No cabe duda que William
Friedkin deviene uno de esos cineastas que han contribuido sobremanera a forjar
su propia leyenda ya desde la verificación de su fecha de nacimiento. Él mismo
parecía llamado a la sorpresa cuando descubrió que su partida de nacimiento era
la del 29 de agosto de 1935, en lugar de la fecha del mismo día y mes pero de
distinto año, 1939, como recogían los datos biográficos sobre su persona hasta no
hace demasiado tiempo. En la convicción que su madre (asistenta de enfermería)
le trajo al mundo un par de días antes de oficializarse el arranque de la Segunda
Guerra Mundial pareció moverse William Friedkin durante gran
parte de su vida, entre otros periodos los que cubren su eclosión, a efectos
mediáticos, con los estrenos de French
Connection / Contra el imperio del crimen (1971) y sobre todo El exorcista (1973). Salvando las
distancias, ciertos paralelismos caben entre William Friedkin y Orson Welles en
sus respectivas condiciones de enfants
terribles, realizando un pulso con los estudios con el fin de hacer valer
sus respectivos criterios artísticos. En ambos casos, la curva descendente
empezó a evidenciarse en etapas demasiado tempranas de sus singladuras
profesionales, sin llegar nunca a moverse en los niveles creativos que dieron
carta de naturaleza a sus respectivos logros profesionales en el campo
audiovisual. Esas analogías existentes entre Welles y Friedkin se hubieran
incrementado si éste último hubiera aceptado las condiciones impuestas por
Bernard Herrmann (1911-1975) a la hora de elaborar el score
de The Exorcist. Al igual que muchos
otros cineastas, William Friedkin debía al visionado de Ciudadano Kane (1941), a modo de “revelación”, el hecho de
convertirse en director de cine. Al cabo, al presentarse la opción por parte de
Friedkin de colaborar con Herrmann, el autor de las bandas sonoras de Citizen Kane y El cuarto mandamiento (1942) —los
primeros largometrajes oficiales dirigidos por Welles—, hubo un handicap que sería insalvable. Después de
ver un copión de The Exorcist,
Herrmann parecía satisfecho con la idea de colaborar con William Friedkin, pero
la negativa del primero a desplazarse hasta Los Ángeles para grabar la
partitura con músicos de la zona frustró el acuerdo. Incluso si hubiera
aceptado la propuesta de Herrmann de grabar la música en el St. Giles
Cripplegate de Londres como había sido el deseo del compositor neoyorquino
afincado en Gran Bretaña desde los años sesenta, quedaba un escollo aún más
insalvable si cabe: el uso de un órgano. Friedkin no transigió a este
deseo atendiendo a que no quería música “católica”. Sus intenciones se corregían
en un sentido bastante distinto y, por consiguiente, la opción Herrmann quedó
del todo descartada. En esa baraja “diabólica”
que resultaba la elección de un compositor para The Exorcist, Friedkin buscó en Lalo Schifrin (n. 1932) una alternativa
solvente. Durante el laborioso proceso de montaje de El exorcista, el músico argentino le entregó un comentario musical
que, según el criterio de Friedkin, era demasiado estridente para un film que
las impactantes escenas rodadas hablaban
por sí solas. No parece demasiado claro que Schifrin completara la música para
la película, si no que cubrió la confección de algunos bloques, entre los
cuales figura el correspondiente a los títulos de crédito finales con arreglos propios
del rock. No tardaría en circular el bulo —así
me lo expresó en persona Lalo Schfrin en la edición de 1993 del Congreso de Música de Cine
celebrado en Valencia— que el autor de origen
sudamericano ser sirvió de su trabajo previo en El exorcista para adecuar la partitura de Terror en Amityville (1979), dirigida por su buen amigo Stuart
Rosenberg, y que, a la postre, le valió una nominación al Oscar.
En algún momento de ese
febril periodo de trabajo consagrado a un film que le reportaría un nombre para
la Historia ,
William Friedkin capituló y entendió que debía prevalecer una noción de underscore, esto es, una banda sonora
que trabajara por debajo sin
menoscabo a erosionar la potencia de unas imágenes hasta entonces ni por asomo
vistas en la gran pantalla relativas a un exorcismo cuyas raíces se remontan a
una historia verídica registrada en Maryland, en 1949, base de la “tesis
doctoral” de la célebre novela de William Peter Blatty. En su afan
perfeccionista, Friedkin convino con el triunvirato de montadores ligados al proyecto en emplear para
los temp tracks temas de compositores
de la vanguardia musical centroeuropea del siglo XX como Anton Webern (1883-1945),
Hans Werner Henze (1926-2012) y Krzystof Penderecki (n. 1933). Una práctica
habitual en directores que conceden una gran importancia a la música, haciendo gala
de un componente melómano que en el caso de William Friedkin tiene en el pop-rock
uno de sus principales áreas de interés. No en vano, el realizador de Chicago
reparó en el contenido del disco Tubular
Bells (1973), alumbrado en marzo de 1973, registrándose su estallido a
nivel de ventas en Gran Bretaña. En un golpe del destino, Friedkin tuvo la
habilidad de incluir un fragmento de este disco multiinstrumental en una banda
sonora que de manera harto incomprensible aparecía encabezando los créditos el
nombre de Jack Nitschze (1937-2000)(el autor del score de Alguien voló sobre el nido del cuco y vinculado en sus inicios profesionales con Neil Young en calidad de arreglista) cuando apenas su contribución supera el minuto en una
cinta de unas dos horas de duración. Por lo que concierne a Tubular Bells, desde el primer instante
se adhirió a la piel de El exorcista, y hoy en día no podemos
contemplar la posibilidad de un film de terror que marcó una época sin esos
acordes operados por un multiinstrumentista como Mike Oldfield, quien a sus
veinte años hizo posible que el productor musical Richard Branson empezara a
forjar un imperio. Su particular Rosebud
atendió al nombre de Virgin. En una astuta jugada, Branson se benefició del éxito de la cinta dirigida por Friedkin para
relanzar en formato single un
fragmento de Tubular Bells con el
añadido «un tema de El exorcista». En casa de los Oldfield, resonaban las campanas de un éxito inusitado que sentó,
en cierta medida, los fundamentos de la new wave, la corriente musical por la
que transitaría parcialmente la siguiente banda sonora articulada (por
Tangerine Dream) para un film que llevara el sello de distinción de William
Friedkin, Carga maldita (1977).
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