movilización de cara al 1-O por parte de los partidos independentistas de nuevo cuño o de larga tradición. El engaño estuvo servido y, a
partir de bien entrada la mañana de aquel domingo de otoño, a los ojos de un
servidor, las urnas pasaban a convertirse en el McGuffin de una trama que se teñía de terror. Con motivo del
cumplimiento del primer aniversario del 1-O, aquellos dirigentes políticos invadidos
por un perfil fanatizado —en cabeza, el President de la Generalitat de
Catalunya (para solaz desgracia de muchos de nosotros) Quim Torra— expresan que
se trata de una fecha marcada a fuego en la reciente Historia de Catalunya,
una señal de victoria en la defensa de las urnas. Es como si hicieran una reseña
crítica de una película de Alfred Hitchcock y subrayaran en diversas ocasiones
del texto la importancia del McGuffin.
Lejos de las ataduras del fanatismo, si hacemos un juicio ponderado y medido
desde una mínima capacidad de análisis, lo que más se asemeja a lo acontecido
en Catalunya el 1-O de 2017 deviene una historia de terror, una pesadilla que
no quisiera volver a ver. Aquel día lloré porque pegaron a personas con las que
me puedo cruzar por la calle, al ir a comprar el pan o compartir recinto cuando
voy a tomar un café con leche o un aperitivo. No hubo épica en aquel 1-O; las urnas eran lo de
menos. Salvo a los “abducidos”, ¿a quién le importó que el falso referéndum se
saldara con el 90 0 el 95% de los votos a favor?. Quim Torra y los de su cuerda
se expresan en términos de victoria cuando, en realidad, para cualquier persona sensata representó un fracaso en toda regla. El fracaso por
convocar una farsa de referéndum; el de unas autoridades policiales que
actuaron como los drugos de La naranja mecánica, y de unos
dirigentes políticos que los días 6 y 7 de septiembre de 2017 se colocaron en
el frontispicio de la legalidad para, a renglón seguido, enarbolar la bandera
de un independentismo que ha traído como consecuencia muchas más penalidades que
beneficios.
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