Por regla general, las imágenes que circulan por
internet o en papel de Patricia Highsmith (1921-1995) dejan translucir una
personalidad arisca, refractaria al contacto con sus semejantes, y con rostro prematuramente
envejecido. De ahí el acierto de Daniel Burch Caballé a la hora de dibujar (desconozco
si a partir de un original fotográfico) a Patricia Highsmith en una actitud más
serena y cercana, acariciando a un gato, animal doméstico por el que sentía
auténtica pasión. No en vano, la escritora texana se reconocía en algunas de
las características propias de estos felinos. Imagen impresa en el centro de la
portada con —fondo rosáceo— de la antología de relatos más completo acometido
en lengua castellana sobre la prolífica obra de Patricia Highsmith. Una
iniciativa editorial que inevitablemente debía correr a cargo del sello
barcelonés Anagrama, que ha tenido desde hace décadas a la novelista, cuentista
y ensayista norteamericana una de sus preferidas de un catálogo que frisa nada
menos que los mil títulos. Así pues, además de las antologías de relatos Once, Pequeños
cuentos misóginos y Crímenes
bestiales ya publicados con anterioridad en sendos volúmenes, para la
presente publicación se integran la serie de cuentos bajo el genérico A merced del viento y La casa negra.
Desde
hace muchos años he sido un lector voraz de Patricia Highsmith en su derivada
de novelista, especialidad para la que demostraría un talento sobrenatural con la escritura de Extraños en un tren (1950), sin aún
haber alcanzado la treintena. A la altura de finales de los años cuarenta
Patricia Highsmith ya dominaba una técnica narrativa provista de una cualidad rara
que sobresalga en una persona instalada en la veintena: una capacidad
detallista que sumerge y atrapa al lector hasta conducirlo al
desenlace final. Aunque Patricia Highsmith contaba con veintinueve años cuando
vio publicada su primera novela Strangers
On a Train, podría decirse, al igual que Truman Capote, que era una
veterana de la escritura. De tal suerte que, al cumplir los quince años, a modo
de refugio de una vida familiar
instalada en un tobogán emocional —no llegó a conocer a su progenitor biológico
hasta los doce años y de su padrastro apenas aprehendió su apellido, que
ciertamente parecía el propio de un literato que se hiciera respetar—, las
horas de escritura se irán multiplando con el paso de los años. Tomaba forma,
por tanto, la figura de narradora que llegó a publicar una treintena de novelas —buena parte de las cuales consagradas al personaje de Tom Ripley— y numerosos
cuentos de cuya lectura se podría inferir un complemento y/o un esbozo de esos
mundos literarios socorridos por una veta de misterio e intriga que sigue
haciendo las delicias de millones de lectores diseminados por todo el mundo.
Sería demasiado prolijo atender a la significación de cada unas de las piezas
literarias que jalonan esta suprema antología que ha requerido, en el caso de A merced del viento y La casa negra, de traducciones ex novo en el haber de Ariel Dilon y
Martín Schifino, respectivamente. Pero existe un patrón de conducta en estos
escritores no necesariamente fechados en exclusiva en la primera o segunda
etapa de juventud de Patricia Highsmith (algunos los concibió en una década
especialmente fecunda para ella, los años setenta), referido a la observación
del mundo animal. De esas dotes “entomológicas” Highsmith extrae ideas o
conceptos extrapolables a esas comunidades abastecidas de seres humanos que
incurren sistemáticamente en un afán depredador para sacar rédito en ese juego
con el poder que, a menudo se convierte en un juego por la supervivencia. Seres
amorales, corrompidos que van perfilándose en un horizonte de novelas trufadas
de ingenio literario y que, en cierta manera, tuvieron su primera redacción en cuentos que fluctúan entre
el par de páginas y la veintena de páginas de extensión. En éstas Patricia
Highsmith muestra una madurez inusitada, haciéndose adictivas un crisol de
piezas de formato corto para un lector que conoce y reconoce varios de los tics de la escritora sureña —afincada
en Suiza por voluntad propia desde principios de los años setenta— merced a sus
novelas de largo alcance. Cuando un concluye la lectura de sus casi novecientas páginas —una cuarta parte de las cuales pueden considerarse inéditas en el
catálogo de Anagrama reservado a la autora estadounidense— tiene el pálpito que
su formación universitaria hubiera podido estar vinculada a las Ciencias
Naturales más que a carreras humanísticas o técnicas. Con todo, ese podría ser
un indicio primigenio de unas señas identitarias literarias únicas e
irrepetibles, prestos a amueblas edificios literarios en que los pilares que
los sustentas se encuentran carcomidos por la codicia, la vanidad y el egoísmo inherente
al ser humano. De ahí que la misoginia galopara
a su libre albredrío no tan solo en la serie de cuentos de cierta fama
culterana que lleva la rúbrica de Highsmith, sino también en piezas recién
bautizadas en lengua castellana bajo la égida de Anagrama como A merced del
odio y sobre todo la sensacional La casa negra, integrada por un total de once
relatos. Curiosamente, la misma cifra que compromete al primer bloque del
presente volumen, prorrogado por un admirador de Patricia Highsmith, su colega
Graham Greene. Él supo detectar antes que muchos el factor humano de Mrs. Highsmith.
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