Por ventura, cada vez más se va alejando el fantasma de Fèlix Millet del sacrosanto Palau de la
Música para ser ocupado por otras figuras espectrales que
rinden pleitesía al noble del arte que mejor saben ejecutar. Quien en tiempos
había sido capaz de llenar el Palau d'Esports de Montjuic, Jethro Tull,
debe complacerse de actuar en recintos más modestos pero compensado, por otra
parte, con una excelente acústica, la del Palau de la Música, en el marco de la 14 edición del Festival del Mil·leni. Sin duda, el próximo día
6 de febrero el espíritu de los tullianos
—así se autodenominan los fans del
grupo británico que orbitaría en la «Tierra Media» del rock sinfónico de los 70
pero con la necesidad imperiosa de crear su propio espacio musical— se dejará sentir en semejante recinto barcelonés al
contemplar la función en dos actos dispuesta sobre el escenario por el trobador Ian Anderson y su séquito. Aquejado
de severos problemas de salud en los últimos lustros, Anderson ha sabido vencer
las adversidades y se dispone, a sus sesenta y cinco años, a proyectar su magia musical destilada de una fina ironía
en la ejecución de Thick as a Brick (1972),
uno de los discos más celebrados de la banda que lidera desde tiempo “inmemorial”.
La monografía de reciente aparición, Jethro
Tull y el faro de Aqualung (2012, Quarentena
Ediciones) de Vicente Álvarez —uno de
los tullianos que presumo será uno de
los fijos en esa velada-tributo a Ian Anderson—, lejos de tratar de sacar del pedestal
crítico la obra de marras, deja constancia del carácter de quintaesencia —junto a Aqualung
(1971)— de Thick as a Brick
en la nutrida discografía de la banda cuyo nombre sería tomado de un inventor y
agrónomo australiano del siglo XVIII (sic). Sin riesgo alguno que les cayera
alguna querella por tamaña apropiación «nominal», Ian Anderson y el resto de la banda se las
ingeniarían para captar la atención de un público militante en el rock sinfónico,
aunque con ciertas ganas de buscar un punto de fuga a tanta trascendencia en el
contenido de las letras de las canciones y en el desarrollo de temas que parecían
“eternizarse” por momentos. Lo
encontrarían en Jethro Tull, que convertía cada uno de sus espectáculos en una
invitación musical sazonada de elementos humorísticos, bufonescos y/o paródicos.
Thick as a Brick guarda un significado
especial para un servidor, localizándose mi descubrimiento en ese «cruce de
caminos» que se formula en la adolescencia, dispuesto a evaluar unos gustos
musicales que parecen regidos por el sentido de la intuición. Esa intuición
dictada desde el subconsciente que me procuraría el placer de dejarme atrapar
por esos arabescos vocales e
instrumentales residentes en un disco de infinitas texturas como Thick as a Brick. Oda al pensamiento tulliano, el quinto disco de los Jethro
se armaría con arreglo a la demanda creciente de obras conceptuales a las que
cabía contrarestar la carga de trascendencia alumbrada por los adalides del
rock sinfónico, léase Emerson Lake & Palmer, Genesis o Yes. Enfundada de ironía,
Thick as a Brick busca amparo en el
contenido de sus letras en el non sense
a través de un personaje ficticio, Gerald Bostock, al que se le atribuye la
coautoría de las mismas en coalición con Ian Anderson. No en vano, Bostock
acapara la principal noticia de ese disco en formato disco que se presentaría
en sociedad allá por los albores de los setenta para recogijo de los tullianos y coleccionistas rockeros tot court. Lo hace para inmortalizar el
momento en que el enfant terrible recibe
un premio por la escritura de un poema luego desechado por contener palabras
malsonantes. Rescatado de las cenizas
por la banda británica, el poema pasaría a formar parte del erial tulliano. Una obra que cumplido su
cuarenta aniversario, se muestra lozana, con arreglos que parecen conectar
irónicamente con desarrollos propios del Genesis de la etapa Peter Gabriel, y
con ese contorsionismo vocal e
instrumental del que haría gala Ian Anderson en su época de apogeo, elevado a
la categoría de icono musical por obra y gracia de esa flauta travesera que
parece prolongarse cuál extensión de sus dedos, y la manera en que imita a los
flamencos, sosteniéndose sobre una única extremidad. Pero ya entrado en la edad
de jubilación y con una maltrecha salud por montera,
a Ian Anderson con total probabilidad se le reservará una silla en el Palau de la Música , en ese 6 de febrero
marcado a fuego en el calendario de los tullianos.
Thick as a Brick —más por lo que atañe a su desarrollo melódico que a
la disposición de sus abracadabrantes guiadas por el Paraíso perdido del «pequeño Milton»— bien merece una misa de la mano de
su creador en la sombra y en la luz de un sinfonismo living in the past.
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