Verano es una
estación del año propicia para que la gente perciba algo más de cada uno de
nosotros. Dejamos filtrar aspectos de nuestra personalidad a través de
conversaciones apostados en terrazas con las que combatir los rigores propios
del calor; las mal denominadas redes sociales habilitan un exceso de mensajes
que colapsan nuestros muros más que en otra estación del año; pretendemos que el
amor ilumine los espacios más privativos de nuestros sentimientos... Pero
asimismo para muchos, la visibilidad de los tatuajes, expuestos cuál trofeos en
la superficie corporal, tratan de mostrar la necesidad de dejar constancia de
una singularidad que, a menudo, no es más que una señal inequívoca de un déficit
afectivo, de una promesa incumplida, de un temor o de una idolatría entendida
como culto a una personalidad, no la nuestra, sino “externa”. Muchos se saben “diferentes”
por lucir un tatuaje exclusivo; una “huella digital” expuesta a la luz del sol
que pretende imprimir carácter, reforzar
una personalidad malherida por el corazón doliente.
Según mi percepción, estas “etiquetas” corporales han proliferado en los últimos
años al compás de la necesidad para una gran mayoría de los que se aplican los
tatuajes de sentimiento de pertenencia a un determinado “clan”, compartiendo
con sus semejantes la pasión por una afición común, ya sea por la música, por los juegos de
rol, por una ideología impresa con
tinta del color de la intolerancia, etc. Prácticamente nadie de los que devienen clientes de
tiendas de tatuaje piensan en que, una vez sus cuerpos se marchiten, la piel se
contraiga fruto del paso de los años, aquellas imágenes prestas a lucir bellas
y radiantes sobre la superficie corporal adoptarán formas bien distintas. El
contraste será entonces severo, provocando que retiremos la mirada cuando una
vieja o un viejo desdentado sentado en un banco de un parque deje
semidescubierto el “recuerdo” de un lejano pasado, intuyendo la imagen de un
dragón, una flor, un símbolo oriental o el rostro de una estrella de rock. Pero
el verdadero sentimiento de repulsión provendrá cuando esas personas de la
tercera o la cuarta edad se miren
frente al espejo, y maldigan el día (de borrachera o no) que se decidieron por asistir
a la consulta del «doctor Tattooo». Entonces, el dolor producto de la
incisión de las agujas se soportaría con mayor facilidad porque la “recompensa”
provenía de la aceptación, cuando no, de la admiración de los demás. El ritual
se había cumplido. Ya formaba parte de los nuestros o simplemente era una “ofrenda”
para satisfacer a la pareja. Empero, cuando esos jóvenes que han mudado a la senescencia, resolverán
colocarse frente al espejo, el dolor se tornará intenso. El más intenso
posible, el que proviene de nuestra propia reprobación.
Por mi propia naturaleza, no me resulta
complicado proyectarme en el futuro. Un futuro no como el que muestra, por
ejemplo, Ray Bradbury en sus Crónicas
marcianas (1954), si no el que se sitúa a la vuelta de la esquina. Mi novela El enigma Haldane (2011) habla de ese futuro imperfecto, regulado por el “esclavismo
genético”, que nos aguarda o que podemos imaginar será factible dentro de unos
años, quizás décadas. Por eso pienso para una próxima novela distópica el
escenario de una dama vieja que da de comer a palomas (¿mecánicas?: los
elevados índices de contaminación habrá hecho estragos en las grandes ciudades
superpobladas) que luce en la espalda el tatuaje de un dragón y en su brazo
izquierdo una serpiente cuyas escamas aumentan la sensación de rugosidad de un
cuerpo “en caída libre”. Lejos queda, por tanto, la belleza imaginada al correr
de las páginas de El hombre ilustrado (1950), otra de las exquisitas piezas
literarias de Ray Bradbury, pero en su formato de cuento: «El Hombre ilustrado era una acumulación de cohetes y fuentes, y
personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno creía oír las
voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo.
Cuando la carne se estremecía, las manitas rosadas gesticulaban, los labios
menudos se movían, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los párpados. Había
prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas,
extendidos por el pecho del Hombre Ilustrado como una vía láctea». En esa vía láctea que contiene el
planeta llamado Tierra donde un número cada vez más creciente de su población
opta por dar visibilidad a una “huella digital” en forma de tatuaje sin reparar
en que nuestros cuerpos no han sido programados para la eternidad. La inmediatez o la evaluación al corto plazo, como
tantos aspectos que rigen en nuestra sociedad, acaban imponiéndose sin calibrar
las consecuencias que conllevarán en un futuro lejano o quizás no demasiado
lejano.
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