Aún no tenemos la perspectiva suficiente para
evaluar al detalle la realidad de lo acontecido en la pequeña pantalla con el
advenimiento del nuevo milenio. En esta Golden
Age of Television que seguimos disfrutando por lo que concierne a las
(mini)series de televisión de ámbito anglosajón, en el que presumo podría ser
un ensayo que cubriera el primer cuarto del siglo XXI, al atender a propuestas
en que la mujer jugara un papel preponderante, sin duda, destacaría con luz
propia Big Little Lies (2917- ), nacida de una novela homónima escrita
por Liane Moriarty. Al igual que su hermana mayor Jacyln, Liane Moriarty es
nativa de Australia, el país donde su coetánea Nicole Kidman empezó a
consolidar una trayectoria cinematográfica que se cuenta entre las más sólidas
y ricas entre las actrices de su generación. Cumplido el medio siglo de
existencia, Kidman precisamente asumiría el rol de Celeste Wright, uno de los
personajes medulares de la novela de Liane Moriarty, que el año pasado tuvo traducción en la pequeña pantalla en
forma de serie televisiva, a razón de siete episodios por temporada, por debajo
de la media de capítulos librados en una serie estándart. David A. Kelley, el showrunner de Big Little Lies y, a la sazón esposo de Michelle Pfeiffer, tuvo fundamentados motivos para no tentar en
demasía la suerte, dejando que siete episodios supusiera el número idóneo para
cerrar una first season con un
denominador común en su cuadro interpretativo con un diáfano acento femenino —Nicole
Kidman, Reese Whiterspoon, Shailene Woodley y Laura Dern—, además de contar
con la participación de un único director, el quebequés Jean-Marc Vallée.
Cineasta del que no faltan en su filmografía títulos que proyectan una imagen
moderna y reivindicativa del papel de la mujer en el seno de la sociedad actual
–Alma salvaje (2014) podría
entenderse conforme a su máxima expresión a través del personaje encarnado por
la propia Whiterspoon— y favorable a la causa del movimiento LGTBI —la oscarizada Dallas Buyers Club (2013), Vallée ha sabido conducir con buen pulso esta función
televisiva que arranca con unos soberbios títulos de crédito en que las
imágenes y el tema Cold Little Heart
de Michael Kiwanuka fusionan un idéntico sentimiento de hedonismo. Vidas
transitadas por la lujuria, la joir de
vivre y la sofisticación, pero que por debajo de su superficie esconde una
realidad que mueve a la inquietud, cuando no a la desesperanza y a un temor
fundado.
Para
Nicole Kidman Big Little Lies ha comportado el retorno al espacio televisivo
donde había sido observada con lupa a propósito de su intervención en la
miniserie Hotel Bangkok (1989), en la
antesala de su eclosión a escala internacional con Calma total, rodada ese mismo año con bandera australiana. En las
postrimerías del siglo XX Kidman tocaría el cielo interpretativo de la mano de
Stanley Kubrick con su sensacional composición en Eyes Wide Shut (1999), la obra póstuma del realizador
norteamericano que sería materia de estudio obligada por Vallée a la hora de
encarar un high point en el
desarrollo dramático de la primera temporada de Big Little Lies. Éste se daría a la altura del tercer episodio, Living the Dream, en que Celeste y su pareja
Perry Wright (Alexander Skarsgård) acuden a una cita con una psicóloga
especializada en parejas en crisis que requieren de ayuda “externa” para sacar
a flote un matrimonio que va a la deriva. Previamente, asistimos a la escena en
que Perry viola a su propia esposa, dejando a las claras el perfil de un hombre
posesivo que teme perder su “bien” más preciado, constantemente sometida a la
mirada de varones, pero también de aquellas féminas. Una escena que cobra una
inusitada fuerza al prender junto a
la llama musical de la canción Helpless,
obra de Neil Young. Vallée volvería a recurrir al cancionero de su compatriota
para uno de los postreros episodios de la primera temporada de la serie de
marras, en aquella escena donde un desolado Perry —quien combate con sus
demonios interiores en un intento por apaciguar sus reacciones irracionales—
trata de encontrar un oasis de tranquilidad en la lujosa cocina de su inmueble
de Monterrey al compás del Harvest Moon.
Precisamente otra apelación al planeta identificado más cercano a la órbita
terrestre, aparece en el título de la producción cinematográfica que sirvió de carta de presentación de
Whiterspoon, Man on the Moon (1991),
un majestuoso drama sobre el despertar de la sexualidad en los páramos de
Louisiana, en un ámbito rural que ejerce un enorme contraste con los dominios
de ese pueblo costero de California privativo de la clase alta. Allí donde
emerge la menuda figura de una actriz como Whiterspoon veintiséis años después
de su debut guiado por el tacto de Robert Mulligan. Un film que comportaría el
cierre de la selecta filmografía de Mulligan y el inicio de la correspondiente
a Whiterspoon, uno de los vértices que sustentan una magnífica serie donde ese
mar que baña las costas de Monterrey procura turbulencias por debajo de ese
manto gris de aparente calma. Cabe, pues, aguardar a la segunda temporada —ya con
la presencia de Meryl Streep en el rol de la madre de Perry—para ir calibrando
la importancia de Big Little Lies en
la Golden Age of Television en su aportación
a un discurso de corte feminista pero no observado desde los estratos más
marginales de la sociedad sino más bien al contrario.
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