«Por unos instantes,
Ephraim se mesó su larga cabellera desde la frente hasta la parte superior sin
dejar de perder la forma unas ondulaciones que le daban un aire juvenil a una
cara afilada surcada por unas marcadas arrugas en su frente. Se observaba una extraña
simetría añadida en su rostro fruto de una edad que le situaba próximo a la
setentena: sus cejas poco pobladas y enarcadas parecían proyectar un reflejo,
una sombra en las bolsas de unos ojos diminutos punteados por una mancha de
color azul marino. La línea de su lacio cabello simulaba otro efecto simétrico
en relación a un bigote poblado con caída a ambos lados de una boca que
conservaba la integridad de sus piezas dentales». Esta descripción física sobre
Ephraim Samsteen el científico que lidera una secta dedicada a la clonación
humana en mi novela El enigma Haldane
(2011) se inspiró en John Hurt. Se trata del único personaje de esta ficción
literaria que toma el molde de un personaje real, el propio de uno de los
actores que desde mi primer encuentro en la gran pantalla con El hombre elefante (1980) más me han
fascinado y que desde entonces he situado en un imaginario pedestal. No cabe
duda que mi sueño hubiera sido que Hurt fuera el Ephraim Samsteen en una
hipotética adaptación al cine de El
enigma Haldane. Así lo consideré una vez completada la novela, elaborando
un guión cinematográfico a renglón seguido que espero algún día tenga traducción
en imágenes. En cualquier caso, este proyecto no contaría con la participación
de Hurt, fallecido el pasado 25 de enero, víctima de un cáncer. Hurt llegó a
cumplir setenta y siete años, la mayor parte de los cuales dedicados a su gran
pasión: la interpretación.
Para alguien que inicia el tránsito de la
infancia a la adolescencia, la visión en una sala oscura, compartida con
desconocidos, de El hombre elefante —en versión doblada al catalán al amparo de la nueva Política Lingüística
impulsada por la
Generalitat de Catalunya— no podía por menos que quedar
impregnada a fuego en la memoria. Bajo esa “máscara” de John Merrick «el hombre elefante» se encontraba su tocayo Hurt,
asumiendo un reto que la inmensa mayoría de sus colegas de profesión hubieran
rechazado excudándose que no querían someterse a una auténtica “tortura” en los
preliminares de cada jornada de rodaje, fruto de las necesidades de un
maquillaje cortesía de Christopher Tucker que debía ser convincente en aras a
representar a un auténtico monstruo en pantalla. Pero el reto resultaba doble: en
John Merrick debía aflorar un perfume
de humanidad que percibiera el olfato
del espectador, al punto que al final de la función las mejillas se impregnaran
de lágrimas. El hombre elefante no
nació para ser degustada exclusivamente por un público selecto, avisado del carácter
iconoclasta de su director, David Lynch, a raíz de la puesta de largo de su
opera prima Cabeza borradora (1976). El hombre elefante nació para activar
las emociones del espectador, aquellas aptas para conmovernos y hacernos
recordar que lo monstruoso puede mostrarnos su lado humano. Por ello, John Hurt
hizo de su interpretación una auténtica proeza que no pasó inadvertida entre
directores y guionistas de diversas partes del mundo, fiados a la idea que
alguien capaz de echarse a sus espaldas un personaje de las características de
John Merrick cualquier reto por complicado que pudiera parecer estaría
dispuesto a asumirlo.
Gracias, en parte, a John Hurt y El hombre elefante extraje la idea desde
temprana edad que el cine deviene un medio al que debemos conceder una gran
importancia sobre los aspectos técnicos (ambientación, maquillaje, fotografía,
sonido, composición musical), pero la interpretación es el fuego principal que suministra calor... un calor humano real, “palpable”
que obra el milagro de conmovernos en torno a una historia que se proyecta
sobre una superficie blanca a veinticuatro imágenes por segundo. Ese calor
humano lo he sentido tan cercano —quizás sin la intensidad de El
hombre elefante, una película que visito regularmente— cuando ha asomado en infinidad de
ocasiones en pantalla John Hurt, que desde principios de los ochenta ha convertido
el asistir a ver una producción cinematográfica con el actor inglés entre su
reparto como si se tratara de una suerte de ritual. Ciertamente, algunas películas
no llegarían a estrenarse en salas comerciales de nuestro país, pero me he
ocupado de estar atento al mercado videográfico y en formato digital para ir
completando un mosaico interpretativo que, por lo general, inflexiona en
personajes que operan fuera de la ortodoxia (el preso Max en El expreso de medianoche, Winston Smith
en 1984, el multimillonario S. R. Hadden
en Contact, La «condesa» en Ellas también se
deprimen, Jellon Lamb en La propuesta,
Mr. Summers en Todos los animales pequeños y un largo
etcétera). Sin duda, Ephraim Samsteen hubiera tenido encaje en esa galería de
personajes interpretados por Hurt tallados por una percepción de la vida
alejada de los convencionalismos, de las reglas impuestas; personajes que se
revelan contra su época y su tiempo. Descontada la imposibilidad de escribir un
libro sobre John Hurt —veo misión
imposible que las editoriales de nuestro país se avengan a una operación de
riesgo de semejantes características—, a modo de tributo del gran actor británico me gustaría regresar,
cuanto menos una vez al año sobre una de las películas interpretadas por él. Emulando
a Jim Jarmusch —su director en Dead Man (1995) y Solo los amantes sobreviven (2013), sendas propuestas situadas en los arrabales del Sistema—, me agradaría formar parte de una especie de sociedad “semisecreta”
denominada «Los hijos de John
Hurt». La condición para la adimisión en
dicha sociedad sería la de haber heredado algún rasgo de John Hurt. Me gustaría
creer que en mi caso fuera la humanidad que ha destilado en tantas ocasiones en
la gran pantalla para el que considero sigue valorando conforme a uno de los más grandes
actores de la Historia
del cine. Gracias John. Rest in peace.
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