La apuesta de la editorial
Anagrama por publicar cada una de las novelas de autores extranjeros parece más
que evidente pero pocas han acabado perpetuándose en forma de «Biblioteca de...».
Semejante honor ha recaído, por ejemplo, en Vladimir Nabokov, Norman Mailer o
Patricia Highsmith. Éste hubiera podido ser el caso de Julian Barnes
(Leicester, 1946), de cuya obra se han encargado de editar al completo en
lengua castellana el sello Anagrama, incluidos ensayos —El perfeccionista en la cocina y
Nada que temer— y libros de relatos breves —Pulso, Al otro lado del canal y La mesa limón—
. No obstante, resulta inevitable pensar que su última novela
publicada entre nosotros, El sentido de
un final (2011), “contradiga” su propio título y sirva de pieza de iniciación,
de puerta de entrada a la literatura del autor británico en atención a la
distinción del Premio Man Booker que ha merecido una novela arbolada de
elementos autobiográficos. Ciertamente, Barnes no esconde que uno de los
factores desencadenante de la novela El sentido de un final había surgido de una
experiencia captada de su entorno: «Éramos
un grupo de amigos y uno de ellos, llamado Brillant, era mucho más listo que
yo, y cuando dejamos de vernos pasé mucho tiempo imaginado cómo seria su vida,
hasta que un día me encontré a otro amigo en el metro de Londres y me dijo que
Brillant se había suicidado hacía veinte años. ¡Me había pasado veinte años
imaginado la vida de una persona muerta!». En
la ficción urdida por Barnes ese Brillant con el que había compartido los juegos de la vida pasa a llamarse Adrian
en una ficción literaria distinguida con un premio tan prestigioso como
controvertido en distintas ediciones desde su bautizo en 1969. En las fechas reservadas
a la consagración del Man Booker Julian Barnes contribuiría al mundo, el de las letras, para el
que parecía destinado en su condición de lexicógrafo, editor y crítico
cinematográfico. Todo ello acabaría siendo “sacrificado” por su dedicación full time al noble arte de la escritura
de novelas de ficción y de ensayos varios.
Confieso que El sentido de un final ha sido mi primer acercamiento a la
literatura de Barnes, una obra cincelada sobre la base del comportamiento
esquivo del ejercicio memorístico. En ese propósito se mueve un relato que
viaja constantemente al pasado conforme a un valor refugio que aleje al
protagonista, Tony, de una realidad que hace tiempo ha descrito una curva
descendente en muchos sentidos de la vida. Después de ir quedmando esas etapas
postreras en que Tony Webster aún puede permanecer en “circulación”, le aguarda la
sombra de la muerte, el "colofón" a ese contrato “vital” que cada uno de nosotros
firmamos al nacer. Antes de expirar,
el sexagenario Tony, al recibir una suerte de testamento que compromete a su amigo Adrian,
pone en perspectiva los recuerdos de su pasado imperfecto ligado a tres de sus
compañeras sentimentales: Veronica, Margaret y Annie. De todas ellas, Veronica
es la que adopta un mayor protagonismo en esa prospección por los tiempos pretéritos
de Tony, quedando en un segundo plano, además de Margaret y Annie, sus otros dos amigos del alma que compartieron vivencias con Adrian. Presumiblemente apelando a sus propias experiencias, Barnes
trata que los discos y las obras literarias que engalan su habitación de estudiante hablen del personaje de Tony, creando esas diferencias de gustos
para con Veronica, pero no lo suficientes para sus destinos acaben uniéndose.
Lo hará sin apelar a la épica romántica al ir evaluando Tony esos episodios que
cobran sentido en esos recuerdos que, a veces, traicionan la realidad de los
hechos. Preciso y detallista en la descripción de esos recuerdos suspendidos en
la memoria de Tony, Julian Barnes articula en El sentido de un final, muy en la línea de las novelas de Bernhard Schlink, una obra de fuste en su pulsión emotiva,
atendiendo a un enfoque humanista prendado de nostalgia, pero también de pesar,
sobre esos tiempos que debían ser la columna vertebral del cuerpo vital de cada uno de nosotros. Cuando esa columna vertebral
se va curvando, se agolpan en el disco duro numerosas imágenes, frases, momentos
que sugieren la idea de lo que pudo haber sido y no fue, formulándose preguntas
sin obtener respuestas concretas ni precisas. El suicidio de Adrian no hace más
que multiplicar exponencialmente esos interrogantes en la mente de Tony antes
de encontrar el sentido de un final. Una
obra de lectura obligada, sin duda, para aquellos capaces de juzgar sus propias
vidas con la presunción que la memoria es un ente cambiante, mutable
dependiendo de un estado de ánimo, o de la hondura de un recuerdo impreso para siempre entre los surcos de
nuestro cerebro.
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