Viajar al futuro deviene un ejercicio gratuito,
un pasaporte a hacer volar la imaginación, pero también una manera de abrir el
foco temporal y entender que la vida de cada uno de nosotros va al compás de
ciclos en que se van alternando episodios de bonanza y de turbulencias desde
distintos planos, ya sea el social, el económico o el político, entre otros.
Ciertamente, si nos situáramos en el tiempo a mediados del siglo XXI, podríamos
re(leer) los libros de historia —en formato digital o en papel, este último de
carácter residual— con ánimo de entender lo acontecido en Catalunya a finales
de la segunda década de una centuria caracterizada por la implantación de la
inteligencia artificial y del pleno asentamiento de los aparatos tecnológicos que parecen una extensión de nuestro propio cuerpo. Desactivada la capacidad de asombro al calor de una
lectura medida desde una considerable perspectiva histórica, el relato de ese
periodo ya no conoce de una lectura en clave maniquea, sino que admite
distintas tonalidades de grises al tratar de repartir responsabilidades sobre el
porqué se llegó a un punto en que la sociedad catalana se entendía desde las
trincheras ideológicas de unos y otros, los unionistas y los independentistas. Digamos
que al situarnos en el tiempo en el ecuador del siglo XXI, en que aquellos
vaticinios tildados de apocalípticos por un sector de la población —entre los
que se cuentan infinidad de exégetas del cortoplacismo, uno de los rasgos
característicos de gran parte de la clase política— llaman a cumplirse, esto
es, un cambio climático que, entre otras cuestiones, ha transformado la mitad
sur de la península ibérica en un área semidesértica, la noción del
independentismo catalán se diluye en un mar de problemas que guardan estrecha
relación con la sostenibilidad del planeta Tierra. De aquellos barros vienen estos lodos. El efecto mariposa ha propiciado que pocas partes de nuestro
planeta no hayan quedado afectadam por un cambio climático que se adivina prácticamente irreversible y al cruzar el meridiano de la primera centuria del tercer milenio
la Tierra parece mirar con mayor determinación al exterior, a modo de tabla de
salvación de la humanidad. Más que nunca, prevalece en este horizonte imaginado
pero vestido de realidad a partir de indicadores plenamente contrastados en
2018, la idea de la unión de los pueblos para lograr un fin común aunque las
alarmas ya hayan saltado.
Alrededor de 2050 esa parte de la población que había vivido los acontecimientos
de finales de la segunda década del siglo XXI en territorio catalán con el
pálpito que la indepedencia podría tener visos de realidad en un futuro
próximo, han ido borrando de sus mentes ese anhelo. Bien es cierto que en el Ágora
de internet siguen escuchándose voces disidentes que tratan de despertar ese
anhelo, mantener una llama que va apagándose a medida que los efectos del
cambio climático van ganando cuota de “pantalla” en los telediarios. Los hijos
y los nietos de esos conversos y/o convencidos de las bondades del
independentismo ya no abrazan la causa de sus progenitores o de sus abuelos; escuchan
otras voces, las de los Apóstoles de movimientos ecologistas que tratan de
revertir un orden natural, el de los paradigmas impuestos por tecnócratas,
neocons y/o ultraliberales que han llevado al planeta al borde de agotar sus
recursos naturales. Al albur de la constatación que las previsiones menos
halagüeñas sobre el planeta tierra se irían certificando una a una a mediados
del siglo XXI se registraría, pues, una segunda oleada que provocó un auténtico
tsunami para todos aquellos aún
fijados al mástil de un ideal de
independencia. Décadas antes, empero –allá por 2030--, esa prospección de
futuro elaborada por equipos integrados en el seno de los partidos
independentistas ERC (Esquerra Republicana de Catalunya), PdeCat (bajo diversas
formas nominales en una tentativa por reinventarse casi a cada lustro vencido) y la CUP (retroalimentándose de ese sector anticapitalista con una prospección de voto al alza debido a una cada vez más acentuada fractura social) habían quedado en agua de borrajas y el independentismo había caído a los
niveles anteriores a 2012, es decir, entre un 20 y un 25% de adhesiones entre
la población. Mas, todos esos grupos de trabajo habían descuidado un factor que
consideraron marginal. Mientras la crisis originada en 2007 —entre otras
consideraciones, por la burbuja inmobiliaria— se cebó en el grueso de la
población formada por familias de clase media y baja, registrando una zona
valle en la secuencia del índice de natalidad, ese “sector oculto” de la
población formada por inmigrantes —preferentemente, los provenientes del Magreb—
contribuyeron sobremanera a incrementar las tasas de natalidad. Los Mohammed,
Fatima y Habbib iban ganando la partida (numérica) a los Adrià, Marc, Núria o
Júlia, y con ello el sentimiento identitario de un país iba perdiendo enteros a
cada mes vencido. El independentismo, con su componente supremacista, no
parecía generar sinergias con esa “población oculta”, con una limitada
capacidad de integración por lo que concierne a determinadas étnias guiadas por
un pensamiento religioso que designa a la mujer por encima de cualquier
consideración el papel procreador. Con la demografía disparada alrededor de 2030,
ese factor que había sido obviado por ERC, PdeCat y la CUP provocaría un “quebranto”
en las aspiraciones independentistas, pero no sería hasta dos décadas más tarde
cuando llegaría la “estocada” definitiva verbigracia de un planeta que debía
sumar, antes que (sub)dividirse entre naciones o estados, unir antes que
escindirse. Más que en ningún otro momento de la historia geológica de la
Tierra, cabía poner fronteras a la sinrazón de movimientos independentistas en
la realidad de ese mundo que avanza inexorablemente hacia un cambio de
paradigma de dimensiones descomunales si no quiere ver como desaparece sobre su
superficie una realidad bien conocida desde hacía relativamente poco tiempo.
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