La
importancia que han cobrado las series de televisión anglosajonas en el
contexto audiovisual en las últimas décadas ha procurado crear sus propias
etiquetas. Señas de identidad que subvierten la idea que, como en el cine, el
dominio creativo viene asociado al director. Mas, semejante privilegio ha
quedado reservado en el terreno televisivo a la figura del showrunner, siendo hasta la fecha múltiples los ejemplos de este
principio de autoría que ejercen diversas personalidades —algunas de ellas provenientes del cine— para una determinada producción creada para la
pequeña pantalla. Si bien es cierto que el británico Michael Hirst (n. 1952)
participa de este concepto de showrunner,
a medida que Vikingos (2013-2016) —originalmente
pensada para llevar el título Raid (el
mismo computaría para el quinto de los episodios de la first season)—
ha ido consolidando
su propuesta con el rodaje garantizado hasta la fecha de una quinta temporada, el
guionista y productor inglés opera bajo unas condiciones favorables de trabajo
a los que muy pocos de sus colegas han accedido. Hirst ejerce su particular “reinado”
desde el confort de su hogar en Oxford, llegando incluso su área de influencia
a promocionar a dos de sus hijas, Georgia y Maude Hirst, en sendos papeles
(secundarios) para la serie Vikingos
después de haber participado en la confección de otra serie menos longeva, Los Tudor(2007-2010). Lejos de someterse al dictado
de esas interminables brainstormings,
para luego pasar el filtro de reuniones con participaciones de un pool de guionistas con el objetivo de
fijar las líneas maestras de una determinada temporada, Hirst “despacha”
consigo mismo y evacúa consultas con el historiador Justin Pollard. Es por ello
que cada uno de los episodios de los que consta Vikings llevan la rúbrica de Hirst, amo y señor de una serie que
persigue un cometido fundamental: “universalizar” el conocimiento sobre un
pueblo, el vikingo, del que la mayoría de los mortales puede juzgar sobre su
historia de una manera somera, quedándose en los clichés de su carácter de
aguerridos guerreros fiados a una especie de patriarcado que reserva un papel
residual a las mujeres. Precisamente, éste resulta uno de los lugares comunes
que la serie Vikings invita a
desterrar, mostrando a féminas que poseen papeles de relieve en el contexto de comunidades
de perfil tribal.
La de Vikingos, sin duda, fue desde su gestación una apuesta de “autor”,
en que la idoneidad de contar con una estrella de relumbrón —derivada, a poder ser, del medio cinematográfico o
bien resultando familiar para el público merced a una participación anterior en
una determinada serie—
no daba lugar en el debate previo al
lanzamiento en antena de una primera temporada. Una temporada de arranque que, en
buena lid, debía ceñirse a un total de nueve episodios verbigracia de la
singularidad que entraña esta cifra de cara a la mitología nórdica. Respetando
semejante métrica, los máximos responsables de Vikingos con Hirst a la cabeza, concibieron
una primera temporada con múltiplos de tres, esto es, tres directores para
otros tantos episodios. En este formato de “equidad” el sueco Johan Renck, el
irlandés Ciarán Donnelly y el canadiense Ken Girotti se repartieron las
funciones de dirección de una propuesta que preserva similares estándares de
calidad en cada uno de los nueve episodios que jalonan la primera temporada de Vikingos. En este primer envite se va
tejiendo esa malla repleta de
conflictos de cariz tribal, en que sobresale la figura de Ragnar Lothbrok,
encarnado por el australiano Travis Fimmel, ex modelo que se ha convertido en
un bastión para una producción que precisaba de una lenta cocción para que, al cabo, su plato
fuera degustado para paladares de espectadores de muy distinto perfil. Su
presencia se ha hecho imprescindible; en cuanto a lo que vemos en pantalla se
revela la viga maestra que soporta el edificio de una producción que para su
primera temporada contaría con los servicios del dublinés Gabriel Byrne, uno de
esos «sospechosos habituales» que brillaron con luz propia en el largometraje
dirigido por Bryan Singer. Descabalgado el conde Earl Haraldson (Byrne), Vikingos adquiere una nueva dimensión,
pero sin perder un ápice los principios vectores que rigen la serie en cuestión,
esto es, un tratamiento de la violencia hiperrealista (aunque contaminada de una
cierta estética animé) y el
favorecimiento de unas subtramas que implican a la noción de estirpes que
tratan de preservar el poder vía derechos de cosanguineidad. A la sombra de las
mismas actúan personajes como Floki (Gustaf Skasgård, uno de los vástagos del actor Stellan Skasgård), constructor de barcos de profesión y un
trasunto de Loki, una de las figuras capitales de la Mitología Escandinava.
Para la segunda temporada, Floki irá adquiriendo un rol cada vez más
preponderante, siendo protagonista de una de las líneas narrativas concebida
por Michael Hirst, más que un show runner,
un long distance runner por su
voluntad de convertir Vikingos en su particular Torre de Babel, un equivalente
televisivo a El señor de los anillos
referido a un pueblo que sigue preservando una mítica derivada en su momento
merced al visionado del film protagonizado en 1958 por el ya centenario Kirk Douglas y al que la Metro-Goldwyn -Mayer
ofreció a Hirsch en su momento elaborar un eventual remake. Felizmente, la propuesta en cuestión dio pie a que la mecha
empezara a prender hasta dar forma a una primera temporada de Vikingos en 2013, principio de un relato
que aún queda un largo recorrido para que toque a su fin.
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