20 de agosto de
2013. Casi mil muertos en Siria, según todos los indicios, a causa del empleo
de armas químicas que han sesgado la vida de personas de todas las edades,
incluidos bebés. En dos años se han contabilizado decenas de miles de víctimas en este país situado al norte de África. La comunidad Europa, a través de una nota de prensa de uno de
sus portavoces, expresa unas palabras de repulsa, conminando a que las partes
en conflicto (el gobierno de Bashar al-Asad dominado por el poder militar y la oposición, esto es, el ejército
“rebelde”) lleguen a un pacto de no agresión y se adivina entre líneas una
serie de operaciones en paralelo para tratar de esclarecer lo sucedido vía comisión
de investigación a cargo de observadores internacionales. Cuerpos inertes de
todas las dimensiones imaginables colocados en hileras asoman en los
telediarios o en Internet con la intención de mostrar al mundo el alcance de
una barbarie a la que sistemáticamente el viejo continente da la espalda en
atención a que se trata de “asuntos internos” de Siria que nada guardan relación
con los objetivos marcados por los burócratas, léase políticos y economistas
que rigen los destinos de la comunidad europea. Ellos viven en sus Torres de
Babel, preocupados y ocupados en que la zona Euro responda bien a la terapia de
shock aplicada en determinados países
(Grecia, España, Italia, etc.), en forma de rescates encubiertos o
semiencubiertos, para salir de la recesión económica y mostrar al mundo que aún
somos un continente solvente, fiable
para atraer inversión extranjera y con ello generar un crecimiento sostenido
por lo que atañe a los números.
Desde hace tiempo, Europa habla el lenguaje
de los banqueros, apropiándose sus dirigentes de la idea que el dinero deviene
la «reserva espiritual» de Occidente a la
que debe rendirse pleitesía y jugar «amor
eterno». No importa lo que suceda fuera de nuestras
fronteras en materia de violación de los derechos humanos, de atrocidades
sistemáticas sobre poblaciones masacradas víctimas de dictadores que arman a
sus ejércitos no tan solo desde los Estados Unidos o Rusia, sino de empresas de
países del viejo continente algunas de las cuales tributan en paraísos fiscales.
El humanismo es un valor residual cuando los máximos mandatarios de la Unión Europea se colocan frente
al espejo de los millones de ciudadanos que forman parte del continente bombardeándonos
con mensajes, imputs afianzados en el
concepto de la homogeneidad, de la cohesión territorial en materia económica. Luego,
si acaso, le tocará el turno a dejar caer algún que otro comunicado que muestre
esa otra cara continental, la de una Europa que para el oído sobre lo que
acontece allén de sus fronteras pero que obstruye
los conductos que irrigan el corazón. Ese corazón delator vaciado de sentimientos
que palpita solo al ritmo de los indicadores económicos, de lo que ocurre en
los parquets financieros. Allí se cuece el futuro, según sus razonamientos, de
las vidas de los seres registrados en el censo de la zona Euro del planeta
Tierra.
A la luz del siglo XXI, del que hemos
recorrido hasta la fecha más de una década, no puedo por menos que expresar mi
desazón, mi absoluta frustración por un continente que va a la deriva en
materia humanista verbigracia de la aspiración de convertir Europa en un área
del planeta aislado de lo que ocurre más allá de sus fronteras, en que el «Ser
Supremo» deviene el dinero. No necesitamos rescates
financieros a tutiplén; urge un rescate
de ese humanismo que había aflorado en Europa al tomar conciencia de las
atrocidades cometidas en un continente que vio nacer en el margen de menos de
treinta años dos guerras mundiales. Entonces, una generación de políticos
elevaron la antorcha de un rearme moral y ético al amparo de crear sociedades
capaces de extraer de las lecciones que depara una historia (la relativa al
viejo continente) escrita con tinta roja una idea de humanismo. Todo ello
parece haber quedado desmantelado por esos tecnócratas que ocupan puestos de
alta responsabilidad en el viejo continente que se desayunan con los periódicos
digitales (a través de tablets o Ipads) o en papel especializados en
economía. No leen a Stefan Zweig ni a
Joseph Roth. Tampoco ven películas de Charles Chaplin. En una de las líneas del
monólogo final de El gran dicador (1940)
escuchamos aquella frase de que «pensamos
demasiado y sentimos muy poco». Gran verdad aplicada a esos tiempos modernos en que el humanismo, en su área de influencia del
viejo continente, se encuentra en peligro fruto de las directrices de una
comunidad de políticos influyentes imbricados con el poder (léase lobby) financiero en busca de la quimera del oro que hacen caso omiso
al llanto proveniente de poblaciones civiles de Asia y África masacradas por dictadores
disfrazados de bondad y victimismo cuando toca protagonizar esos videos
promocionales con los que mostrarse al mundo. Irak, Egipto, Siria, Libia… Qué más
da. El declive del imperio europeo en materia humanista razona como una de las verdades más evidentes de lo que llevamos de siglo XXI. En
contra de la fórmula que se aplican estos dirigentes cautivos de una visión
unidireccional de la vida sembrada de billetes de euro, sigo creyendo en el «valor
refugio» del humanismo. Así me lo dicta un corazón que aviva
su ritmo cardíaco cuando conoce noticias como la proveniente de Siria. Lloro por
esas víctimas inocentes de un mundo que se desangra
mientras hay médicos que auscultan el latido de un billete de 50, 100 0 500 euros. Saben que no tiene ritmo pero desprende un aroma ciertamente embriagador.
1 comentario:
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