Presumiblemente, para la práctica totalidad de
los residentes en la Ciudad Condal pasó desapercibida la noticia que los Cines
Verdi proyectaban un ciclo bajo el genérico So
British! en el verano de 2015. Ocioso de poder contemplar en la gran
pantalla uno de esos títulos caros a “perpetuarse” en el cargo de clásico por razones que van más allá de lo estrictamente
cinematográfico, acudí a la cita de la proyección de Passport to Pimlico (1948), incluido en el miniciclo compuesto por
otros títulos más conocidos por parte del aficionado al Séptimo Arte y del cine
británico en particular. A la salida de la proyección recorrí las estrechas
calles de Gràcia mientras daba rienda suelta a la imaginación en torno a la posibilidad
que el popular barrio barcelonés —a imagen y semejanza de lo que ocurre en la
cinta auspiciada por la Ealing— se segregara del resto de la Ciudad Condal una
vez encontrado en uno de sus refugios —creados a tal efecto durante la Guerra
Civil Española— un tesoro que revelara su pertenencia a un ducado europeo que
se remontara al periodo medieval. Meses después de asistir a aquella proyección
el espejismo que se había dibujado en mi mente parecía depositarse sobre la
realidad de mis conciudadanos, pero ampliando el foco geográfico verbigracia de
una renovada ofensiva (en fase creciente) del independentismo catalán por segregarse del estado
español con motivo de las elecciones autonómicas celebradas en diciembre de ese
mismo año. A las puertas de la formación de un nuevo gobierno, el rey Artur Mas sería destronado por
imperativo de un partido anticapitalista —la CUP— con especial arraigo en el barrio
de Gràcia que prestaría sus votos a Junts Pel Sí (la suma de CIU y Esquerra
Republicana de Catalunya) en la investidura con la condición sine qua non de que fuera elegido
President de la Generalitat un candidato libre de polvo y paja de cualquier
asunto de corrupción y que diera un perfil netamente independentista. De aquel
(semi)desconocido para muchos de nosotros para ocupar el máximo cargo
institucional de Catalunya en poco más de dos años ha pasado a ser una de las
figuras políticas más populares del territorio español y asimismo de distintas
plazas europeas, sobre todo Bélgica. Su nombre: Carles Puigdemont, de cuya
peripecia por llegar a la capital belga en la madrugada del día 19 de octubre
no se ocuparán los libros de Historia sino que podría formar parte
perfectamente de esa crónica del escapismo hispano de personajes con el hábito puesto de político, de
confidente o de director de la Benemérita, entre otras nobles profesiones. En el trayecto realizado probablemente en
automóvil o automóviles que cubre la distancia entre una localidad cercana a
Girona —Sant Julià de Ramis, residencia habitual de los Puigdemont— y Bruselas,
hubiera podido pasar por Dijon, la capital de la Borgoña, otrora ducado al que
la fértil imaginación de T. B. E. Clarke —el guionista de Passport to Pimlico— recurrió para elaborar la premisa en que el
barrio londinense, fruto del tesoro encontrado en su subsuelo tras explosionar
una bomba, activa la maquinaria jurídica para segregarse del resto de Londres.
Cumplido un par de años de aquella cita electoral con aroma de
plebiscito a favor de la convocatoria de un referéndum por la independencia de
Catalunya —así lo planteó el conglomerado Junts pel Sí de común acuerdo con la
CUP—, ha empezado a arraigar la construcción de una nueva nación, Tabarnia (neologismo surgido a partir de los nombres de Tarragona y Barcelona, el extenso territorio al que
pertenecen algunas de las comarcas más ricas e industrializadas) a modo de
réplica y/o antídoto a las ínfulas de la confección de una República sustentada
por los votos registrados en las urnas el pasado 21 de diciembre de 2017
pertenecientes a PdeCat —la antigua CIU tutelada por Carles Puigdemont en su
destierro belga—, ERC y la CUP. Desde que la propuesta empezó a prender por las redes sociales, algunos
tertulianos han querido trazar paralelismos con el concepto "berlangiano" al
referirse a Tabarnia. Pero para un servidor el rescate de Tabarnia me devuelve
al pensamiento el contenido de la cinta dirigida por Henry Cornelius, que
reserva sus primeros fotogramas a la visión de Pimlico bajo unas condiciones
metereológicas que invitan a tomar el sol en las terrazas a sus lugareños. Una
vez cubierto la casi totalidad de su metraje —cercano a la hora y media—, el
barrio de marras se viste del gris habitual de la ciudad londinense, a modo de
alegoría en torno a ese anhelo independentista de la mayoría de habitantes de
Pimlico que no llega a cristalizar. Siguiendo el hilo de ese juego alegórico,
tras esa Catalunya sometida a los rigores del verano en 2017, en que muchos
independentistas parecían advertir con mayor nitidez el efecto de una sonrisa marcada
en sus rostros ante la posibilidad de acariciar un anhelo soberanista, los
nubarrones se ciernen sobre el cielo del Noreste del estado español con la llegada
del invierno. Una estación que ahuyenta a la convocatoria masiva de
manifestaciones y sobre todo encuentra en Tabarnia (una iniciativa por recuperar las antiguas reivindicaciones del condado de Barcelona en aras a crear una nueva autonomía integrada en el estado español) una genialidad que coloca
frente al espejo el grueso del argumentario por el que los independentistas
quieren segregarse del estado español. Lo hace, como diría Joan Tardà —destacado miembro de la cúpula dirigente de
ERC—, a modo de letanía, «de manera tranquila, pacífica y democrática», pero con el añadido de
un sesgo humorístico con domicilio fiscal en otro barrio londinense, el de Ealing.
Un ejemplo paradigmático de como a veces la inventiva sirve mejor al propósito
para combatir determinados argumentarios. Solo hace falta acudir a los libros
de Historia y esgrimir una dialéctica que coloque contra las cuerdas esos
razonamientos independentistas que se han ido nutriendo en sus filas a conversos debido a una política errática
de represión por parte del gobierno que preside (para nuestra desgracia)
Mariano Rajoy y Brey.
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