Consecuencia
directa del éxito de la primera temporada de Six Feet Under (A dos metros bajo tierra) (2001-2005) fue que, además de renovarse los acuerdos
contractuales para con la plana mayor de los intérpretes que intervinieron en
la misma, dos fichajes de “relumbrón” se perfilarían para una segunda temporada
con idéntico número de capítulos —trece—,
desafiando de esta forma cualquier atisbo de mal fario. Patricia Clarkson (1959,
Nueva Orléans) y Lili Taylor (1967, Glencoe, Illinois) trabajarían, pues, a
favor de una obra cuyo andamiaje
narrativo parecía haberse asentado en el desarrollo de la primera temporada. Óbviamente, el planteamiento de
Alan Ball y su equipo de cara a una segunda temporada pasaba por concebir una
serie de “retoques” encaminados a potenciar el juego de relaciones de
personajes incluso aunque operen en órbitas
muy alejadas entre sí. La evidencia más palmaria de estos “retoques”
introducidos a partir del episodio nº 14 se corresponde con la cada vez menor
importancia prestada a esa muerte “súbita” marcada por el infortunio y/o lo
aleatorio. Apenas un par de minutos ocupan estos prólogos que con el afán de no
repetir situaciones análogas, extiende un abanico de posibilidades
extraordinariamente amplio, pero algunos sin apenas “sustancia dramática” o
dictado por las leyes de lo heterodoxo.
Alentado por las cifras de seguidores de la
serie de marras, Alan Ball supo que A dos
metros bajo tierra permitiría hacer hincapié para su segunda temporada en
aspectos relativos a la comunidad gay a la que pertenece de pleno derecho desde
hace tiempo. Más allá de la normalidad que supone contemplar en la pequeña
pantalla una relación de pareja sostenida entre personas del mismo sexo (masculino)
y de razas distintas —David
Fisher (Michael C. Hall) y Keith Charles
(Matthew St. Patrick)— ,
Ball “fabricaría” un episodio destinado a inculcar en el espectador la idea de que
la paternidad no guarda necesariamente relación con los convencionalismos de
antaño, favoreciendo el sentido que la educación dirigida a los pequeños se
mueve por los parámetros del compromiso, el deber, la atención y el amor al prójimo. Parámetros
que convergen en la persona de Keith, dispuesto a hacerse cargo de la manutención
de su sobrina Taylor (Aysia Polk) ante la actitud evasiva mostrada por la madre
de ésta. Para colmo de males, el episodio número 10 («El secreto») concluye con la imagen de la madre de Taylor acusada de haber atropellado involuntariamente a un indigente y, a renglón
seguido, no cumplir con el deber de auxiliar a la víctima, dándose a la fuga. Los
quebraderos de cabeza se acumulan para Keith, quien retoma su relación afectiva
con David después de un paréntesis que se adivinaba, tarde o temprano, concluiría. Señal inequívoca que A dos
metros bajo tierra se mueve por idéntico razonamiento que las series destinadas
a prolongarse en el tiempo una vez vencida la fase de incertidumbre que
despierta su temporada inaugural. Un razonamiento que nos habla de un
planteamiento acorde a que las relaciones personales sufren desgaste, se
erosionan y precisan de ese “bálsamo” reparador llamado tiempo para volver a
conciliar sentimientos en el ámbito de la pareja o del entorno familiar. De ahí
que a lo largo de esta segunda temporada asistamos a constantes idas y venidas
entre parejas donde las conexiones emocionales, intelectuales y/o sexuales no
siempre funcionan a pleno rendimiento —Nate Fisher (Peter Krause) y Brenda Chenowith (Rachel
Griffiths); Ruth Fisher y Nikolai (Ed O’Ross); Margaret (Joanna Cassidy) y Bernard
Chernowith (Robert Foxworth); el propio Keith y David, etc. — , acoplando al aparato dramático
ese denominador común insoslayable de que todo-el-mundo-sufre. Un estado de ánimo que,
en no pocas ocasiones, se evalúa desde la soledad, cuya máxima expresión en
esta función televisiva remite al personaje de Ruth, la matriarca que vela en
silencio la memoria de su difunto marido (sus apariciones espectrales van
perdiendo fuelle si lo confrontamos con la primera temporada) y trata de “reinventarse”
con una actitud abierta sobre la realidad de sus tres hijos. Los varones,
persiguiendo una estabilidad con sus respectivas parejas, mientras que en la benjamín
de la familia Fisher, Claire (Lauren Ambrose), se debate una guerra abierta en su interior entre la
necesidad de encontrarse con su “igual”. Sus tendencias depresivas no ayudan a
decantarse en un sentido u otro, cruzándose en su camino Billy Chenowirth
(Jeremy Sisto), el hermano de Brenda, recluido en un hospital psiquiátrico
después de haber protagonizado un episodio de locura que pone en jaque la vida de los que le rodean. Nate tomaría buena nota
de ello, invitando que, al cabo, su hermana pequeña se aleje de manera
definitiva de Billy una vez éste ha salido del centro psiquiátrico exhibiendo nuevo look. Entretanto
Nate tiene demasiados frentes abiertos para salir airoso en cada uno de ellos.
Tras el compromiso formal con Brenda surgen las dudas, Lisa Kimmel (Lili
Taylor) vuelve a entrar en su vida y la enfermedad cerebral que padece le lleva a
replantearse la necesidad de cubrir un deseo agazapado en su fuero interno: el de la paternidad. Por aquel
entonces, Peter Krause, el actor que da vida a David —sin duda, uno de los pilares que
sostienen el aludido andamiaje dramático de
la serie— cumpliría su compromiso
de ser padre con el nacimiento de un bebé llamado Roman. Desconozco si
semejante nombre tuvo un propósito de homenaje a Roman Polanski, un realizador que si
hubiera participado en la confección de algunos episodios de A dos metros bajo tierra a buen seguro
afinaría a la hora de sacar a la palestra los asuntos más sórdidos del alma de unos seres que
realizan movimientos pendulares donde la vida y la muerte, la ilusión y la
desafección se sitúan en ambos extremos de ese espacio intangible.
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