El pasado 18
de mayo cumplía su 64 aniversario. A pocos pasos, pues, de la edad de jubilación,
a buen seguro, Richard Christopher Wakeman (1949, Perivale, Londres) seguirá más allá de los 67 años
practicando el arte que mejor domina: la música. Al abordar la confección de un
libro de las características de Historia
del rock sinfónico (2012), aun a pesar de haber abonado el territorio del
conocimiento durante lustros a través de infinidad de audiciones y lecturas,
siempre quedaba margen para la sorpresa e incluso la incredulidad frente a la
magnitud de un talento individual. Confieso que a medida que iba familiarizándome
con la ejecutoria profesional de Rick Wakeman no daba crédito a su descomunal
capacidad de trabajo, que arroja hasta la fecha un balance de una cincuentena (¡)
de discos publicados en solitario o en forma de dueto, sus colaboraciones en calidad
de teclista en distintas etapas de Yes, una docena de composiciones de bandas
sonoras para largometrajes de ficción y documentales (la mayor parte de los
cuales de índole deportiva), así como puntuales intervenciones en discos que,
por ventura, razonarían en el espacio de los mainstreams servidos en plena eclosión del pop rock, el paradigma
de los cuales sería el “Space Oddity”
de David Bowie. Dejo al margen sus prestaciones de conductor de programas
televisivos y radiofónicos que han contribuido a amplificar su popularidad en
el Reino Unido, donde su nombre es harto conocido incluso para aquellos
refractarios del rock sinfónico, el fenómeno musical que contribuiría a definir
sobremanera esa formación de «cambios perpetuos» llamada Yes. En relación a la misma, Rick Wakeman alimentaría
un sentimiento ambivalente. Por una parte se mostraría incapaz de sustraerse a la idea que
pasará a la historia por haber sido el teclista más solvente de Yes, y por la
otra, agradecido por los réditos a todos los niveles que le sigue comportando
su paso por la banda británica que pregonaría a los cuatro vientos una suerte
de mística espiritual articulada en su fundamento por Jon Anderson. Pese a que
Wakeman no comulgaría con el contenido conceptual de Tales from Topographic Oceans (1973), del que se esforzaba en
manifestar que no comprendría frente a la actitud displicente del resto del
grupo, supo calibrar el valor de la amistad con Jon Anderson, y la importancia
de éste en el empeño de su condición de «visionario». Por ello, Wakeman ligó su suerte en el seno de Yes a la de Jon
Anderson una vez superado el “trámite” de su salida (por la puerta de atrás) de
la banda a la conclusión de la gira del Tales.
Semejante desaire sería observado por
la comunidad musical amparada en el rock británico conforme a un gesto de pura
excentricidad, pero al poco tiempo se demostraría lo acertado de su decisión al
alumbrar un par de discos en solitario, The
Six Wives of Henry VIII (1973) y Journey
to the Center of the Earth (1974), que multiplicarían de manera exponencial
su cuenta corriente. Desde entonces, lejos de ralentizar su ritmo de producción
en función de los dos ataques de corazón —el primero al poco de cumplir los veinticinco años, todo un récord...
negativo— y el peso de la fama que distrae,
por regla general, el cumplimiento de un plan de trabajo sistematizado, Rick
Wakeman ha persistido en su necesidad fisiológica de seguir componiendo, grabando discos
sin desmayo.
A pesar de la extraordinaria admiración que
siento por la obra de Rick Wakeman, nunca he tenido la tentación de rastrear en
tiendas virtuales o físicas cada una de sus piezas discográficas. En este propósito
de enmienda, a buen seguro, se alinean algunos completistas provenientes del
universo Yes, quienes presumiblemente hayan llegado a la conclusión, cuando no
la convicción, de encontrarse con una obra que demanda un estudio
pormenorizado. Materia, por tanto, susceptible de una tesis musical que arroje
luz en torno al alcance de un legado musical que no tiene parangón entre sus «correligionarios» del rock sinfónico —su amigo Jon Anderson con una
quincena de discos queda a notable distancia, al igual que Steve Hackett
(Genesis), con quien también ha colaborado— y me atrevo a aseverar que del rock y de la new wave en términos generales, con la
salvedad quizás de Frank Zappa o de los «incombustible» Neil Young y Van Morrison. Sobreponiéndose a ese corazón delator de sus excesos alcohólicos, Wakeman ha configurado
un cosmos musical único e
indivisible, preñado de referencias a planetas que orbitan en la galaxia del
rock, de la new wave y de la música clásica.
Su estrella sigue brillando cuando al caer la noche el cielo se cubre de un
manto negro. Entonces, podemos recrearnos en el virtuosismo a los teclados
administrados por Wakeman en los conciertos de Yes que para muchos nos ha
enseñado el camino para conocer la otra «realidad» de un astro de la música con marchamo de leyenda. La que se
esconde en un muestrario de piezas variopintas, buena parte de las cuales
afectadas de un aliento cristiano (servidumbres de un pasado ligado a su
tercera esposa, la modelo Nina Carter) que se traducen en el mercado discográfico con un propósito
residual en función del número de ejemplares vendidos de cada uno de ellos,
aunque al recomponer ese giganteso mosaico visualicemos la obra de un genio
precoz del siglo XX y de las primeras estribaciones del XXI. Nos falta aún
perspectiva para medir la grandeza de Rick Wakeman, el «príncipe rubio» de las «siete vidas», las que ha tenido que recurrir para acomodar un legado musical de
tamaña dimensión.
Dentro de su proverbial patrimonio musical, invitación a escuchar el tema Tall Shadows
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