«Sentí que el mundo del que habla 84 Charing Cross Road estaba sorprendentemente cerca de mis
obsesiones: el paisaje de los sentimientos ocultos, el amor como proyección de
las cosas que no se dicen porque no necesitan decirse, de la soledad como
vocación». Así se expresaba Isabel
Coixet cuando presentaba en el marco del XIII Festival Internacional de Teatro
Temporada Alta de Salt (localidad limítrofe con Girona) su adaptación escénica
de la novela breve 84 Charing Cross
Road, uno de los referentes literarios inexcusables de La librería (1978), escrita por Penelope Fitzgerald (1916-2000), de
cuya traslación —esta
vez al celuloide— se
ocupará la propia realizadora catalana en los próximos meses. Presumiblemente, para un
sector del público familiarizado con la obra de Coixet, La librería en su derivada cinematográfica sirva de puerta de
entrada al conocimiento de la producción literaria de Fitzgerald. Llegados a
este punto, Impedimenta ofrece un muestrario significativo de la misma a través
de las traducciones de, amén de la susodicha La librería, El inicio de la
primavera (2011) e Inocencia
(2013). A buen seguro, esta prospección de Enrique Redel por el mundo literario
anglosajón a la búsqueda de autores y autoras susceptibles de ser (rei)vindicados
por el lector de habla hispana, llevará a Penelope Fitzgerald a situarla en el
espacio de las damas de mayor aceptación entre los lectores que precisan el
amparo de textos de exquisita finura estilística y que no renuncien a temas
universales, condición sine qua non para ser degustados en plena modernidad del siglo XXI.
Perteneciente a una estirpe de prohombres
del mundo de la cultura y de las artes en general, inequívocamente Penelope Knox parecía
destinada a seguir los pasos de una tradición familiar esquiva a una realidad
operada fuera de las coordenadas de lo recurrente en la existencia que embarga
al común de los mortales. El viaje formaría parte de ese «plan de vida» diseñado por y para Penelope
Knox, y con ello el mapa literario se
desplegaría más allá de los confines de su Inglaterra natal. La novela que nos
ocupa, Inocencia (1986), fue abordada
por Penelope Fitzgerald —adoptando
el apellido de su marido, un oficial irlandés fallecido al poco que contraer
matrimonio— al
filo de cumplir su setenta aniversario, fruto de su entrada en contacto con la Italia de postguerra.
Seducida por ese universo donde confluían temáticas que enriquecieran el
sustrato literario con el que partía, Fitzgerald abogaría para su primera
novela en que su propia persona quedaba excluida de las tramas por armar, un
conjunto de situaciones comprometidas con la idiosincrasia del país
transalpino. En prácticamente ninguno de los episodios de Inocencia, tenemos la percepción que Fitzgerald sea una escritora
británica que vuela sobre el relato
sin quedar adherida a la superficie
de un mundo que evoluciona hacia un cambio de estatus social, político,
financiero y cultural. Producto de la influencia ejercida por la literatura de
Sir Walter Scott, Fitzgerald mezcla personajes reales — el político Antonio Gramschi (1891-1937)— y ficticios al servicio de una
obra que se postula en sus “acertijos” en torno al amor conforme a una comedia
shakespeariana —en
especial Mucho ruido y pocas nueces— por encima inclusive de las tibias
analogías que se intuyen “entre líneas” con respecto al legado literario de
Jane Austen. Su “alineamiento” con el patrimonio creativo de William Shakespeare crece al albur de una composición literaria
basada en una profusión de diálogos de una punzante ironía y armoniosa delicadeza,
al margen de un manto visionario-profético que se extiende sobre algunas de las reflexiones
brindadas por sus personajes principales y secundarios. Mas, algunos de éstos
parecen nacer al dictado de la realidad de nuestros días en el contexto de un
viejo continente que va a la deriva —expresión
que casa precisamente con otro de los títulos de Fitzgerald, merecedor del
Booker Prize que se le había resistido un año antes con La librería—, como se desprendre de las siguientes líneas de diálogo
brindadas a renglón seguido de las dudas que se ciernen sobre el cirujano
Salvatore Rossi al unir su futuro sentimental con Chiara Ridolfi, de linaje
aristrocrático, educada en colegios ingleses:
— «No pierdas la esperanza —dijo Cesare—. Según mis cálculos, dentro de
veinte años el divorcio será legal en Italia.
— ¿Según qué calculos?
— Cuando la Comunidad
Europea se ponga en marcha, tendremos que unirnos a ella para
poder vender nuestro vino, aunque a Alemania le parezca mal y se ponga en
contra. En cuanto nos unamos a ellos en una cosa, tendremos que unirnos en
todas».
Lejos de
demostrar con semejante diálogo animadversión para con el país teutón, la
escritora inglesa volvería a “sumergirse” en otro espacio ajeno al de su país
de origen para la construcción de la novela La
flor azul (1995) —como
apunta Terence Dooley en el epílogo titulado “Amena Stanza”, derivado de una “transmutación” de un proyecto
abortado que se localizaría igualmente en Florencia y que iba a desarrollar el
tema del simbolismo de las flores en el arte sagrado primitivo—, que con toda probabilidad el
sello Impedimenta tiene en su agenda para encontrar acomodo, en un futuro más o
menos cercano, en su particular «Biblioteca Penelope Fitzgerald». De esta forma, Johann Wolfgang Von Goethe o Friedrich Von Schlegel, en su
calidad de figuras extraídas de la realidad, se colarán en la más que
presumible traducción de una ficción literaria más que pertinente en la idea,
cuando no convicción, que su autora sigue siendo merecedora de la atención de
lectores inasequibles al desaliento de viajar
a través de las páginas de novelas bañadas por la luz solar en los periodos
estivales. Una estación especialmente indicada para este tipo de ejercicios que
comprometen más a la intuición que al deber, al placer que a la necesidad. En
esta tesitura, Impedimenta nos abre, pues, nuevamente una ventana al saber de
la obra de una escritora de tardía dedicación pero que empezó en su juventud a
forjar los mimbres de un pensamiento inequívocamente avanzado a su tiempo desde la perspectiva de una mujer, en
la senda de sus compatriotas Naomi Mitchinson o Stella Gibbons.
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