Sin margen de error, 1987 —en vísperas de
cumplir mi veinte aniversario— fue el año que empecé a seguir la pista de John Carpenter, un
director cuyo rostro asociaba por aquel entonces con Mike D’Antoni, el playmarket estadounidense que llegó a
formar parte de una de las más celebradas plantillas del equipo de básket de
Milán. Dificilmente podré olvidar el impacto que causó en mi persona la
proyección en una copia doblada en 16 m/m de Asalto a la comisaría del Distrito 13 (1976) en la última sesión
del primer día del mes de septiembre de aquel año. Arranque, pues, de un curso cinematográfico que concluyó en
los cines Nàpols (hoy en día reformulada en la sala Phenomena) con
la proyección de La cosa (1982), en
régimen de reposición, en agosto de 1988. Posiblemente estos sean dos de los
títulos de la filmografía de Carpenter que siguen atrapándome al revisarlas, la
primera porque representa un ejemplo paradigmático de que la economía de medios
puede fomentar el ingenio, y la otra porque soporta el paso del tiempo dado que nació con la denominación de origen de “clásico instantáneo”, todo un dechado
de virtudes con resabios hawskianos.
En cierto sentido, la seminal The Thing
marcó un punto de inflexión en relación a la consideración crítica que podría
merecer hasta entonces la obra de Carpenter. No obstante, las noticias que
llegaban del otro lado del Atlántico hablaban de una enfermedad que se le había
diagnosticado. Ciertamente, año tras año el Festival Internacional de Cine
Fantástico de Sitges cursaba invitación a Carpenter para asistir al certamen catalán,
pero había la negativa por respuesta parapetándose en la enfermedad que, al
parecer, padecía. Su deterioro físico en cuestión de pocos años no iba
encaminado a desmentirlo. Han tenido que transcurrir treinta y seis años desde
entonces para que John Howard Carpenter hiciera acto de presencia en Sitges,
pero con un camuflaje distinto al que
podría presuponerse. Lo hizo ejerciendo de frontman
del sexteto de músicos que tocan mayoritariamente piezas de su repertorio en
calidad de compositor de bandas sonoras de sus producciones cinematográficas y que se encuentran de gira este otoño por distintos puntos del planeta.
Liberado de mis obligaciones como jurado de
un par de secciones —Órbita y Fantastic Discovery— de la 51 edición del
Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, acudí en compañía de mi
mujer Esther Solías al concierto que la banda de John Carpenter dio el pasado
13 de octubre de 2018 en su estelar
jornada de cierre. La jornada se iniciaba con una visita al vetusto y, a la
par, entrañable cine El Prado para contemplar La noche de Halloween (1978) —un film que me ha ido ganando con el
correr de los años— antes de la hora de comer. Una manera adecuada para empezar
a sintonizar la emisora musical de Mr. Carpenter en un espacio deslumbrante como el
Auditori Melià —la sede central del certamen de la Blanca Subur—, en que el
público asistente —cerca de un millar, con el aforo prácticamente lleno— quiso,
antes que nada, en un acto reflejo fijar la mirada en el centro del rectángulo para, presumo, que la espera
de tanto años años para muchos de nosotros había valido la pena. En la víspera
del evento, alguien me comentó que John Carpenter estaba de vuelta del cine. A
la luz de lo escuchado y visto en aquel prodigioso sábado con el cielo encapotado niego la
mayor. Carpenter sigue aferrado al cine, pero siendo observado desde otro
flanco, acaso el más desconocido para el común de los mortales. A pesar de la
escasa hora de concierto no se escucharon reproches. Carpenter cumplió un sueño
para la plana mayor de los que asistimos a un concierto en que se hizo un
repaso de sus trabajos cinematográficos a través de composiciones (en su
inmensa mayoría) propias y ajenas (Starman
y La cosa, cortesía de Jack Nitzsche
y Ennio Morricone, respecitvamente). En distintas fases del concierto llegaron
a intervenir tres bajistas (John Koresky, Scott Server y Daniel Davies, el más virtuoso de todos ellos), formando un particular combo junto a dos teclados (administrados por padre e hijo, Cody
Carpenter) y batería (John Spiker). Sin duda, uno de los high points de la velada fue la
ejecución del tema medular de In the
Mouth of Madnsess, en que se respiraban aires de blues en ese mar de secuencias musicales programadas al ordenador
por el maestro de ceremonias. Con aderezo de algunos temas que no tienen
correspondencia con la hacienda cinematográfica, la velada resultó un viaje a ese cine ordeñado con una
proverbial capacidad de síntesis, al compás de una música que se define por su
sencillez y eficacia. Pocas notas bastan, por ejemplo, para adentrarnos en la boca del miedo de propuestas como La noche de Halloween o Asalto a la comisaría del Distrito 13. Al
filo de las diez de la noche, en aquella jornada inolvidable los astros se
conjuraron una vez más para contemplar en pantalla gigante y en calidad 4K 2001: una odisea del espacio (2001). No
en vano, al igual que para tantos de su generación, para un veinteañero John
Carpenter representó toda una “revelación”. En mi caso, en la misma franja de
edad esa añeja proyección de Assault On
Precinct 13 despertó la atención y el interés por un cineasta irrepetible y singular, entre
otras consideraciones, por su desdoblamiento en compositor con
apenas unos someros conocimientos teóricos en esta materia. El ejercicio del
autodidacta elevado a la enésima potencia. Carpenter, en definitiva, triunfó en esa jornada de cierre de una excepcional edición concebida bajo el influjo del monolito de 2001, leit motiv del cartel del festival.
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